‘Buena conducta’ (T1): redención o cogorza

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Buena conducta empieza fuerte, apostando por lo que vendría a ser un thriller sexy con desconcertantes arrebatos de morriña familiar (el improbable cruce entre un producto HBO y uno de la Fox, para entendernos). Y es que nuestros dos protagonistas, aficionados a las pasiones autodestructivas, cultivan la delincuencia freelance a la par que tratan de, digamos… reinsertarse. A su manera.

En realidad, la aceptación del papel protagónico por parte de la ‘ex-Downton Abbey’ Michelle Dockery suena a pánico al encasillamiento, a giro de 180º en pos de la versatilidad primigenia. Porque vaya si cambia de rol la moza: de heredera pija y clasista a ex-yonqui alcohólica y cleptómana. De posible integrante de la casa real británica a… a posible integrante de la casa real británica, para qué engañarnos.

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El caso es que en sus correrías quinquis trabará contacto con Juan Diego Botto, madurito cañón que se dedica a ofertar sus servicios de matarife en la internet oculta. Si, Juan Diego mata a gente por encargo –a veces se lo merecen, otras veces vaya usted a saber- y decide convertirse en el terapeuta de proximidad de esta superviviente vapuleada (bueno, en realidad sus intenciones son más bien deshonestas, pero hay mucha pasión y mutuo consentimiento, así que todos contentos. Como 50 sombras de Grey pero robando carteras).

Ya tenemos a la parejita a la carrera y en la carretera, tratando de mimetizarse entre los clientes habituales de los hoteles más chics y los moteles más cutres. No hay punto medio: su huída en círculos concéntricos les lleva una y otra vez a los mismos sitios, con parada obligatoria en la casa de una madre que ha criado al hijo por cuya custodia ella suspira. La única razón, en apariencia, para salir de este eterno retorno de vodka, sensaciones fuertes, moquetas, cajas de seguridad, más vodka y muchas trolas.

Cuando a Letty le entran las angustias y le ronda el mono utiliza la suplantación y el timo para mantener ocupada la cabeza en otra cosa (oye, que puestos a elegir argentino, digo yo que se hubiese llevado mejor con el Ricardo Darín de Nueve reinas). Entonces se pone un pelucón, se calza los tacones, ensaya pose de mujer fatal y… ¡a entrar por la puerta giratoria a cámara lenta, arropada por musicote de “gran escena” y montaje avasallador! Le funciona a ella, le funciona al espectador.

Pero Buena conducta olvida demasiado pronto la buena letra de sus primero episodios y se diluye en tramas paralelas poco prometedoras: un abogado metido a chapero para pagarse sus vicios, un aspirante a padre que sale de la nada, una agente del FBI tiracañas, una reunión del clan bonaerense que se presume catártica y se queda en tragicómica… paja, demasiada paja para rellenar tiempos muertos, los descansillos que se toma la trama principal y las largas continuadas a una tensión sexual que se resuelve siempre de manera apresurada, contraviniendo la innegable química que desprende el dueto criminal. ¿Y por qué abandonar ese filón de la autoayuda y los “mensajes positivos”, auténtico leitmotiv del piloto –y de la intro de la serie, de hecho-?

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Y aún así… ¿por qué verla, diréis? Pues porque sabemos desde el principio que el rollito del niño redentor es un Macguffin de escaso recorrido. Que aquí hemos venido a verles hacer cosas malas, pero que muy malas. Y que el único camino de este serial –para no caer en el culebrón- pasa por hacer que sus peligrosos y antisociales héroes se dediquen precisamente a eso… a ser muy chungos –quizás hasta chuscos- y a hacer historia ejerciendo de asesinos natos sin cargo de conciencia.

Veremos si en la segunda temporada se decantan por el nihilismo o por la sitcom con pistolas.

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