…y aquí estamos un año más, listando las películas norteamericanas (más un invitado de piedra surcoreano) que se disputarán esos premios que solo valen ya para hacer artículos tendenciosos sobre el cine, el espectáculo de masas y las pocas veces en que estas dos líneas paralelas parecen juntarse (antes del dichoso infinito). Aquí va uno más de esos escritos, correcto.
Por si todavía albergáis la esperanza de que reste algún resquicio de coherencia que desemboque en el reconocimiento artístico de alguna de vuestras favoritas, recordaros unas cuántas de las que se llevaron el Oscar a la mejor película en la última década: Greeen Book (Peter Farrelly, 2018), La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017), 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), El artista (Michel Hazanavicius, 2011) o El discurso del rey (Tom Hooper, 2010). No hay más preguntas, señoría.

Le Mans ’66 (James Mangold, 2019) y Mujercitas (Greta Gerwig, 2019) se caerán de cualquier porra a las primeras de cambio. Y no por excesiva falta de méritos (el nivel medio de este año es incluso notable), sino por su condición de comparsas en una fiesta donde sigue sin explicarse la existencia de más de cinco candidatas a mejor película. Así que el duelo entre Ford y Ferrari o la honestísima versión del clásico de Louisa May Alcott… descartadas.
Cada n años la academia se flipa con una peli extranjera. En este curso han habido como dos docenas de películas -tirando bajo y hablando sólo de lo que uno puede ver en salas- con la misma o superior calidad que Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), pero un súbito ataque de buen gusto les ha llevado a fijarse en esta y nominarla a lo que les ha dado la gana, porque ellos lo valen.
Empieza a ser como lo de invitar a Australia a la gala de Eurovisión: el nivel medio del concurso es tan bajo, que secretamente todos deseamos que el premio se vaya a las antípodas como acto de justicia poética. Parásitos sería una digna vencedora, pero no nos flipemos: le darán el Oscar a mejor película extranjera y andando.
Como esto va de mojarse y quedar en ridículo tras la madrugada de marras, vamos allá sin mayor dilación. El desastre cinéfilo sería que ganasen la blandita -pero pretendidamente extreme– Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019) o el plano secuencia ininterrumpido -claro, claro- de la cinta bélico-aventurera 1917 (Sam Mendes, 2019). Es una dolorosa posibilidad: Hollywood confunde los chascarrillos con la comedia y la virguería técnica con el “gran cine”.
Jojo Rabbit desaprovecha una situación anticómica gloriosa -como ya hacía la sobrevaloradísima La vida es bella (Roberto Benigni, 1997)-, cayendo derrotada por las moralejas buenistas, las epifanías todavía más inverosímiles y la supuesta capacidad de la infancia para sobrevivir a la locura colectiva. Una German History X con Hitler haciéndose la ola a sí mismo y sus Juventudes convertidas en cantera del club de la comedia. Uno termina riéndose más por el morro que le ha echado Taika Waititi que por lo divertida que resulta la propuesta.
En el caso de 1917, el problema es que uno está más pendiente del movimiento de la cámara -cuidado que ahora se queda atrás, hazte a un lado que ahora viene el rezagado, quite torero por debajo del extra, explosiones para asegurar el crescendo, musiquilla íntimo-épica- que de la odisea del par de desgraciados. Venga, digámoslo ya: que nos importa un pimiento si viven o mueren. Así que en su tercio final la cinta -conocedora del escaso interés que despiertan sus héroes- se transforma en una especie de caso Bourne: un corre que te pillo imposible que renuncia además a un final fatalista. Como dirían en las revistas de videojuegos: muy jugable, muy olvidable.
Luego está El irlandés, que parece ir por libre. Que sí, que está muy bien, que ellos son muy míticos, que a Scorsese nos lo queremos mucho, pero… no sé… ¿tres horas y media, de verdad? Para contarnos… ¿otra historia de gansters? Da la sensación de estar viendo a un grande remakeándose a sí mismo sin rubor. Se le perdona porque exuda clasaza, pero uno se queda con el interrogante de si tanto esfuerzo postrero no pedía a gritos alguna novedad no digo yo trascendental, pero… ¿argumental, siquiera?

Así es como nos quedamos con nuestra terna de favoritas. Si la noche les favorece, nadie podrá hacerse el indignado: Joker (Todd Phillips, 2019) es otro diagnóstico terrible sobre una humanidad renqueante y antiempática, Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019) es una película (¡adulta!) sobre el más convencional de los descalabros emocionales y Érase una vez en Hollywood (Quentin Tarantino, 2019) deviene una divertimento delicioso sobre un Hollywood que empezaba a hacer aguas.
Joaquin Phoenix devora la pantalla y sus desgastados márgenes en una película en la que aparece en prácticamente todos los planos. Él y su composición hipnótica en un ejercicio de método más allá del método. Pero Joker es, sobretodo y por encima de cualquier otra consideración, una cinta amarga y desesperanzadora. No sé a vosotros, pero a mí eso -por lo tristemente novedoso, porque no hay arte sin crítica- ya me valdría para premiarla. ¿Sus premios menos controvertidos u opinables? El de mejor fotografía, banda sonora y actor, aunque quién esto escribe también esbozaría una sonrisa socarrona si se lo llevase Adam Driver.
No sé que os esperabais exactamente de la última de Tarantino. ¿Un espectáculo gore a costa de la desgracia de Roman Polanski? ¿Un ajuste de cuentas con el Hollywood de antaño? No, hombre no. Quentin no renuncia a sus excesos, pero tampoco a su excelso dominio del tempo y de la narrativa. Y lo hace eligiendo como maestros de ceremonias a un tándem crepuscular: el que estuvo a punto de serlo y el que en realidad nunca quiso serlo. A ambos les regala escenas brutales (el malo de serie B televisiva a lo Jian Maria Volonté para Di Caprio, la excursión a casa Manson de Pitt, coqueteando -con mucho estilo, eso sí- con el desastre) y a nosotros nos deja con la sensación de que un día cualquiera de verano en Los Ángeles de finales de los 60… pues podía ser tan convencional como el ir y venir a las fábricas de Detroit. Fichar, hacer lo tuyo, vacilarle al nuevo, volver a dormir a la caravana.
No hay ángeles ni demonios, sólo presencias inquietantes. Grandes esperanzas, pequeñas frustraciones y mucho poserío. Nada ni nadie realmente extraordinario, quizás porque la Industria estaba a punto de sumirse en una crisis estructural y económica de la que le salvaría… ¿el suicidio creativo? Esperamos (y así nos quedaremos: esperando) que se alce con los premios al mejor director y actor de reparto.

Pero bueno, ya está bien de guardar las apariencias y hacerse el equidistante: ¡por supuesto que tengo mi favorita! Y se titula Historia de un matrimonio. La dirige Noah Baumbach, un tipo al que he visto madurar (perdón… quise decir envejecer y sufrir) a lo largo y ancho de su filmografía. Cuenta algo tan anodino y deprimente como un divorcio, sin que ninguno de los implicados nos parezca ni un revanchista, ni un loco, ni un hijo de puta. Se reparten las miserias y se quedan más tocados que el sparring de Mike Tyson. Victoria numantina y ganas de empezar de nuevo sin seguir odiando a quien más nos quiso.
Me encantaría que se llevase el Oscar a la mejor actriz (no hay cuidado: Renée Zellweger haciendo de actriz mítica, decadente y alcohólica. ¡Imbatible!) y al mejor guión original. Pero si se va de vacío por razones obtusas (“Netflix es mala y nos da mucho miedo”) tampoco pasará nada. Porque el cine adulto (y adultas lo son tanto Historia de un matrimonio como Joker y Érase una vez en Hollywood) es el que pervive en la memoria cinéfila. Dejadlo en manos del tiempo.