Agnès Varda en corto (1958-1984)

Hasta finales de año la Varda es objeto de gloriosa y merecida apología en Barcelona a través de una exposición antológica en el CCCB (Agnès Varda. Fotografiar, filmar, reciclar) que enuncia desde su mismísimo título cuales fueron sus intereses, la naturaleza de su compromiso y el generoso pacto humanista subscrito.

Hoy os propongo, sin ánimo de ser exhaustivo, que nos detengamos en su obra cinematográfica más breve. Se trata de un puñado de historias que no superan la media hora de duración y que nos dicen mucho de su tiempo, de su búsqueda, de su credo como artista… de ella misma, qué demonios.

Empezaré por L’Opéra-mouffe (1958), rodada tres años después de su debut con La Pointe-Courte (1955). Fue un año muy importante en lo personal: no en vano este cortometraje llevaba por subtítulo Apuntes de una mujer embarazada.

Diferentes capítulos evocadores, genuina sinfonía impresionista: de los amantes, del sentimiento de la naturaleza, del embarazo, queridos desaparecidos, buenas fiestas, de la embriaguez, de los miedos, de los deseos…

Primeros planos epidérmicos, exploración del cuerpo femenino y masculino. Rostros entre la multitud, ese modo observacional que sería marca de la casa: tristes, perdidos, enfadados, gesticulantes, de cháchara. Y por encima de todo, la radiografía de un barrio de olvidados, de marginados, de santos inocentes.

Hay un mercado, comida expuesta y restos abandonados (¿el germen de los futuros espigadores?). Hay un ambiente festivo, aunque sea impuesto por las fechas y las fiestas de obligado cumplimiento. Personajes carnavalescos y máscaras que tapan malas caras. Es la Rue Mouffetard de París… y olvídense del glamour a lo Emily en Netflix.

Un Raval galo muy del fotógrafo Joan Colom. Estampas de absenta y desesperación, naturalezas muertas, vísceras expuestas y casquería a la venta. Y un par de arrebatos surrealistas: mujer devorando flores, el pollito agonizando dentro de una bombilla quebrada que se contrapone a una realidad diaria, la de esa mujer volviendo con saco de patatas y una bolsa cargada con ladrillos. Ah, y todo ello con música de Georges Delerue describiendo ancianos de paso renqueante, encuentros amorosos en las traseras y niños licenciados en la universidad de la vida.

Abandonamos Francia y nos vamos a las utopías para crédulos, a los paraísos imaginarios. En Salut les Cubains (1963) se respira ese arrebato marxista-leninista tan de la intelectualidad francesa de su tiempo. Así que Varda vuelve también encantada de Cuba con cientos de fotografías bajo el brazo que montará para la ocasión en un estilo muy La jetée (1962, Chris Marker).

El resultado es una apología que casi deviene pura propaganda… o pura ingenuidad. Alegría cantada en la voz de Michel Piccoli y con la excusa de una exposición (Cuba, 10 años de Revolución). Elogio del socialismo tropical, del contoneo, de las barbas y de los puros. Fábula edénica de capataces y constructores todos… Fidel Castro tenía 37 años, la Cuba comunista apenas cinco y la Historia, una cínica capacidad para acabar decepcionando hasta a los más convencidos. ¿A nivel cinematográfico? Sencillamente espléndida.

Entre la película colectiva Lejos de Vietnam (1967) y la muy hippie Lions Love (1969), Agnès filma Oncle Yanco (1967). Aclaramos: en realidad, Varda no era más que la hija del primo del susodicho… pero Yanco pasó a ser tío, el tío Yanco. Y Agnes, aunque fuese en los USA y de paso (estaba presentando el film Las criaturas en el festival de San Francisco), pudo explorar su mitificado origen griego en la casa flotante de este descendiente arribado a Sausalito a finales de los años 30.

Y se encuentra con todo un personaje, oye: pintor con un universo muy particular (tejidos y plásticos que conforman mosaicos o tapices -¡no los llaméis collages!-) para erigir así sus ciudades celestes, Jerusalem incluida.

Para este poeta del ahora el mar es “el elemento del amor”. El patriarca acoge a jóvenes desgalichados -alguno visiblemente drogado- y los saca a navegar en su barco a vela. Varda se desmelena y celebra sin rubor la consanguineidad: elogio del color, de las formas de vida alternativas… y de ese maravilloso encuentro recreado con toda la falsedad de la que solo el cine es capaz.

Mientras la Varda regateaba sin parar para intentar rodar su película americana… pasaban cosas. Y ella estaba allí y tenía una cámara. Black Panthers (1968) es un documento digno de tal nombre; capaz de pulsar e inmortalizar en imágenes un momento muy particular: la detención de Huey Newton acusado de haber asesinado a un policía, las subsiguientes manifestaciones delante del tribunal y la condena del presunto culpable a 15 años, fallada en septiembre de 1968.

Hacía ya tres años del asesinato de Malcolm X -que no pudo ver cómo se fundaba en Oakland este partido político de extrema izquierda- y Huey fue desde el principio una de las cabezas visibles del movimiento. Tras el juicio que vemos en la película hubo otros dos -todos acabaron siendo anulados- y el caso fue finalmente archivado. Newton murió años después de la disolución del partido Pantera Negra, tiroteado por un traficante de drogas a finales de los 80.

La Varda supo capturar la ilusión, el miedo, la indignación y -por qué negarlo- las razones mismas de aquella propuesta tan radical como vindicativa de una comunidad negra machacada -entonces y ahora- por una policía local dotada de poderes plenipotenciarios. 

Saltamos a la década de los 70 y cambiamos de continente. Plaisir d’amour en Iran (1976) es un espejismo (político y amoroso): en tres años la revolución del ayatolá Jomeini acabaría con aquél sueño de libertad a la occidental, tan impostando como el régimen del Sha arribado por imperativo norteamericano.

Así que la Varda se permite un diálogo sicalíptico que hoy le valdría una fatua a lo Salman Rushdie: los minaretes devenidos falos, las cúpulas tetiles… un romance entre mezquitas, con poemas escritos en papel de WC salpicados con miniaturas persas en las que las mujeres (y no digamos ya las parejas) eran tan caras de ver.

Confrontación entre arte sacro y profano y un aprovechamiento óptimo de un material descartado que originariamente había filmado para Una canta, otra no (estrenada en 1977).

Vamos ahora con un u interludio televisivo, de cuando la televisión -sí, Antonioni- era un reducto de inteligencia, incluso un ariete con pretendida misión cultural. Une minute pour une image (1983) es la esencia misma del arte de la Varda: la fotografía convertida en protagonista absoluta y comentada por algún personaje invitado. Tienen especial interés algunas de las que acabó glosando ella misma: desde una estampa celebérrima de los disturbios estudiantiles en las universidades estadounidenses a finales de los 60, pasando por sus ancestros (una foto de familia de 1915), el orgullo y la resistencia pasiva del pueblo argelino (quintaesenciado en un rostro de mujer ajado y violentado, una fotografía no deseada) o la fuga surrealista -merluza incluida- con firma de nuestro Joan Fontcuberta.

Debería de haber hablado de esta en primer lugar, quizás. Porque Ulysse (1983) es la historia de una profunda decepción: la del relativísimo poder de las imágenes a la hora de captar la dichosa realidad. O quizás sólo ocurra que la realidad para una fotógrafa es bien diferente a la realidad de aquellos que son fotografiados.

Varda vuelve sobre una fotografía obtenida el 9 de mayo de 1954, una estampa deudora del neorrealismo (algo miserabilista, incluso) y que lo tiene todo: tipos hieráticos dándonos la espalda, niños escuálidos, una de sus playas normandas y… y una cabra muerta. Era un tiempo en que (como ella misma reconoce) le gustaba inmortalizar este tipo de cosas.

Pues bien, aquellos protagonistas tienen totalmente diluido el instante. Solo recuerdan el pudor -lo violentados, en realidad, que se sintieron-, la angustia que sufrían por aquella época (la madre de la criatura no sabía si la afectación que padecía el pequeño terminaría en discapacidad)… y Varda, que celebraba entonces la vida, que era joven, que buscaba cierta espiritualidad en unas composiciones que, a buen seguro, ya no repetiría en la fecha en que realizó este cortometraje.

Un testimonio valiente sobre lo que una cree buscar (o incluso lograr) a través de su arte y el impacto -tirando a insignificante- entre quienes conforman el cuadro pretendidamente inmortal.

Concluimos con una fantasía alrededor de un lugar, de un espacio arquitectónico, de un ensayo de convivencia. 7 P., cuis., s.de b.. à saisir (1984) habla de un hospicio en venta (el Saint Louis de Aviñón), ofertado por un agente inmobiliario con poderosos argumentos de venta. ¿Qué vende? Pues una posibilidad de vida, una posibilidad de naufragio.

Y para muestra utiliza un botón: la familia numerosa de un médico que lo habitó, apología del patriarcado con descendencia sojuzgada. Pero no se dejen abrumar por el mal karma que desprende esta antigua institución y vean, vean: escaleras de acceso monumentales, espléndidos baños alicatados hasta el techo, pasillos generosos… sólo resta tener un poco de imaginación a la hora de amueblarlo y hacerlo habitable.

En paralelo asistimos al desfile de antiguos usuarios de la inclusa… ¡que incluso dicen echarlo de menos! El conjunto se complementa con autómatas para finalidades médicas, más conflicto generacional y ese potente escenario abandonado… pero nacido decididamente para cantar la pérdida y el terror.

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