Se acerca la 85ª ceremonia del tormento (”¡qué horror! ¡Yo no veo esas cosas! ¿Cuántos Oscars tiene Sokurov, eh, eh, eh?”) y del éxtasis (“o sea, ¡la Watson iba supermona! No como la petarda de la Cameron, que parecía recién salida del Bershka”); esa que levanta ampollas entre los puretas irredimibles y pasiones entre cinéfilos insomnes y fans de las celebrities recién salidas de la clínica de desintoxicación, dispuestas a compartir sus vientres –traicioneros escotes palabra de honor mediante- con la humanidad toda. Los Oscars 2013. Aunque a decir verdad, uno ya ni recuerda la última vez que se pasó la noche en blanco con su quiniela en el regazo y la secreta esperanza de que se hiciese justicia –¿cuando nominaron a David Lynch como mejor director por Mulholland Drive? ¿O fue el año aquél en que barrió El retorno del rey, convirtiendo la recaudación en taquilla en incuestionable refrendo artístico?-.
Si a uno le diese por tratar de aglutinar temáticas y presuponer intenciones parejas entre las productoras más poderosas de Hollywood, este año se encontraría con sinergias bien extrañas. De un lado, el cine como “camino”, como senda pseudo-filosófica capaz de hacerte mejor persona. En La vida de Pi, el cada vez más imprevisible Ang Lee nos endosa una “con mensaje” y simbolismo exótico. Metafísica sin guarnición y dos huevos duros. Bestias del sur salvaje no se queda atrás en sus propósitos chamanísticos: la solución a un mundo en crisis parece pasar por las políticas aislacionistas y una renovada fe por la tierra (la new age de toda la vida sazonada con las cenizas de la generación beat). ¿Nostalgia de un nuevo medievo?
Por último, la sobrevaloradísima El lado bueno de las cosas, que quiere ir de Vive como quieras pero se queda en terapia extrema (“si estás mal de lo tuyo basta con que te juntes con alguien todavía más desequilibrado”). De locos, sí.
Mensajes positivos y panteísmo “a lo Malick” para afrontar un nuevo escenario (¿la pérdida de influencia del Imperio norteamericano y su más que previsible relevo como primera potencia en un par de décadas?). No, la cosa no es tan sencilla. Porque también hay hueco para la reivindicación de la ‘civilitas’ yanqui. Washington no paga traidores… ¿o si?
Por un lado, la escamoteada Kathryn Bigelow –empeñada en completar su propia trilogía de la caballería- volvió al escenario del crimen. La noche más oscura, tras hora y media contándonos de manera bastante rutinaria lo que todos ya sabíamos, sorprende con el delirante asalto al bunker con huerto y wi-fi, sancta sactorum del más malo entre los malos: Osama bin Laden. De acuerdo, al menos nos ahorra barras, estrellas y discursos incendiarios a lo Patton. No, ahora hay que ser muchísimo más sutil… incluso insinuar que no hay victoria posible, por desiguales que sean las fuerzas enfrentadas.
Argo resulta todavía más irritante en su “regionalización” de la historia de Oriente Medio. De hecho, el argumento muestra a las claras las aviesas intenciones de su director desde el minuto uno: hasta una crisis internacional de rehenes se puede sortear con una película de por medio. O tan solo con la promesa de rodarla. Así pues, la caída de uno de los regímenes más despóticos del siglo XX (el capitaneado por el Sha de Persia y su aparato represor) queda reducida a drama local. ¿Los protagonistas? Norteamericanos e inocentes, por supuesto.
El terceto lo completaría Lincoln o la agonía del poder. El presiente por antonomasia, el icono de la democracia enfrentado a la alternativa del diablo: justicia o paz. Spielberg casi siempre peca de ingenuo, pero es difícil acusarle de patriotero. Su Abraham es un pozo sin fondo de anécdotas que cuenta sin rubor ante una audiencia atada de pies y manos, obligada a escuchar, asentir y reírle las gracias. En una época de políticos desprestigiados e ideologías en alquiler, el cineasta viene a decirnos que los estadistas del ayer no fueron mucho mejores… aunque sus causas sí que valiesen la pena. ¿Saber contemporizar, ser capaz de sacrificar las convicciones propias en aras de un bien mayor? Maquiavelo sonreiría en ese discurso final donde se promete -¡nada más y nada menos!- la concordia con el resto de los países del mundo mundial. Ya, claro.
Lincoln es posiblemente la película más sólida de las nueve nominadas en esta categoría, aunque abunden los personajes conscientes del momento histórico que les ha tocado vivir y esa mistificación del rifle y la Biblia. O quizás lo único que pasa es que estamos hartos de conocer tantas cosas de la historia de los EEUU e ignorar tanto de la nuestra.
Así las cosas, uno se pregunta: ¿creerá todavía alguien en el cambio, quién sabe si hasta en la -déjenme decirlo sin que suene a estribillo de canción de Amaral– revolución? La respuesta es, en sí misma, un chiste de mal gusto: hasta ocho nominaciones acapara Los miserables, un super-musical a costa del clásico –este sí, inmortal- de Victor Hugo. Y es que las barricadas ya no son instrumento de librepensadores ni último bastión de pueblos sin pan. No, son un elemento más del atrezzo, lejos de cualquier símil perverso con los bloques de hormigón en tresbolillo que ahora sirven para contener a multitudes descontentas. Los miserables es cine banal y elefantiásico… cine del que llena salas, para qué engañarnos.
¿Y qué nos queda, pues? Pues las únicas propuestas con el status de “gran cine”: Django desencadenado y Amor.
Django desencadenado es un alarde de estilazo, sí, un popurrí de referencias y otro homenaje mórbido a un género extinto. Ya saben: ayer casposo, hoy faro de la modernidad. Pero por encima de sublimaciones onanistas, Django proporciona al espectador entretenimiento, algo de lo que son incapaces otras propuestas “rigurosas” o con “gran tema” de por medio. Quentin nos habla de la esclavitud, de la codicia y hasta del Tristán e Isolda. Y lo hace a su desmelenada manera: inmolándose él mismo (en la ficción) y dejando su firma sin importarle un comino lo “trascendente” que sea el tema (para disgusto de Spike Lee y otros amantes de lo políticamente correcto).
Cada año que pasa se hace más y más evidente: la Industria huye de la ambigüedad como alma que lleva el diablo. Quizás eso explique la ausencia entre los premios gordos de títulos como The master o Skyfall. La cienciología como excusa mínima para abordar la locura y el oficio de las armas –“del asesinato”, precisaría el propio James Bond- contado sin obviar el gran espectáculo. ¿Jugadas calculadas, experimentos fallidos? Sin duda alguna. ¿Pero acaso puede presumir de “perfección” alguna de las propuestas en liza de este año?
Pues la verdad es que sí. La maestría asoma de la mano de Michael Haneke y sus sorpresivas y estimulantes cinco nominaciones (cuatro de ellas de las de postín: película, director, guión y actriz) por el filme Amor, de lejos el título más cabrón de la temporada. Si Bergman fue el niño bonito entre las propuestas extranjeras (junto a Fellini o nuestro contemporáneo Almodóvar) tampoco debería de extrañarnos tanto que los miembros de la Academia se hayan quitado el sombrero ante el idilio (casi post mortem) propuesto por el austríaco de la triste figura.
La muerte como tema único. Sin esperanzas coloristas ni bandas sonoras que valgan. Sin cadáver con turbante que identificar. Sin realismo mágico que la haga más digerible. Sin presidente yacente cuál Cristo de Mantegna, abandonando este mundo en loor de santidad. Dos ancianos, una casa, un adiós compartido. Entre tanta patria –entre tanta mentira- despunta una única verdad: la más sencilla de todas, la más aterradora. Entre tanta sofisticación, entre tanto mercachifle, entre tanta historia reescrita.
Algo que siempre había estado ahí, en todas las películas. El fin.