Pete Doherty: Stranger in My Own Skin (Katia de Vidas, 2023)
El soliloquio del mono
Ahora que ya se conocen las películas premiadas de la presente edición del In-Edit 2023, quien esto escribe se jacta de haber elegido como primer visionado a la flamante ganadora internacional: Pete Doherty: Stranger in My Own Skin, de Katia de Vidas, documental que gira entorno a ese portento compositivo que vino para la última salvación del Rock And Roll a costa de abandonarse a sí mismo y cuyo talento se vertió, de la noche (sobre todo de noche) a la mañana por las cloacas de un Londres que por aquel entonces despertaba al nuevo siglo.
Y es que si Pete Doherty no hubiera existido nos lo hubiéramos tenido que inventar. Porque sí. Porque mal que les pese a algun@s él es la última estrella del Rock And Roll, la única viva surgida del Siglo XXI y, por ende, la que nos quedará a los millenials cuando Jagger y sus coetáneos empiecen a desfilar hacia el Hotel Silencio. No, no cuenten a Springsteen, él es un héroe de la clase obrera… (nótese la ironía).
Respetemos a Doherty por lo anterior y porque, a pesar de que no deje de ser el enésimo producto de marqueting de la factoría musical del Reino Unido (¿acaso no lo fueron los Sex Pistols?, y ya ha llovido…), -desde hace una década en sequía crónica y sobreviviendo de la resurrección de viejas glorias-, no pocas tardes de gloria nos ha dejado para la posteridad el bueno de Peter. ¿Recuerdan aquellas entrevistas con The Libertines en las que Pete parecía tener la cabeza en la cuarta luna de Neptuno transitando por Ibiza? ¿Recuerdan aquel mítico reportaje del piso en el que vivía con Kate Moss, en el que las paredes albergaban pinturas realizadas por el propio Doherty hechas con su sangre y heces? ¿Recuerdan cuando de improviso no se presentaba a conciertos y actuaciones con The Libertines y Carl Barat tenía que correr para buscarle un sustituto?
Pues ya (casi) no lo hace. Las drogas duras, parece ser, empiezan a formar parte de su pasado. Pero ni que decir tiene que, detrás de todo eso, detrás de los excesos que le llevaron a vivir como un indigente a pesar de tener uno de los mejores contratos discográficos del Reino Unido… hay el previsible trauma del niño que un día fue, desatendido desde muy pequeño y que en la pre-adolescencia se lanzó a vagabundear por las calles londinenses en busca de algo que le compensara la desatención de sus progenitores. Sí, su padre un militar al que destinaban a lo largo y ancho del globo terráqueo y que obligaba a la familia Doherty a cambiar de residencia frecuentemente. La madre, ama de casa de fuertes convicciones religiosas a la que le gustaba la disciplina más aún que a su marido. Así crecieron Pete y su hermana, en un hogar que era más un cuartel y a toque de diana para absolutamente todo.
Y al pequeño Pete todo aquello se le hacía insostenible, así que a medida que crecía, su vida “oficial” -su inmaculado expediente académico que incluye un Cum Laude en Filología Inglesa (sus letras de canciones, especialmente con The Libertines, son pura literatura)- iba quedando eclipsada por su vida clandestina: la de callejear, la de drogarse, la de hacer música. La de juntarse acertadamente (casi podríamos decir que milagrosamente) con Carl Barat, una especie de alma gemela de arrabal en versión ángel de la guarda, y fundar así The Libertines. El talento, la fortuna, la fama… y todo lo demás. A partir de ahí es cuando lo conocemos el resto de human@s: l@s consumidores adictivos de novedades musicales, l@s asiduos a los rock-clubs de Londres, l@s enterados, la prensa amarilla británica y el gran público. Kate Moss. Separación de The Libertines. The Babyshambles (grupo formado directamente por músicos drogadictos, algo así como The Heartbreakers en versión indie y en los dosmiles). Más adicciones. Paranoia. Soledad. Insolvencia económica. Vagabundeo. Refundación de The Libertines. The Puta Madre’s. Promesa de redención. Desintoxicación.
Katia de Vidas, directora del documental, propone un viaje al centro de Pete Doherty, conocer lo que piensa, siente, padece, sin prácticamente una sola concesión a la autocomplacencia o el relativismo. Transparente, honesto, sin complejos, pero con el humor necesario para no prejuzgar negativamente a quien visitó la cárcel por temas de drogas y escándalos varios e hizo de la total desconexión con la realidad su estado de consciencia habitual. El documental tiene un inicio un tanto fallido, por confuso, en el que se nos presenta el leit motiv que además le da título: lo de Stranger in my Own Skin se traduce, en imágenes, en un molde de látex que le están realizando a Pete Doherty de su cuerpo. En un pasaje del documental, Pete dice no reconocer a la figura resultante del molde, que luego será expuesto en una sala de arte junto a otras obras pictóricas suyas. Dichas obras se subastarán junto a otros enseres para así obtener fondos para pagarse su rehabilitación, tras jurar y perjurar que ha dejado de consumir drogas de una vez por todas.
El trampantojo narrativo que mediante esta metáfora nos permite unir ese momento inicial con la última parte del documental, en la que se retoman los soliloquios de un Pete Doherty atacado de los nervios frente a su inminente proceso de rehabilitación y cómo el músico se revela disociado, por momentos, de su realidad física y sensorial, deja un espacio en el que se transita de forma fugaz por los años previos al Doherty músico. Si bien no a los niveles que se le conocen a raíz de su popularidad, es notable la vocación escapista que muestra a lo largo del documental, probablemente poco consciente de su carácter extremadamente extravagante y narcisista.
Aunque el trabajo de investigación de la realizadora no es exhaustivo, sí nos descubre una parte nada conocida del pasado del músico y se nos revelan los hechos suficientes que nos permiten saber el porqué de todo lo que vino después. Lo que conocemos, su obra como músico en las dos bandas –con carácter de permanencia– a las que ha pertenecido hasta la fecha es, a la vez, la luz y la sombra (de ahí ese blanco y negro tan expresionista en el inicio de la película), sin matiz alguno, de su desnortada existencia. La realizadora se acerca a su vida aportando sutiles detalles que matizan ese claroscuro tan acusado y que permiten entender mejor el personaje, pero sin caer en la condescendencia o el trazo grueso. En esta disección del personaje ayuda el hecho de que Da Vidas sea la pareja actual del músico, que se hace perceptible en la espontaneidad que desprende Doherty en sus momentos más íntimos. Ciertamente un@ tiene la sensación, en los pasajes rodados expresamente para el documental, de que se han traspasado umbrales difícilmente asumibles si no es por alguien de muy, muy cercano.
No solo eso, sino que, llegados al momento actual, nos muestra a un Doherty todavía no recuperado de su drogadicción, pero empeñado en redimirse: lo que antaño fue desfase y pasotismo se ha convertido ahora en un deseo de perdón: impagable la secuencia del concierto en Francia al que Pete acude en tren y… efectivamente, el tren tiene una avería y queda parado en medio de la nada. Si quieren saber cómo se resuelve la situación, vean el documental.
Como bien se puede deducir, la comicidad y el humor están presentes, así como el factor emocional (otro momento memorable es la celebración de un cumpleaños de Pete Doherty con sus padres en el escenario junto a él, por sorpresa), pero en su justa medida, lo que hace de este documental un producto fácil de digerir a pesar de su núcleo temático. Y es que, una vez superada la fase de reconstrucción, Katia de Vidas se centra en el momento actual y cómo está afrontando Doherty su regreso del lado oscuro de la fama. Su tramo final engola el tono y se vuelve menos ligero, más sobrio, incluso melancólico. Es aquí cuando vuelve a emerger la soledad de Doherty, en su retiro paradisiaco de desintoxicación. Y escuchamos de nuevo sus reflexiones más íntimas, su soliloquio en ocasiones airado, en ocasiones triste, el lamento de quien está sufriendo, pero ahora sí se sabe acompañado en su dolor.