‘Black Lagoon’ y ‘Death Note’: el reinado del anime adulto

Este fin de semana se celebra el XXI Salón del Manga de Barcelona, una nueva edición que batirá récords de público –y de espera o desespero entre los sufrientes asistentes-, obligando a los más indiferentes del lugar a hacerse las preguntas recurrentes de cada año… ¡¿pero tanto tirón tiene esto de la animación japonesa?! ¿Pasión u obsesión? ¿Y de qué demonios van disfrazados esos?

Coincidiendo con la primera edición del festival B-anime (9-11 de octubre de 2015) estuvo por la ciudad condal Hiromichi Masuda, el que fuera director ejecutivo de Madhouse Studios, presentando en la Filmoteca una sesión doble de cortos de animación de los años veinte y treinta del siglo pasado (El nacimiento del anime: pioneros de la animación japonesa). En su apasionada alocución aprovechó para recordar a los presentes que pronto se cumpliría un siglo desde la primera creación nipona para la gran pantalla de eso que en occidente dimos en llamar “dibujos animados”.

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Más allá del estudio Ghibli y los (todavía) muy taquilleros largos que cada año estrenan sus más directos competidores (dispuestos a ocupar el espacio cedido por este), donde la animación japonesa viste sus mejores galas y se desmelena definitivamente es en los seriales concebidos para la televisión. Os vamos a hablar de dos de los más populares de la pasada década: Black Lagoon y Death Note.

Ambos entrarían en la categoría de entretenimiento adulto con premisa adolescente, porque no olvidemos que eso es lo que acaba siendo todo japonés mayor de edad: un nostálgico incurable de su adolescencia robada. Así que los héroes de estos dos thrillers sangrientos son, cómo no, un estudiante modélico a punto de entrar en la universidad y un joven empleado dispuesto a inmolarse en el organigrama de la inevitable multinacional nipona (Asahi Industries). A ambos les une un sentimiento de pérdida, de abandono, de no saber muy bien qué hacer con sus vidas.

Rock, el oficinista en eterno viaje de negocios de Black Lagoon (2006), acabará formando parte de una alegre cuadrilla criminal que navega a sus anchas por las procelosas aguas del océano índico (¿o es el mar de China?), a bordo siempre de un equipadísimo barco (sí, el Black Lagoon del título). El equipo lo componen un jefe carismático (Dutch), un genio de las telecomunicaciones (Benny) y Revy ‘dos manos’, una pistolera de gatillo fácil. La base de operaciones radica en una ciudad sin ley donde las mafias rusas y chinas campan a sus anchas: Roanapur, custodiada por una gigantesca imagen de Buda que protege la entrada a este puerto ficticio de Tailandia.

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El resto son 24 episodios (dos temporadas de 12) con subtramas que se desarrollan durante 3 o 4 y que acostumbran a concluir con prolongados tiroteos a lo Grupo salvaje. ¿Cómo se adaptará el sentido del deber de este japonés a la profesionalidad amoral de estos mercenarios sin filiación ni patrón conocido? Pues a decir verdad, bastante bien. Los diferentes encuentros con los clientes (y a veces, inopinadas víctimas) que reclaman sus servicios se saldan con enseñanzas y moralejas ambiguas, pero sobretodo, con una extraña sensación de libertad que nuestro asalariado frustrado esgrime con orgullo. Puestos a elegir bando en este mundo donde a una amplia mayoría parecen emplearla con el único objeto de defender mentiras ajenas, el oficio de las armas se acaba revelando como una digna y hasta noble elección.

Death Note (2006), dividida en 37 episodios de veinte minutos de duración cada uno, es una intriga mucho más retorcida, con un elemento fantástico de partida que quizás os disuada a muchos de vosotros. Un Dios de la Muerte, conocido como shinigami, pierde su cuaderno (ese en el que va escribiendo los nombres de todos aquellos a los que “invita” a abandonar este mundo), hallándolo un tal Light Yagami, empollón con ideas bastantes particulares sobre la justicia y su aplicación digamos que… ejecutiva.

Con él en su poder, Light decide estampar los nombres de cuánto criminal o facineroso se le ocurre, siempre con la inestimable ayuda de los medios de comunicación. Su “visión” (su delirio megalómano y fascistoide, más bien) consiste en legar a la humanidad un mundo sólo habitado por gente bondadosa o, mejor dicho, por gente que respeta estrictamente el imperio de la ley (el suyo, vamos). Pero… ¿dónde trazar la línea? ¿Matar a los que mataron? ¿Y por qué no a los que roban? ¿A los que estafan? ¿A los que… le persiguen?

En su camino se cruzará el enigmático ‘L’, un chico superdotado y adicto a la glucosa que pasa por ser uno de los detectives más sagaces del globo. Entre ambos se dirimirá un pulso tenso repleto de cebos, planes enrevesados, medidas, contramedidas y coartadas. El peligro, recordemos, es real: basta con que este juez Dredd nipón asocie tu cara con tu verdadero nombre y lo escriba en el cuaderno letal para que caigas fulminado. ¿Cómo pararle los pies?

Plagada de giros, revueltas y alguna que otra chica manga para la posteridad (la voluble y enamoradiza Misa Amane), Death Note convierte a unas cuántas mentes criminales en las verdaderas protagonistas de la historia. Los autores no muestran una fe excesiva en la humanidad: todo aquél en cuyas manos cae el dichoso cuaderno… acaba usándolo en beneficio propio. En esta

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serie dirigida por Tetsuro Araki y animada por Madhouse, matar se convierte en un ejercicio de estilo que supuestamente acabará redundando en “un bien mayor”. Un enfoque perturbador que se adentra en sus capítulos finales en la distopía pura y dura: la sociedad japonesa acaba dividida entre aquellos que alaban a Kira –el sobrenombre de este asesino pluscuamperfecto- y los que viven tratando de darle caza… aunque se cuiden muy mucho de sancionar en público sus acciones.

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Pocos años después de la aparición del manga homónimo las autoridades chinas prohibieron Death Note en su país, alegando que su lectura animaba a “cometer errores a niños inocentes, distorsionando la mente y el espíritu de los mismos”. Incluso en los Estados Unidos (tan proclives a escandalizarse y tan remisos, sin embargo, a controlar la posesión de armas de fuego en su territorio) se ha llegado a detener a estudiantes que habían confeccionado sus propios “cuadernos de muerte”, listando a los compañeros que desearían suprimir. Una vez más, la estupidez (real) sobrepasa los preceptos de cualquier ficción.

El disciplinadísimo japonés medio ha hecho del autocontrol (o de la represión, o quizás de la inmolación personal en favor de una nación que perciben (todavía) como pobre o en peligro) su razón de ser. No es de extrañar que sus polémicos héroes sean capaces de pensar lo impensable, de hacer lo imposible, de robarles el corazón a mujeres violentas, a periodistas brillantes, a modelos despampanantes. Consecuentemente, también, ni Rock ni Light Yagami son siquiera felices.

Quizás eso ya sería demasiado, incluso para dos animes descocados y desesperanzados. Esa rebeldía “controlada” (o ese aburrimiento, como subraya el shinigami Riuk en Death Note) que lleva a los japoneses a emprender violentas cruzadas contra cualquier orden establecido, ese orden que acatan pero que les gustaría imaginar pasajero… a las cinco de la mañana, mientras leen su manga favorito en el abarrotado vagón que les lleva camino de otro día perfectamente idéntico al anterior.

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