El cine rumano sigue fuerte y su presencia y honores en festivales varios es continuada desde que allá por 2005 La muerte del señor Lazarescu se impusiese en la prestigiosa sección Un certain regard de Cannes. Coinciden ahora en las carteleras de nuestro país dos pesos pesados de lo que se dio en llamar la Nueva ola rumana, dos nombres propios de esta cinematografía que nos cautivó con su realismo (nada socialista) y con su sentido tragicómico de la vida. Corneliu Porumboiu y sus Indiana Jones de baratillo (El tesoro, 2015) y Cristian Mungiu con su padre desaforado y de moral quizás tan ambigua como la de aquellos compatriotas a quienes tanto desprecia (Los exámenes, 2016).
Corneliu Porumboiu ya hizo una lectura crítica de los que debían de haber sido los ‘nuevos-buenos’ tiempos en 12:08 al este de Bucarest (2006). Los héroes revolucionarios del ayer (o quizás, tan solo testigos presenciales) subsisten ahora en esa Rumanía a la que no iba a conocer ni la madre que la parió tras la caída del régimen. Y confrontan sus recuerdos mientras piensan mentalmente en si les queda algo en la nevera para la cena de esa misma noche. Ácida y profundamente triste, pero completamente distinta –en intenciones y tratamiento formal- a esta sorprendente El tesoro.
Porque El tesoro, aunque cuenta como protagonistas con otro trío de precarios, resulta todavía más subversiva al apelar, justamente, a lo imposible. Es ahí, en el terreno de la fábula, en el que se mueve Porumboiu: ¿qué pasaría si las locuras no lo fuesen tanto? ¿Si el pobre, eternamente ilusionado, tuviese siquiera un golpe de suerte? Es con ese anhelo –y tras deshacerse de sus últimos ahorros para alquilar los servicios de un detector de metales y su chanchullero operador- con el que comienzan a cavar, en pos de un sueño basado en poco más que una pulsión, una corazonada. (Recuerdan, quizás, a aquellos desesperados que habitaban las novelas William Faulkner, basura blanca dispuesta a hacerse con un terreno con la única intención de agujerearlo para hacerse con la fortuna de un antiguo morador con fama de rácano).
Esa Rumanía del favor que con favor se paga, del sobre y de la economía sumergida queda radiografiada con mayor crueldad en Los exámenes. Partiendo de la anécdota (las pruebas de reválida a las que se enfrenta la hija de un doctor) y alcanzando cotas de denuncia colectiva, de resaca tumultuosa de unos usos y costumbres integrados en el ADN mismo de un sistema –social, más que político- basado en el clientelismo y la dádiva encubierta.
Romeo quiere dotar a su hija de las oportunidades que él no tuvo. O, para ser más exactos, quiere alejarla de un ambiente viciado en el que, a su entender, no hay espacio para la meritocracia. Su sueño, compartido o no por su vástago, es mandarla a estudiar a Inglaterra, a un país respetable (léase rico), a esa tierra de oportunidades donde no pasan cosas malas. Donde no está todo por hacer.
Lo cierto es que él también es un producto prototípico de esa clase media con posibles, bien relacionada, educada –aunque no ejerza- en el “podrías hacerme un favor, tú que conoces a”, en la construcción de una tupida red de contactos que no sancionan en modo alguno con los apelativos de ‘corrupción’ o ‘tráfico de influencias’. “A fin de cuentas, las cosas siempre fueron así… ¿qué puedo hacer yo para que cambien?”
Pues como le demostrará su brillante hija… sí, se puede hacer algo. Basta con aplicar las enseñanzas que una ha recibido (una educación que no se circunscribe a la mera acumulación de conocimientos). Algo que chocará con el relativismo maquiavélico del padre: los resultados, el poderoso y ansiado fin, justificará situarse por primera vez en su vida “al otro lado”.
Mungiu desmonta en tres escenas sus mejores intenciones. Y todo ello, en los primeros veinte minutos del filme. Para empezar, lo vemos llevando a la hija a unas clases de repaso en el instituto. Un trayecto conocido, mil veces repetido, con su liturgia de atascos y atajos. Se le ve ufano al volante de su auto, en ese entorno seguro y controlado, con música clásica amenizando el viaje. Un ambiente del que, a su vez, también se aísla la hija a través de sus auriculares, de su propia banda sonora.
Tras dejarla a escasos metros de su destino para seguir cimentando su sueño (el del padre), lo vemos acudiendo a casa de la amante; más joven, más apetecible. Sin aparente contradicción –para él, claro- con el haber dejado a su mujer en cama, padeciendo lo que a todas luces es un cuadro depresivo de libro (sobretodo para él, reputado galeno).
Para terminar el retrato nada halagador de nuestro Romeo, el eterno moralista, lo vemos correr a comisaría al recibir la noticia de que su hija ha sido atacada en un descampado antes de llegar a su destino. Allí conocemos a un amigo suyo policía, empeñado en apostillar lo ocurrido con juicios de valor, comentarios zafios y una falta absoluta de sensibilidad hacia el hecho denunciado: un intento de violación. No sólo eso, la principal reacción emocional del padre en las próximas horas consistirá en mostrar su estupor por no haber sido “informado” de la pérdida de virginidad de la susodicha (ocurrida tiempo ha y conocido a resultas del examen médico de la víctima).
El cuento moral ya está perfilado. Nuestro prohombre, constantemente herido por la iniquidad de los tiempos que le han tocado vivir, es otro concienzudo practicante de la doble moral. Un doble rasero que le permite juzgar con dureza a un sistema corrupto, pero que también lo habilitar a beneficiarse de sus imperfecciones (a utilizar uno de esos “atajos” que proporciona una democracia en prácticas, lastrada por las inercias del pasado).
Lo que el espectador percibe como una preocupante falta de sensibilidad, quizás no sea más que el disfraz adoptado por su pragmatismo. Un pragmatismo que como la Rumanía de Ceausescu se olvida de un factor importante: el libre albedrío al que tiene derecho la hija. Porque en su cruzada personal por promocionar a la hija Romeo olvidará su propia integridad: pedirá el amparo de oscuros poderes, se llevará por delante los despojos de su matrimonio y hasta atropellará a un can.
Mungiu es un director de espacios opresivos, de comunidades cerradas que le sirven para ilustrar ese proceso de reconstrucción post-comunista al que se enfrenta su país desde 1990. Una angustia que queda comprimida entre las cuatro paredes de una habitación (Cuatro meses, tres semanas y dos días (2007)), dentro del perímetro de una comunidad religiosa (Más allá de las colinas (2015)) o, como aquí, en el ámbito de la familia (la que uno abandona, la que uno pretende empezar a formar).
Pero esta vez a Mungiu le ha salida una película demasiado pulida, “festivalera”, de una autoría casi exasperante (sí, empieza a haber un clasicismo en esto del cine de autor). Una película sin mácula en lo formal, pero alejada del sopapo emocional de su memorable Cuatro meses, tres semanas y dos días. Quizás el conjunto se acabe contagiando de las ansias de promoción social de este burgués que querría vivir entre iguales…
En cualquier caso, tanto Los exámenes como El tesoro son dos muestras notables de ese cine rumano que ha aprendido a denunciar sin caer en la tendenciosidad, a ironizar con la inagotable materia prima que proporcionan las propias miserias y a buscar héroes entre los oportunistas y… villanos entre los anglófilos, por qué no.