El primero de mayo va camino de convertirse en la capital catalana en sinónimo de cinefilia lumbálgica. Y todo porque el D’A aprovecha el día de los trabajadores para marcarse una peli de unas cuatro horas, un caramelo que desafía tanto nuestra curiosidad como nuestra condición física (a partir de los 40, advertidos estáis, sencillamente lamentable).
¿Pero cómo negarse a poder decir que uno estuvo ahí? Además volviendo a ser Lav Diaz el maestro de ceremonias; el responsable de Evolution of a Filipino Family (2004), Melancholia (2008) y Norte, the End of History (2013). Sí, ese filipino que filma películas a ritmo de ensayo literario y a quién Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963) o Ben-Hur (William Wyler, 1958) deben de parecerle meros cortometrajes comerciales.
La cinta, compuesta prácticamente toda ella a base de largas tomas en plano fijo, se abre con la escena, casi milletiana, de unas mujeres trabajando la tierra. Podría resultar realmente idílica de no ser por unos hombres fuertemente armados que las vigilan a corta distancia. Mientras tiran de azada, se escucha por la radio una noticia que, de inmediato, se convertirá para el espectador en un desenlace posible, casi previsible: la ola de secuestros que asola el país en el tiempo de la acción (20 años atrás, allá por 1997).
La comunidad presume de buen ambiente: las presas –pues eso es lo que son- se cuentan historias y una de ellas, antigua profesora, incluso trata de instruir a la hija de una de las reclusas. La camaradería, incluso cierto grado de misericordia (¡proveniente de una autoridad tan inopinada como la mismísima alcaide al cargo del tinglado!) contrastará fuertemente con lo que nuestra rea letrada encontrará en el exterior, en ese mundo real del que lleva 30 años apartada.
Porque Horacia Somorrostro (interpretada por Charo Santos-Concio, influyente ejecutiva y responsable de contenidos de la división asiática de ABS-CBN, presentadora y fantástica actriz) es injustamente condenada por un crimen que cometió una compañera de presidio… y exonerada cuando ya nada importa. El resto de su vida, conforme al canon establecido por el cine norteamericano, debería de tener una única finalidad: ejecutar su venganza.
Y en ello está. Se deshace de sus escasos bienes materiales, se reconcilia con su hija –su otro retoño lleva años en paradero desconocido- y parte en pos del causante de su desdicha: un cacique local venido a más que responde al nombre de Rodrigo Trinidad.
La primera hora del filme nos cuenta ese tránsito, ese abandono de la crisálida que incluye un nuevo asentamiento y muchas, muchísimas lágrimas. La viuda vestida de blanco –el trópico no es lugar para duelos- trata de mantener en secreto su liberación, mientras maquina cómo hacerle daño de verdad al prohombre frecuentador de iglesias, punto de encuentro de “demonios” conforme al juicio de una mendiga aficionada a robar cirios con la que traba conocimiento.
The woman who left. La mujer que partió, que se fue, pero también la mujer dejada de lado. Un pesar que puebla tanto sus días como sus noches, aunque las ganas de devolver el mal que le han inflingido se vayan diluyendo a medida que va integrándose en la variopinta comunidad local. Metida a socia capitalista de un humilde negocio de restauración, compañera de andanzas nocturnas de un vendedor de comida ambulante (los balots, esos huevos de pato con embrión incluido que son considerados una exquisitez en gran parte del sudeste asiático) y reencarnación de la inminentemente fallecida (fue por aquellas fechas cuando pasó a mejor vida) madre Teresa de Calcuta. Una buena samaritana dispuesta a sanar las heridas de quien quiera que llame a su puerta, con botella o no mediante.
Que la vida sigue, dice Lav, y para tratar de gozarla plenamente quizás ella deba de abandonar sus aspiraciones de desquite. ¿Será capaz?
The Woman Who Left es un Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003) a la inversa: la heroína mórbida y pendenciera abandonará su cruzada nihilista por un pasatiempo mucho más constructivo: seguir contando cuentos ante una audiencia entregada. Como es habitual, a Lav Diaz le da tiempo para todo: momentazo karaoke, humor miserabilista, filosofía peripatética, crítica social y confesiones cínicas a curas rancios. Contado con ese ritmo que podríamos calificar como de ‘tiempo real pictórico’; fabulosos encuadres en los que no solo acontece la acción: también se invita al espectador a perderse en los objetos, las habitaciones, los puentes apenas iluminados, las angustias silentes, las penas susurradas.
La conclusión a esta fábula (o a esta vida reloaded, a esta oportunidad otoñal que se le presenta a la protagonista) sólo podría ser una: olvidar a los muertos y partir en pos de los vivos. Los últimos diez minutos de The Woman Who Left nos devuelven a las calles de Manila, a esa metrópoli desbordada donde Horacia tratará de dar con ese hijo al que le une una condición fantasmal: los dos son muertos en vida, entrevistos pero no reconocidos, espectros de los que sólo hablarán las futuras canciones populares. Las mismas que contarán el aciago destino de cierto Dios que sólo bajaba a pie de barraca para satisfacer sus antojos culinarios.
Los milagros en el cine de Lav Diaz sólo ocurren una vez. El plano final, desalentador, nos mostrará que una obsesión sólo sirve para substituir a otra. Y que el reencuentro familiar no sería un colofón honesto: dando vueltas en espiral, retraída, ida ya, Horacia cierra el círculo imperfecto de su ensayo de existencia.
Un huevo más que se quedó por vender en el cesto del cruel vocero divino.
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