Se llama Quentin Dupieux, sigue presumiendo de cuerdo y este año ha estrenado dos películas en nuestro país (y ya tiene en su haber otro par inéditas por estos lares: Yannick (2023) y Daaaaaali! (2023)). ¿Su secreto? Tener el buen gusto de rodar historias con una duración que rara vez supera los 75 minutos (en tiempos de auténticos secuestros de la audiencia durante tres horas o más; cualquier cosa con tal de convencernos de estar viendo algo “grande”) y proponer una deriva mental alejada de caminos trillados. Una docena de largometrajes espaciados a lo largo de poco más de 15 años y que incluyen la marcianada seminal Rubber: la llanta asesina (2010), reiterados himnos al mal gusto (véase Wrong Cops (2013) y el bailecito en el funeral) u odas a la amistad entre imbéciles sin complejos y siempre, siempre, con un proyecto rentable en mente (Mandíbulas (2020)).
Este verso libre del siempre libérrimo cine francés comenzó como productor en el mundo de la música bajo el pseudónimo de Mr. Oizo, una pasión por la electrónica que se refleja en sus eclécticas bandas sonoras, con predominio de sintetizadores y evocaciones ochenteras. Y fue así como llegó al cine: tratando de poner en imágenes sus delirios con retruécano en una campaña publicitaria para cierta marca de pantalones vaqueros.
Su mondo idiota se enriquece y expande con Increíble pero cierto (2022) y Fumar provoca tos (2022). Un cine en el que puede pasar de todo (literalmente). Motivaciones arcanas, cajas chinas, sucesos inexplicables, explicaciones innecesarias… sumergirse en una película de Dupieux exige dejarse arrastrar por esa vorágine, retrotraerse quizás a una adolescencia en que lo bizarro nos hacía más gracia que el humor elaborado o supuestamente elevado. Aquel emporio que era patrimonio exclusivo de la tontuna (y a mucha honra).
Lo grotesco sin la sal gorda de los hermanos Farrelly. El surrealismo de un Jerry Lewis pasado por el tamiz de un Jacques Tati postmoderno. Hay imaginería propia, gadgets, muñecotes, engendros analógicos. Pero sobre todo hay un acercamiento inédito a lo cómico: la sorpresa inicial es el pistoletazo de salida, pero lo que le sigue a veces parece el resultado de un genuino ejercicio de improvisación. El resultado es fresco, sofisticado sin recurrir a aspavientos autorales y todo eso, recalco, sin dejar de ser rabiosamente personal. Dupieux es de los que se ríen de sus propios chistes sin esperar contagiarle a nadie su hilaridad.
Tomemos como ejemplo Increíble pero cierto. Un agente inmobiliario le endosa a una pareja talludita una casa con una particularidad fascinante: el acceso a una cavidad subterránea lanza la vida 12 horas hacia adelante… al tiempo que rejuvenece los cuerpos tres jornadas. Una paradoja que los protagonistas acogen con curiosidad, pero sin denotar gran sorpresa… ¡qué demonios, estas cosas pasan!
Lo que el espectador no tiene manera de prever es que ella siempre había querido ser una supermodelo de éxito y que está dispuesta a adentrarse las veces que haga falta en esas catacumbas capaces de retrotraerla a edades pretéritas. En paralelo, la historia de un jefe que se ha implantado un pene electrónico que falla más que una escopeta de feria. La una y el otro, dos Peterpanes grotescos incapaces de sobrellevar el paso del tiempo (¿quién dijo que Dupieux no podía ser profundo?).
Un resumen argumental de Fumar provoca tos hace explotar igualmente la cabeza. Un grupo de superhéroes con ultra poderes tabaquiles (cada uno de los cinco integrantes aportan alguno de los venenos comercializados por la industria tabaquera: nicotina, amoniaco, benzeno, metanol y mercurio) se dedican a salvar la Tierra de amenazas zoomorfas. Que si tortugas mutadas, que si lagartos humanoides… lo típico.
Pero el grupo últimamente no se halla lo suficientemente cohesionado. Así que toca irse de ejercicios espirituales junto al lago, disfrutar de la nevera-supermercado y prepararse física y mentalmente para la madre de todas las batallas por la supervivencia terrícola.
Y cuando uno ha aceptado estas reglas del juego, Dupieux vuelve a cortocircuitar la narración, salpicándola de ejercicios de divagación y fuga. En torno al fuego o cocinando una barracuda -cual personajes de un Decamerón moderno en un contaminadísimo futuro distópico- se acumularán las historias de terror, que incluyen una escafandra “para pensar” (quizás demasiado), un pez con su hábitat enturbiado o un accidente muy gore en el agro francés.
Viendo una película de Quentin Dupieux siempre llega un momento en el que te preguntas cuál era la trama principal, cómo demonios te ha llevado hasta ahí. Si en realidad había algún protagonista. Si el director es un conversador nato -de esos que saltan de un tema a otro, pero con una extraña cohesión en todo su discurso- o sencillamente vive en un continuo estado alterado.
Entre lo psicotrópico y lo infantil, entre lo demencial y lo sublime. Quien aspire a entender la mente de Dupieux llega tarde (al igual que sus últimos 12 terapeutas, supongo). El suyo no es solo un cine juguetón: es el despliegue más imaginativo entre los directores activos del continente europeo, con una capacidad infinita para sorprender al más avezado y descreído de los espectadores. Y en el que lo mismo te puedes encontrar un guiño a Luis Buñuel que una fallida tentativa de salto temporal, gentileza de un robot oligofrénico colapsado.
¿Lo mejor de todo? Que da la sensación de no haber alcanzado su cénit, de perfeccionar su maquinaria dadá película tras película.