‘Isla de perros’, de Wes Anderson. Perfección agotadora

Con Isla de perros, lo último de Wes, me ha pasado una cosa parecida a la primera –y última vez, por cierto- que fui a ver un espectáculo de Cirque du Soleil (lo suyo nunca son “funciones”, sino “espectáculos” o “experiencias”, abundando en la actual tendencia de prestigiar al consumidor). Iba advertido: todo el mundo me había recalcado lo maravilloso que sería todo, lo calculado, lo agotadoramente trabajado que estaba cada número. Y esa fue exactamente la sensación que me llevé: hora y media de perfección asfixiante, pero con una remarcable falta de empatía hacia su (ya de antemano rendido) público.

Isla de perros

La perfección formal y el raudal imaginativo desplegado por el director de Texas también quedan aquí fuera de toda duda. Pero ni sus más acérrimos defensores podrán negar que empieza a responder a una fórmula, a un conjunto de tics fácilmente identificables: retrofuturismo, despliegue enumerativo de objetos, ingenuidad perversa, pesimismo lúcido, cruzada / aventura singular con alguna de sus proverbiales salidas de tono…

La tendencia empezó a manifestarse de su cuarta película en adelante. Wes Anderson ha desarrollado una “marca”, un marchamo que todos –yo el primero- esperamos encontrar, mejorado y ampliado, en todas y cada una de sus nuevas y esperadísimas entregas. Tras la sana imperfección de La vida acuática con Steve Zissou (2004) o Viaje a Darjeeling (2007) –su película menos lograda-, el estilo Anderson eclosiona con Moonrise Kingdom (2012) y El gran hotel Budapest (2014). Un sucederse de inverosímiles que terminan con el héroe enfrentado a sus propias miserias, pero también a su(s) objeto(s) de deseo. En su cine nunca hay finales felices propiamente dichos; más bien diríamos que apuesta por postergar la infelicidad.

Desde Los Tenebaums: una familia de genios (2001) se acentúa la tendencia abigarrada y barroca, entregando filmes sobrecargados de elementos poco significativos (lo cuál no le resta capacidad de fascinación al conjunto). Películas pobladas (¿secuestradas?) por decenas de personajes estrafalarios y episódicos; con un sucederse de cameos de minutos de grandes actores / amigos encantados de ampliar currículum (es Wes Anderson: ¿quién podría decirle que no?)

No se me malinterprete: Isla de perros lo tiene todo para gustar. Pero… ¿quizás quiera gustar demasiado? Un homenaje a Japón (desde el ukiyo-e a los bento, desde el sumo a los tambores taiko, desde el cine de Kitano al de Kurosawa) una distopía con catástrofe medioambiental inminente, políticos corruptos, niños de gran corazón y… y perrotes esclavizados. El quién es quién del Hollywood actual ha prestado su voz (imprescindible la versión original para disfrutar con Bryan Cranston, Edward Norton, Bill Murray, Jeff Goldblum, Greta Gerwig, Frances McDormand, Scarlett Johansson, Harvey Keitel… madre mía, ¡hasta Yoko Ono!) y la odisea no por conocida resulta menos encantadora. ¿Logrará el Ulises de turno recobrar su amor (un cuadrúpedo con caninos explosivos) y retornar a Ítaca? ¿Superará, como siempre, el número de colaboradores y torpes bienintencionados al de antagonistas cruentos?

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Ya sabéis que sí, que este es otro cuento de Anderson. Sólo os pido que el disfrute no os reste capacidad crítica: en Isla de perros se intuye ya un estancamiento, un regusto a fin de etapa. Y a nuestros directores favoritos siempre les pedimos el triple mortal, no porque necesiten reinventarse, sino porque sabemos que son capaces de mucho más que acabar siendo maestros de marionetas superdotados para los cócteles y las apropiaciones culturales.

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