Kaijû! Cuaderno de campo: el ilimitado bestiario del cine japonés

El género de monstruos irradiados e inopinadamente agigantados –siempre tras el pertinente letargo o la invasión extraterrestre pura y dura- nació en Japón a mediados de los años cincuenta y constituye uno de mis muchos placeres culpables (dícese de un tipo de cine cuyo visionado puede causar rubor al que confiesa y pavor al que es objeto de la confidencia, aunque el goce que reporte al paria de motu proprio sea inenarrable). Pero diríase que cuando la pasión es el principal motor de las filias toca aparcar la razón, el análisis, el intento de sistematización…

Craso error, porque este intrincado inframundo de bestezuelas marcándose zapateados en las principales urbes niponas exige de un buen cicerone. Hasta ahora yo había contado con un librito muy resultón de Ángel Sala (Godzilla y compañía), ideal para que el coleccionista de filmes casposo-cartilaginosos pudiese seguirles la pista, nombrarlos –el baile de títulos para una misma película creaba serias dificultades de identificación: más de una vez me he encontrado discutiendo con alguien sobre dos películas que creíamos distintas y… ¡eran la misma!- y aprender a valorarlos por lo que realmente son: divertimentos descacharrantes, sí, pero también demostraciones sin parangón de pericia técnica, artesanía del cariño, dedicación y mucha, mucha fantasía.

kaiju_bajaIlustración: Joan ignasi Guardiet

Esta guía de campo que ahora nos llega presume de acercamiento científico, pero no aparca por ello el sentido del humor –única forma de abordar algunas de las tramas rocambolescas que sustentan estos filmes-. Es como si Charles Darwin hubiese aprovechado las paradas técnicas del Beagle para levantar también acta de estos colosales animalotes: tenemos en nuestras manos el álbum de un naturalista obsesionado por caracterizar al bicho (envergadura, poderes, comportamiento). Así se abren los diez capítulos dedicados a los kaijû paridos por la Toho -¡cómo no!- pero también por la Daiei o la Nikkatsu. Y es que llegó un momento en el que ninguna major del lejano oriente se podía permitir renunciar a tener su propio zoológico supervitaminado.

Pasen y conozcan pues al inefable Godzilla, pero también a Gamera (la tortuga autopropulsada), Mothra (la polilla que unas veces mariposea y otras no), Ghidorah (el dragón tricéfalo), Daimajin (una especie de samurai fuera de escala), Rodan (el murciélago prehistórico), Gappa (¿el saurio-gallina?), Guilala (lo más parecido a un mojón con patas), Varan (el lagarto tuneado) y Frankenstein (sí, sí, el Frankenstein de la Shelley pero hasta las cejas de anabolizantes).

Cuando Ishiro Honda y su equipo parieron el primer kaijû en 1954 (lo cuál tampoco es del todo correcto… en el libro descubriremos que existieron películas de monstruos previas –no conservadas- a rebufo del King Kong de la RKO), poco podían imaginar que iban a poner la primera piedra de un genuino género cinematográfico. No era exactamente ciencia ficción, aunque hubiese bases espaciales en la luna y apareciesen bichos de otros planetas. Tampoco era cine fantástico sin más. ¿Terror? ¿Catastrofista? No, qué va. Aquello era mucho más, un espectáculo total llamado a marcar el imaginario de matinal y regaliz de miles de infantes desprevenidos. ¿Cómo substraerse al encanto de aquellos tipos enfundados en disfraces con serias limitaciones en sus articulaciones (algunos convertían a un click de Famobil en John Travolta) danzando a cámara lenta entre petardos y sospechosas neblinas?

Kaijû!. Cuaderno de campo os permitirá conocer cuántas películas protagonizó cada monstruo y en cuales actuó únicamente en calidad de artista invitado. En qué año tuvo lugar su primer aplastamiento, de dónde venía (orígenes mitológicos, prehistóricos, resultado de mutación), su hábitat y hasta qué comían los animalitos. En este sentido quizás el background más alucinante sea el de Frankenstein: “al fina de la II Guerra Mundial, el Dr. Victor Frankenstein (secuestrado por los nazis en un viaje en el tiempo) se esfuerza en encontrar la manera de revivir al monstruo que tanta fama le ha dado. Justo antes de que las Fuerzas Aliadas tomen Alemania, coge el corazón vivo de la criatura y se lo entrega a unos nazis. El recipiente con el órgano termina en Hiroshima unos días antes de que la bomba atómica estalle sobre la ciudad”. Lo cuál convierte un capítulo del Doctor Who en una muestra de naturalismo a lo Émile Zola.

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Encontramos artículos dedicados en exclusiva a los compositores de sus bandas sonoras (con un aire a marcha militar ideal para el momento en el que las Fuerzas de Autodefensa se enfrentaban infructuosamente al monstruo de marras, el mismo que acabará cooperando en la salvación de Tokio y alrededores) y a Eiji Tsuburaya, un genio de los efectos especiales que estaba detrás de los filmes más memorables de la franquicia principal y satélites (por cierto, su participación previa en algunos filmes de propaganda le había valido la consideración de criminal de guerra tras la derrota de su país).

Para los más entregados (para los frikis más rabiosos, quería decir) también hay capítulos enteros dedicados a la influencia del kaijû en el manga y el cómic norteamericano (más bien discreta) y a la catarata de objetos de merchandising a la que dieron pie (¿sabíais que hasta hubo andadores para niños con la forma de Gamera? ¿Qué daños irreparables debió de provocar aquél horrísono compañero de pasillo en la psique de toda una generación de japoneses?)

Entre los capítulos más descacharrantes, el dedicado a Los otros Kaiju del cine asiático: un viaje por Taiwan, Hong Kong, Corea o la India, para descubrir que cada país supo adaptar el peligro mastodóntico a su, llamémosle… idiosincrasia. Los taiwaneses desarrollaron una obsesión por serpientes gigantes y dragones. En Hong Kong se llevaba más lo artesanal, por no decir directamente lo rústico. En la India no podían substraerse a sus obsesiones históricas: Gogola (Balwant Dave, 1966) fue un Godzilla musical (ignoramos si la cosa acababa en boda).

Mención aparte merece el Pulgasari de Corea del Norte, el particular homenaje del dictador Kim Jong-il a Godzilla. Su gestación es una historia absolutamente delirante, ideal para una precuela vintage de Bourne –aquí, dando ideas a la Industria-: como ese frenopático por encima del paralelo 38 no disponía de los profesionales adecuados, al régimen le dio por secuestrar a un director extranjero, mujer incluida, para que dejase bien alto el pabellón patrio.

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En definitiva, ahora que están activas a uno y otro lado del océano las dos franquicias del revivido Godzilla (a partir del 20 de enero se podrá comprobar en las carteleras españolas la solvencia para lidiar con crisis globales de los nipones en la rutinaria pero resultona Shin Godzilla), este libro de Eduard Terrades y sus muchachos (con maravillosas ilustraciones de Carles Gañarul ‘Ganya’) os permitirá conocer exactamente de dónde venimos… porque el “hacia donde vamos” lo tenemos todos bien claro (“Tokio laminado. Stop. Reconstrucción en marcha. Stop. No teman por nosotros. Stop. Volveremos a levantarnos. Stop”).

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