De la serie B a la serie Z
Dos películas de terror vistas recientemente me devuelven a aquella frontera difusa de finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado. Se estaba acabando una fórmula gloriosa que había legado al cine cientos de clásicos forjados sin grandes estrellas, sin grandes presupuestos. Y se habría un nuevo mundo donde –si bien todavía no se podían hacer muchas cosas estrictamente al margen de los estudios- sí que se podía… intentarlo. Muchos de aquellos filmes (malditos, deslavazados, incluso chapuceros) acabarían constituyendo el grueso de lo que hoy conocemos por “obras de culto”.
Pero circunscribámonos a lo visto. Se trata de dos filmes separados cinco años en el tiempo: La noche del demonio (Jacques Tourneur, 1957) y El carnaval de las almas (Herk Harvey, 1962). Ambos trabajan con elementos muy parecidos: lo sobrenatural, en su vertiente fantasmal o incluso satánica. La una trascurre no muy lejos de Londres, la otra en una pequeña comunidad de Utah, en los Estados Unidos de Norteamérica. Ambas tienen como protagonistas a tipos poco crédulos: un psicólogo que no cree en el más allá y una organista que no practica la fe que alaba con sus interpretaciones en pequeñas iglesias con congregaciones, estas sí, bastante impresionables.
Pero la ciencia y la lógica se revelarán bien poca cosa cuando den con un adorador del diablo que no está dispuesto a que nadie ponga en cuestión su culto o descubran las fatales consecuencias de un accidente de tráfico. Sus respectivas percepciones de la realidad empezarán a hacer aguas, por mucho que se sigan aferrando al recuerdo de… ¿una pretendida normalidad?
Encasillar a estas alturas a Jacques Tourneur como simple realizador de filmes de serie B puede parecer poco menos que un insulto. Ya está más que superada su antigua adscripción al vituperado universo de los “artesanos”: el hijo del también director Maurice Tourneur legó al cine filmes tan incuestionables como La mujer pantera (1942), Yo anduve con un zombi (1943), Retorno al pasado (1947) o El halcón y la flecha (1950). Fantástico, cine negro, cine de aventuras desacomplejado… un todoterreno que dirigió a Robert Mitchum, Kirk Douglas, Burt Lancaster, Virginia Mayo, Simone Simon, Jean Peters, Ray Milland, Barbara Stanwyck, Angie Dickinson, Victor Mature, Robert Ryan o Joel McCrea.
Pero los realmente deliciosos fueron sus últimos quince años de carrera, que incluyeron incursiones televisivas, revisiones decadentistas (La comedia de los horrores (1963)) o la presente La noche del demonio. El dominio de su oficio era total y el parisino supo moverse con presupuestos más que ajustados, haciendo gala de una eficacia consecuencia forzosa de su economía de medios. Emparejar su nombre a la serie B me sirve para el principal propósito de este escrito: dignificar unas películas tildadas en su momento de menores y que, descubiertas ahora, se revelan como deslumbrantes muestras de independencia e imaginación. ¿Un guion convencional, unos actores justitos? Daba igual: el conjunto seguía siendo notable.
En nuestra intriga hay hipnosis, apariciones de Belcebú, súbitas irrupciones de trenes en estaciones tétricas, maldiciones esculpidas en runas… un material que se ha demostrado muchas veces indigesto y que en sus manos deviene una hermosa danza de arquetipos, sombras y maldades irredimibles. Todo es dulcemente previsible, todo es infinitamente disfrutable.
Y del bajo presupuesto… al presupuesto cero. A mediados de los cincuenta ya estaba dando guerra Roger Corman, que acabaría siendo el padrino de las terribles estrecheces, los argumentos lisérgicos y las primeras oportunidades. Una etapa de pre-ruptura (la definitiva acaecería en los 70) que también conoció de los primeros trabajos de John Cassavetes, partiendo este de unos supuestos no muy distintos.
Una constelación de nuevos cineastas en la que pocos llegaron a refulgir como estrellas. Demasiados acabaron haciendo una y otra vez la misma película o terminando su carrera con su primera y única incursión en el arte cinematográfico (sí, qué demonios: ¡había respeto y consideración en sus aproximaciones amateurs!)
El carnaval de las almas fue la única película de Herk Harvey. Una cinta ligada a un lugar alucinante: el balneario de la ficción, una construcción venida a menos junto a un lago. A partir de este lugar –donde inevitablemente se alcanzará el clímax- se construye una historia situada en algún momento entre la vida y la muerte. Sin que el espectador sepa muy bien en cuál de las dos orillas se encuentra la protagonista o los propios secundarios.
Las interpretaciones son muy flojas, algunos cambios de parecer de la heroína rondan la bipolaridad. Pero todo vale, porque en este ambiente alucinante nada termina por rechinar. Puede haber caseras metomentodos, vecinos acosadores y hasta psicólogos que te rescatan en la calle y te ofrecen una primera sesión sin compromiso.
No en vano la acción se desarrolla cerca de Salt Lake City, la capital mormona por excelencia. Hay un ambiente de represión continuada, de pavor al sexo, de moralismo impartido por perfectos desconocidos. Todo da bastante grima y la música se pasa el filme huyendo de ese ambiente provinciano, de ese decoro perverso.
El carnaval… persiste en la memoria por parecer cualquier cosa menos una primera película rodada por unos 24.000 euros. Posee una fotografía espléndida, unas transiciones osadas, una apuesta total por lo onírico. La película resulta profunda y atrevida: el terror –como posteriormente en el cine de Lynch- no tiene garras, tridente ni cola. El verdadero pavor lo dan los otros, esos seres idénticos a nosotros con los que nos cruzamos a diario en el vecindario.
Y sin embargo, sí: me atrevo a incluirla en ese baúl de la cochambre que conocemos como serie Z. Pero sin ánimo alguno de ofender: Tourneur se creció ante la adversidad y acabó haciendo filmes memorables con perfectos desconocidos (su B era una A sin divos). Harvey, por su parte, sacó adelante un proyecto personalísimo con mucho tesón y poca ayuda externa. Ambos son cineastas de primera que utilizan la segunda división para hacer más o menos lo que les da la gana sin levantar sospechas.
En breve, la serie B devendría definitivamente serie Z. Ocurrió poco a poco y fue una solución libérrima y celebrable. Ya no se trató de filmes de relleno para sesiones dobles perpetrados por las marcas blancas de las principales majors. Por fin, cualquiera podía intentarlo. Aunque a la postre, acabaría ocurriendo como con este “democratizador” internet: demasiados tuvieron la oportunidad de demostrar su absoluta falta de talento.
Razón de más para alabar las verdaderas gemas y seguir descubriendo la filmografía menos publicitada de Jacques Tourneur o maravillarse con una oda antisocial que cuenta ya con seis décadas.