No se me asusten. Prometo que lo único que tiene de grandilocuente este artículo es el título.
Porque el reciente y casi simultáneo estreno en España de Una familia de Tokio y De tal padre, tal hijo le llevaron a uno a echar la vista atrás y levantar acta, algo estupefacto, de cuánto ha cambiado la más tradicional de las instituciones en la más tradicional de las sociedades modernas. O dicho de otro modo: cómo ha evolucionado (o decaído, según quién) la estirpe nipona y su reducida prole a través de su cine. Del estereotipo en blanco y negro al cliché en colores, desde Las hermanas Munagaka (1950) a las tragedias hermosas e igualmente pausadas de Hirokazu Koreeda.
Para Ozu los japoneses son serios, reconcentrados, honorables. Bueno, al menos cuando les toca relacionarse con desconocidos y guardar las dichosas formas (en ausencia de sake, se entiende). De puertas para adentro se olvidan de tanta reverencia y el panorama se diversifica: viejos chistosos, enanos correcaminos e hijos agraviados pululan a lo largo de pasillos estrechos y puertas correderas permeables a todo tipo de secretos. El núcleo familiar casi siempre está capitaneado por un abuelo a punto de retirarse de su trabajo, con crecientes lagunas mentales, una hija por casar y el trauma de haber participado en la Segunda Guerra Mundial (y haberla perdido, ¡oh, agravio infinito!) bien fresco.
Como en los relatos de Yasunari Kawabata, el pater familias acostumbra a mantener una relación de cariño y mutua admiración para con la nuera. O quizás sólo ocurre que el exceso de celo que se ve impelida a desplegar la susodicha (hay que granjearse las simpatías de la que será desde ese momento su familia de adopción) le lleve a creer que detrás de la obligación incluso pueda haber algo de… devoción. Ah, el sesentón tiene derecho a pecar de pensamiento y a revivir sensaciones olvidadas. Siempre, repetimos, que la cosa se quede en el ámbito estético (notarán que en esta aproximación elidimos mentar a los dos iconoclastas por antonomasia del cine del Lejano Oriente: Sion Sono (que en Himizu (2011) se despachó a gusto con la familia post-Fukushima) y Takashi Miike, especializado en padres alienados que un buen día deciden ejercer el terror de proximidad entre las cuatro paredes de su hogar).
La tercera edad en los tiempos de Ozu tiene algo en común con la de Yamada y Koreeda: no apostaría ni un centavo por la nueva generación, esa legión de pusilánimes que van y viene al trabajo como autómatas, engañan a sus mujeres con secretarias marchosas y veneran los productos de importación. “Les ha faltaba una buena guerra donde bregarse, hostias”. A los hijos los ven sin coraje, a los nietos directamente los tratan con un temor apenas disimulado. La vejez los ha hecho más contemplativos, más pausados, menos resolutivos. Aunque en realidad, se abstienen en lo posible de emitir juicios morales demasiado explícitos (¡y otra vez las formas, las formas!). La desaprobación está en un gesto, en una mirada huidiza, en ese cansancio crónico que arrastran por el tatami.
Occidente, a los ojos de estos cascarrabias entrañables, no deja de tener su parte de responsabilidad en esta “degeneración” de la raza. “Oh, sí, con un Emperador divinizado vivíamos mejor”. En El baile del dinero (1963), Kon Ichikawa alertaba de aquella transvaloración de todos los valores: los hijos ejercen de buscavidas, a las hijas se les abona al fulaneo. Todo ello con el patrocinio paterno, cegados ante la posibilidad de vivir sin trabajar (legítima aspiración, qué caray). La familia a principios de los sesenta asiste patidifusa a un desproporcionado crecimiento económico: cambian sus casas tradicionales por pisos, se obsesionan por aprender el inglés y bailan al ritmo del país vencedor. Un poco como les pasaba a los japoneses de la era Meiji en Eijanaika: qué más da (1981), otro despliegue de mala leche del maestro Shohei Imamura.
La infancia y sus inmediaciones, por el contrario, siempre ha recibido un tratamiento privilegiado. Los locos bajitos de Buenos días (1959) –como los de Nadie sabe (2005) o Milagro (2011) – acostumbran a tener el valor del que carecen los padres, entregados a un día a día agotador. Son capaces de acciones heroicas, encaminadas casi siempre a llamar la atención de unos adultos-autómatas que apenas disfrutan de sus retoños. Las lecciones de amor paternal son más bien cosa del pasado: El albergue de Tokio (1935) y Él era un padre (1942) –ambas de Yasujiro Ozu- o la Dodes’ka-Den (1970) de un crepuscular Akira Kurosawa.
El papel finisecular reservado a la mujer en el Japón (“caliéntame otra jarrita de sake, ponme las zapatillas, cría a los niños y sufre en silencio las infidelidades porque después de todo el nuestro fue un matrimonio convenido”) parece ser definitivamente cosa del pasado –al menos en lo que se refiere a la “liturgia” del sometimiento-, aunque sigue sorprendiendo el elevado porcentaje de sufridas amas de casa en comparación con otros países del primer mundo. En Una familia de Tokio una de las hermanas regenta su propio negocio, “pecado” que el realizador le hace pagar retratándola como una egoísta recalcitrante. Lo cuál le da alas al abuelo para colarse de la nuera “doña Perfecta”, argumentando las razones habituales: que esta sabe rendirle pleitesía sin poner mala cara (¿tendrá algo que ver en este enfoque maniqueo el que su director, Yoji Yamada, sea ya octogenario?). En De tal padre, tal hijo sorprende también el rol servicial de la consorte, asumido con insultante docilidad. Sus únicas obligaciones parecen consistir en prepararle la comida a un arquitecto demasiado absorbido por su trabajo. ¿Y eso es todo?
Ocurre que la sangre –el pedigrí, una verdadera obsesión entre las clases más pudientes del Japón- y el fervor mal entendido por la tradición (que en este caso se traduce en la perpetuación de un modelo claramente machista), siguen siendo dos problemas de importancia en una sociedad conservadora hasta el tuétano. Un verdadero tabú pocas veces reflejado por el cine (la única escritora que ha tratado recientemente el tema –aunque fuese como puro pretexto para una novela de intriga- ha sido Miyuki Miyabe en La sombra del Kasha).
El sacrificio por el otro –suegro, marido, hijos- acaba siendo el gran tema de este cine de la familia. La mujer condenada a ser un mero vehículo del placer de los demás (Vida de Oharu, mujer galante (1952), La calle de la vergüenza (1956), ambas de Kenji Mizoguchi, el campeón por excelencia de lo femenino en el cine japonés), abuela y mártir santificable (Madre (Mikio Naruse, 1952), La balada del Narayama (Shohei Imamura, 1983)) o testigo silenciosa de los excesos del sexo fuerte (sirvan como ejemplos Nubes flotantes (1955) o Still walking (2008) que nos presentaba, quizás, a la más moderna de las abuelas, dispuesta a torturar musicalmente a su marido poniéndole la canción que sabía ligada al recuerdo de su amante).
¿Y qué hay del papel del padre eternamente ausente que duerme en los vagones de metro y llega reventado y borracho a medianoche, después de tener que reírle las gracias al jefe durante otras cuatro horas? Esa puede que acabe siendo la gran diferencia entre el Japón de Ozu y el de estos dos estrenos notables. Para mi sorpresa, el salaryman ya no es mitificado como un ejemplo más de rectitud en la renuncia. Sus jornadas maratonianas –independientemente del dinero que traiga a casa o lo lujoso del tren de vida que dicho celo les permita mantener a los suyos- se nos presentan como ridículas e inhumanas. Hasta sus propios jefes se cachondean de tanta hora extra. Sus tajas tampoco son ya simpáticas: el reencuentro con el ex–compañero o el amigo de la infancia ya no acaba con un ejercicio de melancolía (“ah, ¡los viejos buenos tiempos!”) mientras tararean la versión japonesa del Lili Marleen. No, que va. El abuelo lo que tiene es un problema con la botella y sus melopeas acostumbran a sacar su lado oscuro, mostrándonos a un tipo amargado y violento, profundamente descontento consigo mismo.
En Una familia de Tokio el esforzado doctor con consulta propia en los arrabales de la capital ya no tiene tiempo ni para sus propios padres, a los cuales tampoco se les ocurre reclamar siquiera la proverbial atención filial. En De tal padre, tal hijo, el asalariado capacitado y ambicioso es retratado con inquina y algo de crueldad: convencido de que es imprescindible en el trabajo olvida que quizás también lo sea en el hogar. Su aparente éxito –en el seno de una sociedad ultracompetitiva donde el fracaso le condena a uno al ostracismo- es puesto en perspectiva, resultando el verdadero villano de la función en contraposición al tendero despreocupado y sin cuatro reuniones –siempre importantísimas- por semana. Al espectador no le cabe la menor duda: el perdedor es el que conduce el coche más caro, el que todavía confía más en el genotipo que en el ambiente, el que trata a su mujer con la frialdad propia de quienes se saben (¿?) superiores.
Sí, algo ha cambiado en el modelo de la familia japonesa. Hay menos respeto hacia los mayores, menos Confucio en vena. Cierto. Pero también hay más autocrítica en lo que se refiere al bagaje emocional que debe de tener esta nueva generación (la cuarta ya, desde Hiroshima y Nagasaki) y la necesidad o no de inmolarla nuevamente en aras de… ¿”nosotros, el pueblo japonés”?
En realidad, lo que no ha cambiado es la aproximación profundamente humanista de los cineastas de ese país a los asuntos más delicados, aquellos que exigen generosas dosis de sentido y sensibilidad. Una línea tenue, delgada y esbelta como el trazo de los kanjis y que une con elegancia la escritura fílmica del Ozu de Cuentos de Tokio (1953) o el Kurosawa de Vivir (1952) y El infierno del odio (1963) con la del Koreeda autor De tal padre, tal hijo (2013), una de las películas imprescindibles de este año que acaba. Quizás sea esa ternura con la que antes y ahora siguen tratando a sus personajes, esa esperanza sostenida –a veces contra toda lógica- en que todo irá bien, por insalvables que se nos antojen las dificultades vistas desde aquí, a 10.000 kilómetros de distancia de la antigua Edo.