Naves espaciales acribillándose con todo y cayendo escoradas sobre el planeta azul. Héroes en esquijama huyendo del templo maldito, perseguidos por nativos exóticos maquillados a lo Mario Vaquerizo y que pronto idolatrarán el metal y las formas cilíndricas autopropulsadas. Parejas que se echan los trastos a la cabeza en los confines de una galaxia limítrofe. Un ingeniero caído en desgracia que moja sus penas en tugurios ibicencos, acompañado de joven efebo de raza indeterminada, cuál Sebastian amanerado paseando por las playas de De repente, el último verano. Malos carismáticos y orgullosos de su condición, armas de destrucción masiva con patas que vengan afrentas y devienen en… ¿terroristas? Generales salidos de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, dispuestos a desencadenar guerras mundiales porque los klingon “le echan algo al agua”. Ah, y el sacrificio, ¡cómo no! El bienestar de la mayoría y todas esas monsergas.
La última machada de J.J. Abrams ha consistido en resucitar el espíritu de aquellas película que el propio Steven Spielberg lleva décadas intentando rehacer con resultados, por así llamarlos… discretos (Parque Jurásico, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal o incluso la más reciente Las aventuras de Tintín). Un cine de evasión con firma, que no decaiga, que desarme al más precavido / prejuicioso de los espectadores y le haga olvidarse de la grandilocuencia, de lo trillado del asunto, del nulo desarrollo psicológico de los personajes. ¿Por qué? Porque simplemente está disfrutando, carallo.
El creador del mayor fenómeno televisivo de comienzos de siglo (el responsable, también, del mayor gatillazo colectivo de los últimos tiempos, vivido por fans y simpatizantes a tiempo real, de madrugada y con un cabreo galopante que no ha menguado a día de hoy) practica ese cine que para muchos fue siempre “el del enemigo”. Y no es así: el problema no son los blockbusters, el problema son las malas películas.
A dos años vista del estreno de la séptima parte de Star Wars, J. J. Abrams vuelve a dar muestras de un estado de forma envidiable, escoltado por sus habituales Damon Lindelof (responsable del guión de 44 episodios de Lost) y Michael Giacchino (su compositor desde los tiempos de Alias). Aunque sus ficciones (canceladas como Alcatraz o rematadas de manera insatisfactoria como Fringe) cada vez acusen más el cansancio asociado a las radiofórmulas y su cine continúe mezclando buenos sentimientos (suyos fueron los guiones de A propósito de Henry o Eternamente joven) con cataratas de acción non stop (Misión imposible III). Abrams es prisionero de las propias convenciones de “su” género (el psicodrama trascendente, por bautizarlo de alguna manera), aunque él y su gente ya no engañen a nadie. Digamos que sus juguetes tramposos han alcanzado cierta honestidad, cierta coherencia interna.
El director neoyorquino sabe que una primera temporada cansina y repetitiva puede convertirse en una referencia absoluta de la ciencia ficción contemporánea haciendo, simplemente, que Leonard Nimoy repiquetee una campana desde lo alto de las Torres Gemelas. No le importa dilatarse en las presentaciones y marear con casos que remiten a otras muchas convenciones seriadas (esto es Expediente X, aquello es Bones, lo de más allá apesta a Doctor Who…) Nos tragamos sus circunloquios y sus pastiches a la espera del milagro; nos gusta pensar que acabará resurgiendo la épica. Como en aquél mítico quinto episodio de la cuarta temporada de Lost (La constante), un punto y aparte que parecía explicarlo todo sin contar absolutamente nada. Abrams existe porque la revelación (o la epifanía new age) sigue siendo una necesidad, ese “subidón” capaz de hacerle creer al televidente que a partir de ahora también él estará al tanto del secreto, el más poderoso de sus MacGuffin.
Sentido del espectáculo y guiones precisos pero minimalistas (¿puede existir una historia más manida que la que nos contó en Super 8, con la mezcla habitual de adolescencia, iniciación a la vida e inevitable revelación extraterrestre? Los Goonies, E.T., Cuenta conmigo… los licores de su coctelera remiten a una cinefilia popular y accesible). Convenciones. ¿Y acaso no eran pura convención las intrigas ideadas por Gene Roddenberry para la serie original Star Trek?
Los 79 capítulos canónicos fueron un desfilar de planetas naif, de enemigos megalómanos, de hostilidad interplanetaria y buenrollismo patológico en la Enterprise. Recordemos el devenir habitual de aquella ficción de 50 minutos: algo malo ocurre en un planeta inhóspito, el capitán Kirk decide investigarlo acompañado de su rat pack y dos o tres secundarios (R.I.P. a las primeras de cambio), surge el conflicto (“soy el amo del Universo”, “controlo tu mente y te hago hacer cosas feas”, “soy una sirena y tú eres mi Ulises”, “poseo una ética voluble que me hace potencialmente peligroso”, etc, etc) y finalmente la nave continúa sus viajes exploratorios con algún guiño de sitcom en el puesto de mando.
En la primera entrega del reboot de la franquicia (Star Trek, 2009), J.J. Abrams ya sufrió en carnes propias las consecuencias de lidiar con un hecho evangélico (para algunos). Señores: la tanda original de películas es un conglomerado más bien olvidable, empezando por la primera y aburridísima Star Trek (1979), un título que debía de sentar las bases del conjunto y que traicionaba de manera palmaria el espíritu de la serie. La aventura porque sí y la sinceridad del cartón piedra quedaron substituidas por un abrumador alarde de efectos especiales, con unos aires de ópera wagneriana que dejaban más bien fríos a los desconocedores de la mitología original. Dejando de banda lo absurdo del concepto reboot en sí mismo (un canto a la desmemoria del espectador en un momento en el que todo, absolutamente todo, está al alcance de quién sea mínimamente curioso), no había canon que traicionar ni arca de la alianza ante la que hincar la rodilla (un error que sí cometió George Lucas, agravado por el hecho de ser él mismo el Creador de su propia religión).
Como en la nueva tanda de películas de Star Wars, aquí también parecía rebajarse conscientemente el target de edad del seguidor de la saga. Spock era más humano que nunca, a Uhura le iba la marcha y el capitán Kirk parecía un descerebrado salido de la última temporada de Geordie Shore. Vale, es verdad: recordaban demasiado a la tripulación recauchutada y guaperas de Starship Troopers.
Sin embargo, J.J. Abrams tenía un plan. Un plan que se consuma plenamente en esta segunda parte (Star Trek: en la oscuridad, 2013) y se proyecta de manera ilusionante hacia el futuro (ya veremos si con él a los mandos de la nave o delegando en alguno de sus delfines). Tras el desconcierto inicial –recuérdese la presentación de personajes en la primera hora de la anterior-, la apuesta queda clara: apelar a los orígenes de los arquetipos –más bien ramplones- y acabar sorprendiéndonos con el grado de madurez que demuestran al tomar sus decisiones actuales. La primera parte, pues, equivaldría al papel que los flashbacks tuvieron en las tres primeras temporadas de Lost.
Y todo ello sin olvidar el humor. El inflexible comportamiento de Spock (el reconocimiento de que hay cierta idiocia en el hecho de anteponer la lógica a cualquier otro condicionante) o la perniciosa soberbia de Kirk (esos aires de ‘sobrao’ que lo convierten en el verdadero antagonista de la historia, un tipo hostiable al que deseamos fervientemente que las cosas no le salgan bien). Hay terapia de pareja, hay una rubia peligrosa e incluso el irascible doctor McCoy empieza a dar evidentes síntomas de desequilibrio. Todo le puede parecer medianamente original a un neofan y sin embargo…
… y sin embargo es francamente estimulante la forma en que esta entrega (¡la duodécima!) dialoga con la segunda parte (Star Trek II: la ira de Khan, 1982). Una galería de espejos dispuesta con maledicencia, pues engaña por completo a quién la tuviese demasiado presente, intercambiando las muertes y convirtiendo al despótico malo (el Ricardo Montalbán viudo y cabreado de la original) en el invencible desperado de la supuesta copia (un espléndido Benedict Cumberbatch, todo presencia).
J.J. Abrams –que no es precisamente un adalid del cine comprometido- se las apaña también para endosar mensajito político contemporáneo (algo que parece ser un requisito imprescindible de cualquier reboot: véase el clima de podredumbre moral que sobrevuela los Batmans de Nolan o la moraleja de contención y responsabilidad ante la propia fuerza del reciente Superman). Nos habla de una civilización a las puertas de la guerra total, partidaria de las “acciones preventivas” que terminan desencadenando inopinados ataques terroristas. Las razones de Khan nos parecen legítimas y el director lo sabe, así que no tiene el mal gusto de matarlo. En un cine norteamericano que apuesta sistemáticamente por la aniquilación del oponente, la decisión de Kirk –detener y juzgar al enemigo, incluso pedir su colaboración cuando así lo exigen las circunstancias- se nos antoja toda una muestra de realpolitik. Casi hasta subversivo.
La nueva entrega de Star Trek encandila por su ligereza, por la inteligente vuelta de tuerca al referente catódico, por la forma como logra que dos horas y cuarto en el cine sepan a capítulo piloto. Distraer sin apabullar, seducir sin regalarse, hacernos creer que una película de 200 millones de dólares podría pasar por un producto de serie B. Mentira, cine. E ilusión, la de una Industria que, para variar, no apuesta por el tocomocho y ofrece algo tan inédito como… ¡¿entretenimiento?!