Cuatro historias del controvertido (solo para la modernidad más mojigata) Roald Dahl han sido las elegidas por el director Wes Anderson para nutrir de contenido arty a la plataforma de plataformas, Netflix. Un cuentista multiadaptado (Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante), un privilegiado que no renunció a la aventura, un eremita por decisión propia.
Anderson no pasa por su mejor momento como creador. Ni sus más acérrimos defensores pueden negar que sus dos últimas realizaciones para la gran pantalla (The French Dispatch (2021) y Asteroid City (2023)) eran ejercicios manieristas dentro de un corpus decididamente barroco. La primera aún contaba con algún episodio sobresaliente, pero la impresión que dejaban ambas en el espectador era la de agotamiento y hartura, una pesadez causada tanto por la sobresaturación como por la autorrefencia sin atisbo alguno de rubor.
Él es así, sí, y después de 25 años nadie espera verlo cambiar. Estilo retro, actores-confidentes, héroes menudos, paradojas sin moralejas, surrealismo y cruce bastardo entre postalita de Norman Rockwell y cuadro de pop art. Siempre pienso en los protagonistas de sus últimas películas como tipos salidos de una película de Frank Capra secuestrados por el diseñador artístico del Fellini más decadente.
Este ensimismamiento en el cómo se cuenta no es que acabe yendo en detrimento de lo que se cuenta… es que acaba delatando su carácter meramente ornamental. Así que quizás no fuese mala idea dignificar las “excusas argumentales” escogiendo cuatro textos de sobrada solvencia escritos por el indómito galés.
Y aquí viene lo extraño. Anderson, tan convencido de su imaginería, supedita los cuatro cortometrajes al texto. Hasta el punto de convertirse en clases declamatorias, con algún penoso plano secuencia (penoso para el actor, que debe de memorizar el referente escrito). Ideales para practicar vuestro inglés, pero con los inevitables fotogramas-inventario, colores pastel de tienda de chucherías y actores rompiendo la cuarta pared e interrogando al espectador sobre la naturaleza de sus propias intenciones.
Deberíamos de comenzar este periplo por el universo Dahl con La maravillosa historia de Henry Sugar, que cuenta con el prólogo más substancial a cargo del propio escritor, interpretado para la ocasión por Ralph Fiennes. Una cabaña donde parió sus relatos más conocidos, un espacio más privativo que privado en el que dar rienda suelta a su imaginación, rodeado de objetos dispuestos de manera obsesiva (ni que decir tiene lo identificado que se sentirá Wes Anderson con este su Roald Dahl).
En la lejana India (la sola presencia de Ben Kingsley justifica su visionado) sabremos de los extraños poderes de una atracción de feria muy peculiar: un hombre que dice poder ver sin el concurso de sus ojos. Un médico local que sigue el caso deja constancia escrita del mismo en una libreta de campo que termina apareciendo en la poco frecuentada biblioteca de Henry Sugar, millonario sin propósito vital a la vista.
Rápidamente le encuentra su implementación práctica: conocer por anticipado las cartas que manejan los croupiers en los casinos que frecuenta con desigual fortuna. Se aplicará a un aprendizaje que le llevará años, dándole a su interesada misión un inesperado giro humanitario.
El cisne vendría a ser una paletada de pueblo sublimada, con dos patanes dispuestos a divertirse a costa del indefenso Peter Watson, naturalista aficionado y víctima propiciatoria. Travellings frontales de ida y vuelta y un obsesivo trabajo de puesta en escena marca de la casa.
El veneno recuerda muchísimo a un capítulo de la serie La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965), donde un hombre también estaba convencido de tener una serpiente bajo las sábanas. Un yaciente Benedict Cumberbatch suda la gota gorda, mientras la cámara de Anderson juguetea entre las estancias de la casa, encaramándose al techo y transitando entre espacios que pregonan a los cuatro vientos su condición ficticia.
El desratizador es la entrega más divertida de las cuatro. Se agradece la limitación en lo que a escenarios se refiere -una gasolinera, el desagüe de una alcantarilla, un almiar-, un excelente trío protagonista (magistral Ralph Fiennes, mitad ser humano, mitad roedor) y un clímax canalla y sanguinolento.
Los cuatro cortometrajes arrancan con la ‘N’ de Netflix silenciada, sin ese efecto de sonido que acompaña a su aparición en cualquier producción de la casa. Es toda una declaración de principios: Wes Anderson no quiere ver importunadas sus entradillas de cine primigenio y recalca que sólo él puede permitirse establecer ciertas condiciones.
Por lo que se refieren a su trabajo: igual de juguetón que siempre, respaldado por su ejército de intérpretes más o menos habituales. Disfrutables (sobre todo el muy scottfitzgeraldiano La maravillosa historia de Henry Sugar y el cafre El desratizador) pero qué queréis que os diga… sí, mejor los libros. Sobre todo cuando un director de cine visualmente poderoso se confiesa incapaz de cambiar una coma, incapaz de convertir la palabra en materia fílmica no redundante.