‘Sieranevada’, de Cristi Puiu. Miseria del cuñadismo
Los tres últimos largos del director rumano Cristi Puiu han sido exactamente eso: largos, pero que muy largos. Tres películas en doce años que no bajan de las dos horas y media de duración; sinfonías solitarias (aunque esta última aparente estar superpoblada de personajes), agonías físicas o mentales, radiografías, en suma, del odio, del amor y de la muerte.
Se abre esta Sieranevada con la cámara observándolo todo con disimulo cuál paseante ocioso y atrincherado, ubicándose a la altura de la techumbre de los vehículos que abarrotan la calle. Son fechas señaladas y toca comida familiar, peaje anual del apego falseado y festival de conversaciones recurrentes. A nuestro protagonista le cuesta encontrar estacionamiento siquiera para una rápida parada con los recados de última hora. Es día de función y los niños -¿de este matrimonio o del anterior?, ¿propios o ajenos?- quedan también aparcados, mientras uno va a casa de su madre a defender su… su personaje.
Su punto de vista marcará forzosamente el tono y la distancia de lo que viene. Y lo que viene son los preparativos de una comida que parece posponerse indefinidamente, como si la familia enclaustrada fuese incapaz de abandonar la vivienda (siempre Buñuel) o de lanzarse ávidamente sobre los manjares que aguardan en la mesa del comedor o en las alacenas de la cocina. Un tiempo en suspenso que sirve de analogía clara con esa incertidumbre post-comunista en la que viven no pocos países del antiguo bloque del Este.
Pero esas viandas, esas tías lejanas, esos primos que ves dos veces al año, esa viuda sobreactuada… esa familia, ¡qué coño!, te suena. El que más y el que menos le pondrá nombre al conspiparanoico dispuesto a apabullarte con libelos convincentes colgados en YouTube, a la amiga de la matriarca nostálgica del antiguo régimen, al hermano que ha hecho del uniforme una categoría en sí misma, a la que va de sofisticada pero carece de empatía, al profesor de instituto que habla a base de aforismos tristes, a la sobrina alocada empeñada en ejercer de sobrina alocada, al gañán que se autoinvita para purgar su falta al calor del hogar ajeno.
La cámara se limita, en un primer momento, a permanecer en el pasillo central, envarada y sin atreverse a penetrar en ninguna estancia en particular. A nuestro alrededor el enjambre zumba; idas y venidas por la galería principal sin que tengamos claro quienes son los zánganos y quienes los obreros, si habita alguna reina, si existe alguna otra jerarquía invisible. Quién es hija de quién, cuales son los casados. En virtud de qué experiencias previas cada cuál se comporta como se comporta. U opina lo que opina.
Nuestro hombre deja de controlar la situación a las primeras de cambio. La fachada de armonía parejil es socavada en media hora por culpa del todopoderoso Carrefour. Ella se da a la fuga en sus morros, dejándolo a solas con su estupor; la extrañeza infinita que no se cansan de suscitar en nosotros aquellos a quienes creemos conocer de siempre.
En tres horas no escucharemos hablar ni mal ni bien de nuestro tipo corriente en edad de empezar a coleccionar neurosis. Hay estopa para todos pero él se las apaña para salir indemne –por lo menos hasta que baja a la calle- y su equidistancia, su calculado cinismo, quizás no sea sino el disfraz preferido del aburrimiento infinito. De corro en corro, de aparte en aparte, Lary rebota por las cuatro esquinas del piso esperando que el tiempo pase. Pero no lo hace o, por lo menos, no avanza tan rápidamente como antaño.
El responsable de esta demora indecente es un Pope, maestro de ceremonias indispensable para revivir a los muertos. Porque la tradición marca que sea un miembro de la familia el que ocupe el papel del fenecido más reciente, un referente moral –descubriremos que bastante infiel- sobre el que recaía el ejercicio de la autoridad (que no de la justicia). Y es que esta familia, no más desnortada que el propio país, anda en busca de un heredero, de una voz preeminente. De alguien que pueda reclamar silencio, sacar de casa a empellones a las visitas indeseadas o censurar el comportamiento de los más jóvenes, de los más débiles.
No, nadie quiere tomar el relevo. Y mientras escuchamos a los más viejos recalcar lo que “tenía de bueno” la dictadura de izquierdas, sorprendemos a los más jóvenes aficionándose de nuevo a los cirios, las plegarias y la infalible providencia. Nuevas y viejas fes que prometen lo de siempre: una adversidad con fecha de caducidad. Los pasatiempos de sobremesa son ahora la política internacional, el 11-S o la desgraciada vida de una tía cornuda. Pero nada de sacar los primeros platos: aguantad, el Pope está al caer.
La tarde pasa y la comida amenaza con convertirse en cena. Mientras ese momento llega, el volver a ver a los de siempre y comprobar lo desvalido que sigue uno frente al mundo reaviva algún que otro trauma infantil. Lary acude al rescate de su pareja y se descubre vulnerable, mortal, casi patético. Uno más de la familia, tan carente de superpoderes como el resto. ¡Él, que se creía un médico vacunado contra la mediocridad!
Porque poco a poco y sin violencias, el director y su cámara se las han apañado para colarnos en casa extraña. Atrás han quedado las dudas del principio: nos sentamos a la mesa con unos y con otros, los acompañamos al baño, a abrir la puerta, escaleras abajo. Apenas hemos sido presentados y, aunque saldremos de ahí sin habernos quedado con ningún nombre, al menos tendremos la oportunidad de comparar miserias, el camino más sencillo para acabar relativizando las propias.
Discusiones acaloradas, recuerdos deformados, semblanzas interesadas: cualquier colectividad, por efímera que sea su alianza, se encomienda a la liturgia del consejo grandilocuente y la paja en el ojo ajeno. Rajar del que abandona la habitación, darle la razón al que se queda. Ser hipócritas y terriblemente sinceros dependiendo del interlocutor. Decir cosas como si las hubiéramos pensado y pensar, callados, en las cosas que hubiésemos debido decir.
Y acabar compartiendo mantel y hogaza con un hermano al que nunca hiciste el esfuerzo de comprender, olvidada ya la promesa que te habías hecho al entrar: que este sería el último año, de verdad. Que este paripé no tiene sentido. Que… que después de todo, donde voy a ir que peor esté.