A mediados de los años 60, Anatoli Rybakov ya tenía dispuesto el manuscrito para su publicación parcial. Era otra novela de los campos, sí, otro Archipiélago Gulag, otro Relatos de Kolimá. La denuncia de los excesos estalinistas formaba parte de la linea “aperturista” del propio Partido y su publicación por entregas se antojaba un necesario ejercicio de autocrítica y maquillaje internacional. Pero el deshielo duró poco: hasta 20 años después Niños del Arbat no vería la luz, convirtiéndose en un bestseller absoluto en la URSS de la perestroika.
Moscú, 1934. Conocemos a los hijos de los descendientes de la intelligentsia, habitantes de uno de los barrios más renombrados de la capital. Ellos, en apariencia, no tienen nada que temer: son hijos de la Revolución, primera hornada de un país de convencidos y en el que parece haber un nuevo líder afianzado tras la épica guerra civilista de Lenin y compañía. Blancos y rojos quedaron atrás: un único color se ha impuesto, un primer plan quinquenal parece haber concluido con el mayor de los éxitos (¿algo más intangible que los números?). Pero entre los miembros del Politburó, los cargos intermedios y el pueblo llano, las suspicacias y el rechinar de dientes están a la orden del día. Se presienten cambios.
Ese nuevo clima, ese cambio de rumbo -nada repentino si atendemos a las pistas que ya había ido sembrando el nuevo sátrapa-, lo padecerá en primera persona el joven Sasha Pankratov. Destacado líder de las juventudes comunistas (Komsomol), de la noche a la mañana se verá expulsado de sus estudios técnicos por una cadena surrealista de perversas (re)interpretaciones del dogma comunista. Tras el ostracismo vendrán las inevitables represalias en forma de condena ejemplar: tres años de destierro siberiano por… por vete tú a saber qué. ¿Defender a un futuro represaliado? ¿Ejercitar la ironía desde un periódico mural?
Mientras Sasha comienza su rebotar de pueblucho en pueblucho (a merced de los representantes locales del partido único) a sus compañeros de generación no les irá mucho mejor… a menos que aparquen la moral y abracen cierto pragmatismo vital. Maxim Kostin, militar de carrera, acabará destinado en los confines del Imperio, integrante de ese ejército rojo de Trotsky sin Trotsky. Yuri Sharok, abogado recién licenciado y con un “currículum” más comprometido (descendiente de sastre, pecado venial pero pecado al fin y al cabo) hará carrera dentro del establishment de Moscú como subalterno de la pujante policía política. Habrá quién se crea capaz de incorporarse a las huestes de la intelectualidad amparada por el régimen (sólo hace falta hacer que sí con la cabeza y ensalzar todo lo que provenga de la línea dura del Kremlin); tal es el caso de Vadim Marasevich. Del sexteto protagonista, ellas (Nina Ivanova y Lena Bulyagina) serán las que lo tengan más difícil. La “igualdad” entre camaradas se queda en muy poca cosa cuando llega un hijo no deseado o cuando una se convierte en cabeza de familia con cartilla de racionamiento y poco tiempo para hacer colas.
… y en paralelo a estas líneas narrativas principales, el todopoderoso Stalin en sus izbás de diseño, controlándolo todo desde uno de los extremos del tablero. De poco sirvieron los avisos dictados por Lenin en su silenciado testamento: el georgiano está dispuesto a prescindir de un aparato integrado precisamente por revolucionarios “históricos” capaces del mayor de los anatemas: llevarle la contraria. Obsesionado por la reescritura de la Historia y el cierre de filas monolítico en torno a su figura, los movimientos, las recomendaciones o enarcados de cejas de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili se convierten en el auto de fe de quienes quieren no ya prosperar, sino sencillamente sobrevivir.
Hitler acababa de llegar al poder y Stalin lo seguía considerando un contratiempo pasajero, un mal con fecha de caducidad. Toda su política se estaba construyendo alrededor de una única obsesión: liberarse de toda competencia. Los descendientes de algunos de ellos que habitan en el Arbat -y para quienes el Líder es esa figura inalcanzable que saluda desde los altares los días de celebración o pasa en su coche oficial por esa calle que desemboca en la plaza Roja- verán pronto sacudidas sus existencias, aún siendo las últimas piezas en este efecto dominó.
La Gran Purga estaba a punto de comenzar. La expulsión ya no sería suficiente: a partir de 1936 el totalitarismo ruso se quita la careta: la deportación, el cautiverio prolongado con cualquier excusa baladí y, llegado el caso, la ejecución de cualquier sospechoso de ejercer el librepensamiento. Prisioneros comunes ensañándose con unos prisioneros políticos totalmente desvalidos. Una nueva ética de la crueldad que viviría momentos álgidos (los juicios de Moscú) y que acabaría con las sentencias a muerte de Zinóviev, Kámenev, Bujarin, Rýkov, Yagoda y cualquier otro susceptible de afearle la conducta a un Stalin desatado.
El asesinato de Kirov (hombre fuerte en la delegación de Leningrado) sirvió de excusa para la prolongación definitiva de esa “dictadura del proletariado” que ya sólo lo era de la nomenklatura. Una nomenklatura clasista y privilegiada que no estaba dispuesta a avanzar en los preceptos marxistas: ahí se iba a acabar el experimento, trocado en condena a trabajos forzados para campesinos, obreros especializados, simpatizantes, idealistas y súbditos en general. Cualquier cosa que no fuese demostrar entusiasmo pasaría a ser indicio de traición al Estado. Al final sólo quedó un verdadero hombre soviético, un único bolchevique dispuesto a convencer a todo un país de que él solito representaba el espíritu de la Revolución de Octubre.
1934 arrancaba con el XVII Congreso del Partido Comunista, el último sin las mayorías aplastantes que el régimen exigía. ¿Quienes de los 1966 delegados se permitieron rechistar, discrepar, demostrar la existencia de “otras” sensibilidades? A saber. Pero Stalin no corrió riesgos: tres cuartas partes de los asistentes morirían ejecutados o en prisión antes del final de la Segunda Guerra Mundial. Moscú no pagaba traidores y traidores, al parecer, lo eran todos.
De los 2056 ejecutados en 1934 a los más de trescientos mil por temporada en el bienio 1937-38. Un apellido comprometedor, una falsa denuncia, una ligera sospecha, qué digo, una simple sensación; cualquier falta podía traducirse en una condena de por vida. Los niños del Arbat evolucionan de su ingenuidad e idealismo a una derrota solícita: todos pueden ser sospechosos, ninguno merece la confianza de nadie. Y es así como toda esa sangre nueva pasa a ser carne temerosa a la espera siempre de que alguien, de madrugada, llame a sus puestas.
Rybakov sabía de lo que hablaba, como casi todos los autores de esta literatura de los campos. A principios de los años 30 él mismo sufrió el exilio. Volvió para combatir el nazismo, ser generosamente condecorado y, con todo, no estar nunca seguro que cuán fiable era su posición dentro del sistema. Padeció con su gente y documentó el Terror y la perversión de los ideales, para volver al exilio (esta vez, elegido por él mismo) tras el traumático cambio de paradigma impulsado por Gorbachov. Murió en Nueva York y yace enterrado en su tierra natal, en el cementerio de Kúntsevo junto a otros que sobrevivieron al Gulag y, ironías de la vida, el mismísimo Ramón Mercader (asesino de Trotsky).
Niños del Arbat es la puerta de entrada a una tetralogía que completan El 35 y otros años, Miedo y Polvo y cenizas. Y es mucho más que una mera denuncia del estalinismo: es una aventura kafkiana, un desencanto coral, una épica del deportado salpicada del credo político y las presuntas sutilezas de un Stalin verosímil, convertido en deux ex machina de una acción que mana de su inagotable paranoia.