En 1956, Alfred Hitchcock filmó Falso Culpable. En ella Henry Fonda sufría, por lo menos a los ojos del público de la época, un genuino calvario a resultas de una incriminación equivocada. La angustia crecía al verlo encerrado en una celda, solo, interrumpida de manera inopinada su pacífica existencia de Juan Nadie.
En 2016, HBO volvió a plantear una situación similar pero haciéndole ganar en matices –ocho horas y media mediante- y –cómo no: los tiempos son ahora los que son- en ambigüedad. Hasta el punto que la odisea del bueno de Henry Fonda queda convertida en un mal trago soportable en comparación con lo que significa estar entre rejas y a la espera de juicio para el protagonista de esta The night of.
Un joven musulmán (Nasir ‘Naz’ Khan) se cruza con una desconocida camino de una fiesta a la que decide ir solo, tras darle plantón su compañero de parranda. Ella se ha subido mecánicamente en el taxi conducido por Naz, que a su vez se lo ha cogido “prestado” a su padre. Y ya sabemos desde los tiempos del insomne Travis Bickle que este resulta el vehículo ideal para vagar sin rumbo por una ciudad lumetinana, por ese Nueva York en el que los malos encuentros parecer aguardar en cada esquina.
La noche, esa noche de autos que da título al serial, concluye en casa de la enigmática pasajera, ubicada en un exclusivo barrio de la ciudad. ¿Qué hace esta veinteañera sin oficio ni beneficio viviendo a sus anchas en un inmueble valorado en millones de dólares? ¿Es posible seguirle el ritmo en lo que a consumo de drogas se refiere? ¿De dónde procede tanta amargura, tanta afición a los juegos peligrosos, tanta pulsión autodestructiva?
Naz se despierta de madrugada todavía abotagado y confundido, sin conocer la respuesta a ninguna de las preguntas anteriores. Sólo le queda subir al dormitorio y despedirse de su misteriosa anfitriona. Pero no va a poder ser: yace en la cama muerta, con más puñaladas que años de edad tenía.
Al principio al espectador le caben pocas dudas, como a la familia pakistaní del único inculpado: el chaval es inocente. Buen chico, universitario, asmático, ¡demonios!, ¡salta a la vista! Aunque no recuerde nada de lo sucedido está claro que alguien debió de jugársela.
Pero el caso es que las pruebas circunstanciales no ayudan. De hecho, se acumulan abrumadoramente en su contra: un cuchillo ensangrentado que trataba de substraer del escenario del crimen, un rastro impepinable de ADN, resistencia a la autoridad… a lo que deberemos de sumar lo evidente, lo que nadie expresa con palabras: que su origen, que su religión –esa que tan poco significa ya para el habitante de segunda generación de cualquier megalópolis- lo convierten en el presunto culpable más evidente, más “cómodo”. Miembro de esa clase media-baja que heredó el sueño americano de sus padres, practicantes de un credo distinto al del país de adopción.
El protagonista de la función, a partir de este momento, pasa a ser el propio sistema judicial. La fiscal que se debe encargar de presentar un caso preclaro, cristalino. Pero cuya labor –como ya sospechamos- no es otra que “fabricar” a un asesino a medida, convincente. Moldear la verdad para que se adapte a la forma de las pruebas.
O el inspector veterano (Dennis Box), policía íntegro pero maquinal que hará lo justo y necesario para complacer a la fiscal, transformando las meras suposiciones en evidencias incuestionables. Con el piloto automático puesto, moviéndose como pez en el agua en este océano de pardillos que todavía ignoran la que se les viene encima (el peso de la ley, ¡ahí es nada! De una ley teledirigida que se muestra sorprendentemente eficiente cuando la víctima es una WASP (blanca, anglosajona, a quién le importa si protestante). Y que alimenta las ideas preconcebidas y los prejuicios de una opinión pública encantada de asistir a otro juicio con detalles escabrosos por doquier).
Y en el banquillo de enfrente, la defensa. Formada para la ocasión por una letrada novata que también se cree con derecho a prosperar, cuando la realidad es que ha sido elegida por su origen exótico –idéntico al del acusado-, como trillado cebo emocional. La responsable de tan zafia maniobra es la primera espada de su bufete, dispuesta a convertir el juicio en un circo mediático que aumente su visibilidad.
Pero The night of será recordada sobretodo por el gañán del abogado de oficio interpretado por un revivido John Turturro (un papel que llevaba el nombre y el apellido de James Gandolfini, muerto apenas un mes después de arrancar la producción allá por mayo de 2013, lo cuál nos da también una idea de lo querido que era este proyecto para el más influyente de los canales de televisión por cable). Un buscavidas que va de pesca por los calabozos de las comisarías, recordándoles a sus desamparados clientes que cobra 250 dólares, que sólo acepta efectivo y que, pase lo que pase, no deben de hablar con nadie. Todo un mantra de la supervivencia.
Tanto él como el inspector Box son dos figuras agotadas, perros viejos sobrados de experiencia pero que olvidaron por el camino –de manera muy conveniente, para qué negarlo- las razones últimas de su oficio: no poner en la picota a ningún inocente, no regodearse en el desvalimiento de los culpables. Su quiebra moral –el uno, a las puertas de una jubilación de golf y batallitas, el otro, necesitado con urgencia de una compañía no solo gatuna- también es la derrota de un modelo que se sustenta en la desigualdad fragrante (o tirando de eufemismo: en la capacidad económica “diversa” de los imputados, la cuál determina empíricamente sus posibilidades de ser declarados inocentes), llegando a utilizarse la legalidad vigente para amparar decisiones abiertamente injustas.
Dan igual las pruebas de última hora, las motivaciones mucho más verosímiles de otros sospechosos habituales que van apareciendo por el camino o el pasado –cada vez menos impoluto- del propio acusado. Todo juicio termina siendo una moneda lanzada al aire en el que la apariencia y las primeras impresiones –sí, el color de la piel del encausado, pero también la afección dérmica del abogado que lo defiende- lo son todo. En el que los lugares comunes –resultado de muchos años de rutina, de muchos programas de televisión explicándonos cómo se usa el luminol o se engaña a un detector de mentiras- llevan a jueces, abogados, fiscales, familiares y opinadores de barra de bar a ceñirse al plan maldito prefijado por la propia y limitadísima experiencia. Oigan lo que oigan, sospechen lo que sospechen.
El resultado, ya lo advierto, será desalentador. Los funcionarios seguirán buscando una redención imposible, mientras el crimen quedará sin castigo y el falso culpable saldrá de la cárcel con los vicios y resentimientos que todo ser humano, en potencia, puede llegar a desarrollar… en las circunstancias adecuadas. Con la (mala) compañía idónea. Una noche cualquiera.