Comienzos de los años treinta. Elecciones en Alemania. El partido nazi es ya el segundo más votado. Hitler se lanza a una campaña de legitimación por parte del capital, obteniendo la adhesión de grandes grupos financieros e industriales: desde Fritz Thyssen al Deutsche Bank. Su nacionalsocialismo no puede nutrirse únicamente del descontento obrero: necesitará de la financiación y de la aquiescencia de los empresarios.
Alemania ronda los cinco millones de parados. Al año siguiente, casi uno de cada dos alemanes se hallará en situación de desempleo.
Es en este contexto (los últimos coletazos de la República de Weimar, golpeada tanto por la Gran Depresión como por una democracia parlamentaria “prisionera” de la cancillería), en el que el director Georg Wilhem Pabst, hijo de otro ex-Imperio (el austrohúngaro) rueda Camaradería, más conocida en la historia del cine por el nombre del desencadenante de la tragedia: Carbón.
Hablar de carbón en Alemania es hablar de la región del Ruhr. Una región tan rica en materias primas que los propios franceses no dudaron en ocuparla cinco años después del final de la Primera Guerra Mundial (1923) para asegurarse el cobro de las indemnizaciones de guerra amenazadas por el colapso de la economía en el derrotadísimo país teutón.
Pabst –que desde el principio deja claras sus intenciones dedicándole el filme a “los mineros del mundo”– nos sitúa bien lejos de cualquier dicotomía política, de cualquier reivindicación nacionalista. Franceses o alemanes, ahí abajo, a 600 metros bajo tierra, son lo mismo: seres humanos explotados. Bien jodidos, vamos, independientemente del lado de la frontera que les haya tocado habitar.
Las escenas de los trabajadores acarreando vagonetas, cargándolas, reforzando las estructuras que sustentan los túneles o, sencillamente, atacando con sus picos las paredes rezumantes de mineral, siguen impactando hoy en día. Una sinfonía de rostros oscuros, linternas y arrastrar de pies que a buen seguro haría las delicias de Eisenstein.
La explosión y el derrumbe subsiguiente en una de las galerías del lado francés van más allá del mero “cine de catástrofes”: la sensación de opresión, el miedo al gas, el rumor creciente de los techos cediendo (la utilización del sonido como recurso dramático era relativamente nueva)… en los cines de por aquél entonces, Carbón debió de ser una epopeya de supervivencia electrizante. Pero había mucho más.
Porque ante la magnitud de la tragedia, los mineros del lado alemán se movilizan y acuden en ayuda de sus compañeros de penumbras. Lo hacen saltándose el control de fronteras pero, eso sí, con el permiso de la dirección (Pabst es muy sutil a la hora de retratar a los patrones de ambos complejos mineros: serios, paternalistas y dispuestos a aprovechar la iniciativa ajena para marcarse un tanto populista). Sin excesiva acritud, sin tendenciosidad alguna; porque el protagonista de Carbón no es la lucha de clases, sino la solidaridad. (Pabst lo expresaba como una voluntad de “progreso hacia conclusiones sociales”(1)).
La operación de rescate –con los familiares agolpados a las puertas de la mina y los compañeros a pie de pozo- es descrita a partir de pequeños flashes de 1-3 minutos, seguidos de unos muy pertinentes fundidos a negro. Los supervivientes desperdigados por el subsuelo serán auxiliados por compatriotas o por esos inesperados alemanes que, equipados con máscaras antigás, le recordarán a más de uno al enemigo de la todavía reciente conflagración mundial. La guerra había terminado, aunque sólo ocho años después de Camaradería la clase obrera europea volvería a morir por centenares de miles. Peones de otros generales, de otras ideologías, de otros imperios.
La fuerza y la pervivencia de Camaradería radica en lo oportuno que nos parece ahora su mensaje, en la valentía que tuvo al articularlo precisamente cuando ya rozaba la mayoría absoluta el partido político de otro ex–combatiente en la Gran Guerra. Con sus encendidos discursos en el límite de la frontera –en francés y en alemán, por supuesto-, Pabst –quizás con la misma ingenuidad que Chamberlain a la vuelta de Múnich- aboga por la concordia y por esa internalización de la miseria (una toma de conciencia incruenta pero inaplazable).
En lo técnico, Carbón sigue deslumbrando 85 años después de su estreno. Esa cámara adentrándose por los pasillos inestables, ese fuego que emana de cualquier grieta, esas escenas de masas… y es que el director de fotografía fue Fritz Arno Wagner, el mismo que iluminó lo mejorcito del cine de entreguerras alemán (Nosferatu (F.W. Murnau, 1922), M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931) o El testamento del doctor Mabuse (Fritz Lang, 1932)).
A Pabst la Primera Guerra Mundial lo sorprendió con apenas treinta años en París, donde trataba de hacerse un nombre como director de escena. Su teatro en alemán podía cautivar a audiencias selectas, pero claramente el conflicto lo pillo en el bando equivocado: se tiró casi cuatro años internado en un campo de concentración.
Hasta 1920 no se pone detrás de la cámara, obteniendo su primer gran éxito a mitad de década dirigiendo a la Garbo. Las suyas serán películas repletas de burguesas aburridas, mitos sexuales en ciernes (La caja de Pandora (1929)) y caídas morales (desde el chic hasta el burdel, mayormente). Y curiosamente, tras su “trilogía erótica”, Pabst rueda una película tan comprometida como Carbón (aunque ya hubiese demostrado sobradamente su compromiso antibelicista con Cuatro de infantería (1930)).
Lo cierto es que el mejor Pabst murió también con la república de Weimar. Pasada esta fecha (1933) siguió haciendo cine incluso bajo la hégira nacionalsocialista (una connivencia que lo estigmatizó definitivamente). Carbón, una de sus mejores películas, nos demuestra que hubo un Pabst más allá de sus femmes fatales (El amor de Jeanne Ney (1927)) y de las adaptaciones que daban fe de su papel de intelectual comprometido (La ópera de los tres centavos (1931)).
Curiosamente -¿o quizás no tanto?-, la espectacular y humanista Carbón no fue ningún hit de taquilla. Ignorada en su tiempo y posiblemente tachada ahora de “ingenua” por una audiencia pretendidamente sofisticada –descreída, queremos decir-, vendría a pasarle lo mismo que a otras muchas películas proféticas rodadas antes del desastre de 1939: nos apabullan las buenas intenciones de sus artífices.
En contraste, quizás, con lo único absoluto que nos dejó el siglo XX: la maldad.
(1): ‘De Caligari a Hitler’, de Siegfried Kracauer. Barcelona: Paidós, 1985.