Dolan. No, no es el Nolan de Mementos, Orígenes y Batmans reloaded. D-o-l-a-n. Director de cine quebecqués, deslenguado, apasionado, insultantemente joven… y talentoso. Porque todo lo demás se le podría perdonar, pero el que además tenga genio…
Tres películas en cuatro años (2009-2012). Premiado a uno y otro lado del océano, comenzando por su ópera prima –cuyo guión escribió con 16 tacos-, I killed my mother. Dolan hubiese podido pasar por una apuesta francófona y “controlada”, de esas que tanto le gusta hacer al festival de Cannes, forjador de ídolos de temporada con marchamos transgresores. Pero no fue casualidad ni oportunismo chovinista: su innegable oficio hallaría refrendo dos años después con Los amores imaginarios (Heartbeats, en su carrera internacional), para acabar eclosionando con Lawrence Anyways, de inminente estreno en España y una de las tres películas que usted, querido lector, debería de pagar por ver en este año 2013.
I killed my mother entroncaba con toda una tradición dentro del cine indie: la de las películas-exorcismo sobre la adolescencia. En la línea de la Tarnation (2003) de Jonathan Caouette u otros clásicos más alejados en el tiempo (A propósito de Niza (Jean Vigo, 1930) o Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)), Dolan construye una mitología alrededor de la relación amor-odio por antonomasia: la de madre e hijo.
Querer y no terminar de poder, chocar constantemente con alguien que tiene la farragosa e ingrata labor de poner límites, de recordar un código caduco que a uno (a punto de alcanzar la mayoría de edad “legal”) quizás le suene ya a arameo. Dolan interpretaba a un joven moderadamente rebelde, en continuo conflicto con la autoridad materna. Y lo hacía sin autocomplacencias: lamentando su crueldad a posteriori, pero ejerciéndola de manera implacable sobre quién no tiene tampoco muy claro qué es eso de orientar a quién presume de tenerlo todo tan claro.
Hay una escena maravillosa en I killed my mother mediante la cuál el autor logra definir a la perfección a ese personaje antipático pero imprescindible en cualquier educación sentimental (el de la propia madre). En uno de sus habituales encontronazos y tras decirse y llamarse de todo, Dolan inquiere a su progenitora si en verdad le importa, preguntándose qué haría si él muriese. La madre, en un aparte y susurrando, sin que el hijo siquiera la pueda oír, afirma: “me moriría al día siguiente”.
Si hay una temática en el cine de Dolan, esa es la del amor. Incondicional, fatal, arrebatado. En ese trance, en ese ramalazo de legítima locura, el canadiense tiene bien claro que no existen reglas ni arrepentimientos posibles. Y si no, consúltese su segundo filme, Los amores imaginarios.
Un triángulo aparentemente divertido: el conformado por una heterosexual amante del vintage, un gay discreto y algo apocado y el oscuro objeto del deseo de ambos: un adonis despreocupado, un niño bien que jugará con ambos hasta que se harte y busque nuevos entretenimientos. Ninguno de los dos –en apariencia, amigos- le confesará al otro sus intenciones (seducir a esa beldad apolínea), estableciéndose una insana competición que ralla en demasiadas ocasiones con el patetismo (encuentros aparentemente casuales, regalos caros y fines de semana compartidos en busca del roce y del cariño).
La narración está salpicada cada veinte minutos de testimonios a cámara de individuos de uno y otro sexo que nos cuentan las tonterías que llegaron a hacer por amor. Las mil y una maneras en que uno se pone en ridículo (ante los demás y ante uno mismo) cuando trata de cultivar un afecto no correspondido. ¿Doloroso? Sí. ¿Necesario? Qué demonios, ¡también!
Nolan contaba con 23 años y ya había ajustado cuentas con su progenitora y con sus conquistas imposibles. ¿Qué sería lo siguiente?
Pues lo siguiente fue volver al Quebec de las nevadas y las islas recónditas para derretirnos con una historia de amor de las que aspiran a permanecer en la memoria del más impertérrito de los cinéfilos. Laurence Anyways está contada con desmesura, como tiene que ser, y arropada por una banda sonora que a buen seguro le pone los dientes largos al mismísimo Nicholas Winding Refn. Dos horas y tres cuartos para contarnos que Laurence y Fred se quieren y que así seguirá siendo pase lo que pase. Y mira que pasan cosas…
Porque un buen día este profesor y escritor de brillante carrera en ciernes se harta de las mentiras. No tanto de las que cuenta como de aquella en la que vive: su propio cuerpo. Está dispuesto a traspasar la barrera entre la “normalidad” (esa zona de confort en la que discurre su vida) y la inminente y presumible marginalidad (el rincón en el que solemos encajonar a quienes hacen obscenos alardes de libre albedrío. “¡Habrase visto!”).
Laurence (un contenido Melvil Poopaud que sabe dotar a su personaje de una dignidad infinita a base de miradas desviadas, tímidas sonrisas y algún que otro guiño de complicidad) no reconoce su sexo biológico en su actual género que, por esas cosas de la vida, ha resultado ser el masculino. Su pareja (una extraordinaria, repito, extraordinaria Suzanne Clément) trata de asimilar la noticia como buenamente puede, entrando también en crisis su propia identidad sexual. ¡Menudo lío!
Más de una década de relación llena de encuentros y huidas, de pendular entre lo que se espera de una (¿una familia en una casa de ladrillos blancos?) y lo que uno realmente quiere (¿ser capaz de pasear por la calle sin que todo el mundo te mire?). Dolan no está por las verdades absolutas: el camino no es sencillo y el martirio es una discutible elección de santos. Ni media cucharada de azúcar o falsa condescendencia. A ella le siguen gustando los hombres y no puede ser lo que él quiere que sea. Y él quizás esté abusando de lo que tan bien sabe: que Fred está locamente enamorada y haría cualquier cosa por permanecer a su lado.
Momentos memorables por doquier: su primer día en el instituto con ropas de mujer, la escena del desayuno con la camarera impertinente, la llegada a la Isla del Negro, el epílogo luminoso en el que conoceremos el comienzo de todo… Laurence Anyways podría haberse quedado en el clásico elogio a la diferencia, ese cine que trata de convencernos de que ‘to er mundo e güeno’. ¿Y qué acaba siendo? Un Rompiendo las olas sin repicar de campanas, una La ley del deseo sin chascarrillos.
¿Esteticista de la ful? No. Coleccionista de instantes hermosos, radiante dj que domina a la perfección el ralenti operístico. El cine de este canadiense puede ser sofisticado en la forma, pero infinitamente cercano al espectador en el fondo. No en vano sus asuntos son universales (las querencias y sus múltiples jodiendas), abordados -eso sí- con un lenguaje moderno y petardo. Pop, Byron, kitsch y hasta desfiles de Prada.
Dolan ya está preparado para dar el salto con el que será su primer filme rodado en inglés: The Death and Life of John F. Donovan. La gran industria lo acabará tentando, pero no le faltarán buenos consejeros (Gus Van Sant fue productor ejecutivo de Lawrence Anyways) para hacer de ese aterrizaje otra experiencia rabiosamente personal. Recuérdese que la preparación y rodaje de este melodrama desaforado y a contracorriente le llevó cuatro años, logrando un control absoluto del producto final, incluyendo guión, estilismo, vestuario… ¡hasta el color que tenían que tener los muros de las paredes en determinadas escenas!
¿Demasiado insolente para Hollywood?