“Los sinsentidos no tienen fin, pero ¿adónde conduce todo? Me atreveré a predecirlo: aunque parece que todo se va al infierno, el Ragnarok está sano y salvo en El Reino. Predigo que, gracias a Dios, todo llegará a su fin (…) Siguiendo las vergonzosas tendencias políticas europeas, yo mismo daré un giro a la derecha mientras aconsejo a cualquier espectador todavía despierto que no haga lo mismo y se prepare para enfrentarse al bien y al mal”. Lars von Trier, comentarios durante los títulos de crédito del episodio 4 (‘Barbarossa’)
Antes de que alberguéis la menor duda sobre el juicio que me merece el danés Lars von Trier (polemista profesional y eterno imbécil amateur), desharé de inmediato vuestras cuitas, prólogo indispensable en este nuevo-viejo mundo de enemigos de la ambigüedad: lo considero el director de cine más ambicioso y original de los últimos 40 años. Que muy fan, vamos.
Como Lars ha estado junto a mí en los mejores y en los peores momentos (en los malos y en los peores: su cine no creo que haya salvado a nadie de ninguna depresión, más bien al contrario), debo de reconocer que le he cogido un cariño absolutamente injustificado. Mi cinefilia creció, se marchitó y volvió a florecer a su vera, siempre con esas dos décadas de ventaja sobre la superficie de la Tierra que me saca. Tras el que me temo que ha sido el último largometraje de su carrera (La casa de Jack (2018)), me quedaban pocas dudas sobre su estado de ánimo; definitivamente estaba ante un hombre roto, amargado, ensimismado en su arte. Y convencido -eso sí que no había variado desde el principio- de su absoluta genialidad.
Así que tras aquel arrebato procaz y ensimismado en la ultraviolencia, con sus parábolas chorras y sus paralelismos entre la psicopatía y la creación… lo último que esperaba es que este hombre de 66 años, con su incipiente Parkinson y su perenne alcoholismo, me volviese a hacer reír.
En El jefe de todo esto (2007) ya había demostrado un conocimiento perverso de las reglas del género cómico. Y hasta Los idiotas (1998) se puede ver como una comedia bufa sobre la insoportable levedad del ser (social). Pero es que había olvidado lo mucho que me reí en su momento con aquella genial incursión televisiva titulada El Reino: dos tandas de cuatro episodios rodados en 1994 y 1997 y en las que el Mal parecía campar a sus anchas en un complejo hospitalario habitado por doctores tan carismáticos como perturbados.
25 años después -¿siguiendo la estela de David Lynch y su magistral retorno a Twin Peaks?-, von Trier nos entrega 5 horas de chistes de suecos, chascarrillos sobre el nazismo, el consentimiento sexual, la posesión de armas, la diversidad cultural y, en general, cualquier cosa que entendamos como políticamente correcta. Se lo que estáis pensando: ¿otro hombre blanco enfadado? No, no. Un viejo que no quiere dejar de ser (¿parecer?) enfant terrible, esperando esta vez que Suecia lo declare persona non grata.
Para perpetrar este regalito de Navidad al vecino del norte (“tan acostumbrado a confundir la izquierda con la derecha” o a “salvarnos en el último momento”, recaditos y retruécanos que a buen seguro resonarán durante décadas por media Escandinavia) se rodea paradójicamente de lo más granado de los actores suecos en activo… más el siempre magnético Udo Kier. Y es que tenemos a la Ida Engvoll de Amor y Anarquía, a la Tuva Novotny de Una familia unida, al Mikael Persbrandt de Sex Education y al Alexander Skarsgard de True Blood, La chica del tambor, Big Little Lies o Succession. Arropando todos ellos a la parte superviviente del casting original (Norby, Pilmark, Mygind, Christensen, Raaberg, Jensen) para otra montaña rusa de sensaciones luciferinas, inframundo visitable en cinta transportadora y herejes disfrazados de profetas.
Como señor de las moscas, como Satán en viaje de negocios, un Willem Dafoe que parece una continuación alucinada de su personaje en Anticristo (2009). El retorno al Reino nos servirá para asistir a reuniones de Suecos Anónimos y al día a día de jefes incompetentes, pero sobre todo para otro despliegue de mala baba y ausencia de esperanza en la Humanidad. Qué le vamos a pedir al escorpión von Trier… está en su naturaleza.
No temáis no recordar muy bien qué ocurrió exactamente en las dos primeras entregas. Von Trier tiene una idea genial para facilitar la transición: llegaremos al Reino después de que la protagonista -Karen Svensson- termine el visionado de aquellos olvidados episodios en DVD y además el metraje estará salpicado de flash-backs que nos refrescarán algunos de los macguffins que sustentaban las endebles tramas principales. El danés revienta a placer la cuarta y la quinta pared: se ríe de la leyenda creada (los turistas que peregrinan hasta el hospital maldito donde se les permite visitar la estancia más secreta (la habitación de von Trier) o de lo irregular que fue la segunda entrega) y vuelve sobre las bufonadas de antaño en lo que se me antoja un eterno retorno liberador.
Una vez que Karen traspasa la puerta del Reino en vísperas de Navidad, el acabado visual retoma los principios de sucia pulcritud de la serie primigenia. El tono sepia, el tamaño de grano… diríase que es un adiós al Dogma pero con efectos especiales, con una banda sonora que hace guiños a Morricone y a Wagner, con todas las perversidades de la vida moderna y el ‘no cine’ que se carcajea del ‘gran cine’. Abandonado el voto de castidad autoimpuesto, solo queda el principio que promovió aquel movimiento: la diversión.
¡Y vaya si se divierte Lars! Congresos sobre el dolor con lemas insultantes, cirujanos que se siguen creyendo dioses pero que además tienen serios problemas a la hora de controlar su ira, suecos bien pensantes (por supuesto), hackers que elevan paulatinamente el nivel de dificultad de los solitarios a los que juegan en sus computadoras los que rigen los destinos del Reino (empeñados, por cierto, en aguar los zumos que sirven a los enfermos para ahorrar costes), camilleros que regentan fumaderos de opio, pacientes que necesitan dormirse para adquirir el don de la clarividencia… el reencuentro con un juguete arrinconado y descoyuntado que se nota que echaba mucho de menos este niño grande con tendencia al victimismo.
Si Lynch realizó la tercera entrega de Twin Peaks invistiéndose de plenos poderes y a manera de vendetta autoral por todo lo que no pudo ser la segunda entrega (precipitada y toscamente comercial), von Trier no tiene nada que demostrarse: en El Reino siempre hizo lo que le dio la real gana. Desde ejecutar bailes convulsos a salmodiar al personal desde el púlpito privilegiado de los títulos de crédito.
Volvemos a tener sus comentarios entre ácidos, nostálgicos e idos. Von Trier reconoce su ego infinito: se oculta detrás de una cortina porque ya se ve achacoso, sin la fuerza y la soberbia de antaño (solo es verdad lo de la fuerza). En su guion cabe de todo: se atreve a parafrasear al replicante de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), a representar danzas macabras en la azotea del hospital al más puro estilo El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957), a burlarse de sus debilidades cinéfilas, de los doppelgangers, de los belenes, de las excusas trascendentes, del Mal como último refugio de los cobardes.
Si antes se escuchaba a lo lejos la sirena de una ambulancia que nunca terminaba de llegar, ahora es un helicóptero invisible al radar. Los médicos no son tan juguetones como los de antaño (matasanos, en rigor), pero la vanidad y la jerarquía lo dominan todo. Nuestro maestro de ceremonias tiene ya la voz cascada y quiere aprovechar este último esfuerzo para devolvernos a aquel pantano donde en tiempos remotos se blanqueaba ropa, transformado ahora en templo de la ciencia, la razón y… y el apocalipsis. Desde el principio sabíamos que todos estaban condenados y que el Bien no triunfaría. Ni Dreyer, ni Tarkovski: su tercera vía ha resultado ser una película de los hermanos Marx con páginas del libro de Satán ondeando al viento.
Feliz viaje al infierno, maestro.