“Por primera vez contemplé y comprendí la austera belleza del arte japonés. Ahí, con su danza, estaba la antítesis de la rimbombante y exagerada exuberancia de nuestros acróbatas estadounidenses. Su actuación me encandiló durante años y llenó mi alma de tal anhelo por lo sutil y lo esquivo que ese deseo se convirtió en mi principal ambición como artista. De ella aprendí la diferencia entre lo “sorprendente” y lo “evocativo”.
Ruth Saint Denis
La geisha y el samurái -el crisantemo y la espada- quizás sean los dos mitos fundacionales del chic japonés entre el desinformado (pero muy ávido de emociones fuertes) público occidental. Es difícil saber en qué orden exacto se produjeron muchos de los acontecimientos que condujeron a ese cuelgue estético (mistificado y con mucho de sucedáneo, eso lo sabemos ahora), cuándo y quién fue él o la primera en abrirse paso por entre la senda tenebrosa del show business folklórico-exótico.
La primera participación de Japón en una Exposición Universal data de 1867. No hacía ni 20 desde la muerte de Hokusai y la demanda de prácticamente cualquier forma de representación artística proveniente de aquellas ignotas tierras daría pie a una moda (el japonismo) que creó toda una industria -de una calidad ínfima respecto a los originales imitados- en el no tan ingenuo país del Sol Naciente.
El último tercio del siglo XIX sería aprovechado por aventureros y curiosos inveterados de una y otra banda: los primeros extranjeros en desembarcar en tan vetados puertos, los primeros japoneses dispuestos a asomarse al mundo, animados por el emperador Meiji y su ejército de embajadores arribados a Europa con una única misión: aprender a marchas forzadas (¿el qué? ¡de todo!) y aplicar sus conocimientos en la conformación de una sociedad supuestamente moderna (y también antinatural, postiza); en la concepción primigenia de una política con carestía de políticos, en amparar a una economía que quería evitar las “relaciones asimétricas” (llamémoslo saqueos) establecidas en otras regiones asiáticas.
Lafcadio Hearn, por ejemplo, que llegó a Japón en 1890 y terminaría ostentando la cátedra de literatura inglesa de la Universidad de Tokio, sería un buen ejemplo de quién gobernaba los destinos del mundo en aquél entonces. Nació en una Grecia administrada por el Imperio británico, que como otras potencias de la época hacía tiempo que tenía posada su ávida mirada en aquellos confines por explorar (traducimos de nuevo: por repartir). El bueno de Hearn hizo un itinerario digno del de Jack London, cambiando Alaska por otro confín: emigra a los EEUU con 19 años y termina hastiado de una civilización a la que se le estaba acabando el cupo reservado a los soñadores. ¿Solución? Poner rumbo a lo que sonase más desconocido.
Al final de aquella década (en abril de 1899, concretamente) emprendería el camino inverso Sada Koyama -saliendo de la Yokohama a la que arribó Lafcadio-, el verdadero nombre de la geisha más famosa del Japón de la Belle Époque (perdón por el anacronismo). Y las geishas eran, de hecho, las últimas supervivientes de aquél “mundo flotante” mistificado por pintores impresionistas y coleccionistas de miniaturas. ¿Sobreviviría el impresionable Occidente a la materialización de lo que hasta entonces sólo habían visto en grabados, lacados y otras fruslerías de encargo?
Pero decir que estamos ante la primera gira de una geisha por Europa sería inexacto. Japón llevaba ya alguna que otra década haciendo proselitismo de sus flores de otro mundo, de sus ceremonias del té con más liturgia que una misa romana, de todo aquello que intuía podía dejar noqueado al poderoso enemigo que decía querer establecer (únicamente) relaciones comerciales. Koyama, que terminaría rebautizada para la ocasión como Sadayakko por algún publicista avispado, acompañaba en principio a su marido, líder de una troupe teatral compuesta por poco más de dos docenas de integrantes más cercanos al amateurismo que a la profesionalidad.
La actriz -que no geisha ya- venida de un país donde hasta hace nada había estado prohibido… precisamente eso, ser actriz. La geisha -que no actriz- que quería deslumbrar con su presencia a cuentos contactos hiciese su consorte Otojiro Kawakami, un echao p’adelante con poca sesera. Sada Yakko, la que había sido amante del hombre más poderoso de aquel Japón en transición: el príncipe Ito Hirobumi (hasta cuatro veces primer ministro), que compró su compañía (de hecho, su virginidad) de acuerdo a una tradición que perduraría hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Así que aquella mujer de 28 años… había visto cosas que vosotros no creeríais. Vendida con tres años de edad a una casa de geishas, entregada a un hombre 30 años mayor cuando solo tenía 15, encumbrada como la más hermosa entre las hermosas. Y con una edad, en el momento de la gira, en la que la mayoría ya solo podía aspirar a vivir de prebendas y protectores generosos, recogiendo los pragmáticos frutos de una vida concebida para el deleite ajeno.
El hombre al que había unido su suerte ere ambicioso, pero poco reflexivo. Sada hizo posible que sobrevivieran (textualmente aunque con alguna baja) a una primera gira precaria en la que se les cerraban continuamente puertas y en la que estuvieron a punto de perecer por inanición en Chicago. Tras superar la controvertida etapa norteamericana, aquella gira salvaje de 20 meses les llevaría a Europa y a su principal destino: la Exposición Universal de 1900 -que como aquella de 1867, también tenía lugar en París-. Ellos, unos donnadies, los “mendigos del río” con los que en su país se referían despectivamente a los actores.
Y allí llegó el desparrame. Porque aquella compañía bastarda que reinterpretaba más que libremente el kabuki y que buscaba aprender los trucos de puesta en escena y el repertorio que triunfaba en las grandes capitales de Occidente… cautivó a la flor y nata de la intelectualidad francesa. A Sadayakko la vieron en escena Pablo Picasso, Rodin, André Gide o Paul Klee. Y acabaría inspirando la Madame Butterfly del libreto operístico.
El producto se diseñaba sobre la marcha. Se desechaba lo que no funcionaba y se incorporaban a la trama incluso noticias de actualidad. Les quedó claro que la duración no podía ser la misma que la de las funciones en su país natal (de 6 u 8 horas… ¡a veces se prolongaban el día entero!). El texto era lo de menos, puesto que los extranjeros no los entendían: se podía improvisar la lista de la compra sin perder un ápice de aquella capacidad de fascinación solo apta para legos. A los estadounidenses les gustaba el realismo en las escenas de espadas (que dio lugar a más de un descalabro entre los actores); a los franceses, el realismo evanescente de ver morir a alguien en escena con tanta… ¿discreción?
El listado de anécdotas resulta inagotable. A la gira se unió en Berlín una jovencísima Isadora Duncan, que se escandalizó por el desparrame sáfico de la empresaria organizadora de la gira, la francesa Loie Fuller. Los dos onnagatas (hombres especializados en roles femeninos) terminarían por morir envenenados por aquella máscara blanquecina que embellecía sus rostros (y que contenía elevadas dosis de plomo). Conocieron a zares, futuros reyes, aristócratas, burgueses boyantes… y pasearon su show por Baden-Baden, Viena, Praga, Roma, Venecia, Barcelona, Londres, San Francisco o Boston. Se arruinaron y se volvieron a enriquecer varias veces durante el camino, dejando a su paso deudas en hoteles carísimos en una errática huida hacia adelante que les devolvería al puerto de Kobe un 1 de enero de 1901.
Si, hubo más giras. E intentos de transformar, a la vuelta, los férreos géneros que constreñían el teatro nipón. Sadayakko se atrevió con Ofelia o Salomé (la prueba del algodón para las actrices rompedoras de la época) y creó una escuela de actrices que se nutrió curiosamente de las hijas insatisfechas de la alta sociedad de su país. Fue empresaria de éxito, amante discreta de hombres que nunca la merecieron y testigo privilegiado del ocaso de un mundo… de su mundo.
Si queréis saber más de esta fascinante mujer que no se conformó con ser víctima de su tiempo, os recomiendo que leáis Madame Sadayakko. La geisha que conquistó Occidente, una biografía que apenas abandona su condición periodística escrita por Lesley Downer a comienzos de este siglo. Sobre sus danzas también escribió Judith Gautier (contemporánea) y no son pocos los libros dedicados a reseguir etapas muy concretas de una de las giras más kamikazes de la historia de la farándula.
Sada Koyama murió apenas un año después de la debacle armamentística de su país. Había conocido a tres emperadores y visto más mundo que cualquier otro de sus compatriotas. Acabó como actriz por accidente, pero jamás podría haberlo logrado sin su entrenamiento previo como geisha. Dos condiciones íntimamente unidas que en su persona llegaron al culmen, a una hiriente perfección que encandiló a paisanos y gaijins.