A principios de este mes de agosto y con propósito más lúdico que intelectual decidimos organizar una incursión a la nueva atracción turística de Barcelona: la primera subsede del holandés Moco. Un museo “independiente” (¿de qué?, ¿de quién?) y digamos que… de arte contemporáneo. O de arte para sus contemporáneos.
En redes sociales llevaban meses bombardeándome con sus anuncios rollo casino de Las Vegas sediento de ludópatas solventes. Me invitaban a conseguir una entrada gratis jugando a una especie de máquina tragaperras arty. Ya sabes: le das a la palanca y si aparecen tres obras idénticas de su catálogo (en lugar de las clásicas tres cerezas) eres agraciado con un 2×1. Ya empieza a ser difícil distinguir los comerciales emergentes con locales de apuestas online del porno bizarro eslovaco o del sórdido mundillo del arte. Aunque no deje de ser un ejercicio de honestidad: la sutileza desplegada por el anunciante suele ser un avance certero de las bondades del producto.
Pero no adelantemos acontecimientos. Con nuestro flamante carnet de bibliotecas municipales por bandera logramos un descomunal descuento en la entrada de… de medio euro. Igual que los jubilatas o los discapacitados, no os creáis; aquí no hay piedad. La cosa solo baja hasta unos todavía nada populares 9,5 euros en el caso de que seas estudiante o menor de edad (desde los 14,5 de partida, y eso si no te presentas a pelo en la taquilla, en cuyo caso todavía no me ha quedado muy claro qué te pueden llegar a cobrar en función de la hora, el día, la alineación de Marte con Júpiter o el estado de ánimo de quien emite los boletos).
Nada más traspasar las puertas del infierno (no, Rodin no es un “artista Moco”) queda claro a qué clase de público está orientado el club… el museo, quiero decir, repleto de jóvenes y jóvenas (perdonadme por citar a los clásicos) en visita relámpago al sanctasanctórum de los genios made in Moco. “Oh yeah, so fucking great!”
Como si de un dream team de ese arte que te han dicho que deberías de conocer -nombrar, ni que sea- los grandes nombres con lo más olvidable de su obra se despliegan ante ti. Murakami (uno todavía más horroroso que el escritor, sí), Banksy (por Dios, date ya a conocer que la broma ya dura demasiado tiempo), Warhol (su aportación: un símbolo del dólar que resume a la perfección el discurso del templo que lo acoge), Kusama (sí, si: tiene topos), Haring (¿de verdad tienen los santos cojones de exponer un retal efímero suyo con tal de completar la alineación ideal?), Dalí (que ya empieza a ser un poquito mayor para la cosa esta del contemporáneo, pero nunca le digas que no a un préstamo), Basquiat o KAWS (el de las cruces en los ojos de sus personajes, sacados todos de un descarte de la última de Pixar).
En fin, si, es evidente. Lo que tienen dentro no justifica el precio de la entrada salvo por el hecho de que… de que hay que estar allí, muermo. Cultura de club, amigos. Hacerse un selfie delante de ese desparrame colorido. O de esa última cena enaltecedora. Dejar constancia de que uno, en su periplo barcelonés de 100 o 120 horas, ha cumplido con la cultura. O sus alrededores.
La afluencia de público joven -comparado con cualquier otro museo de la ciudad que uno recuerde- es ciertamente descomunal. Y no digo yo que no sea un sector de la población interesado por el arte. Describo sencillamente lo que vi: alevines con prisa por instagramearse, hacerse la foto colectiva, gustarse y salir por patas.
La labor desarrollada por el Moco en redes sociales debe de haber sido apabullante, digna de premio. ¿Cómo se logra convertir en necesaria la visita al muy prescindible centro -pared con pared con el Picasso y en la calle Montcada, superpoblada de arte para cruceristas- y prestigiar al turista que presume de saber qué es lo más in de la city? Lo ignoro. Pero el Moco tiene el valor de vender una “experiencia” que no pasa de ser una lectura en diagonal, un paseíllo, una visita de doctor por un arte contemporáneo que es básicamente una colección de cromos firmados por iconos, consolidados y clásicos populares.
Por supuesto que hay alguna excepción, como la ingente obra -en cantidad, calidad y tamaño- de Guillermo Lorca, un chileno que me apabulla con sus naturalezas muertas donde los muertos son los humanos y los vivos animales más o menos domésticos pero claramente fuera de escala. Un universo verdaderamente propio que mezcla oscuridad y virtuosismo formal. Y funciona, sí. Funciona de maravilla.
Pero fijaos que no deja de ser paradójico que lo que más me guste de un museo de arte contemporáneo acabe siendo un pintor figurativo deudor de Rembrant, Velázquez y -esto lo digo yo, no la wikipedia– Dorothea Tanning (aunque ella hizo de lo onírico un territorio todavía más desasosegante).
La página web del Moco presume de promover “estrellas emergentes”, como si esto del arte fuese un Los 40 principales mudable en función de ventas e intereses creados (que lo es, que lo es). También incluye un hermoso brindis al sol por parte de sus fundadores, quintaesenciado en la frase que empieza con un sonrojante “representamos la voz de la calle”. Y VOX la voz de los anarcosindicalistas, sí.
Moco busca crear una “comunidad de amantes del arte” con la misma determinación que el gimnasio de tu barrio busca fidelizar a jóvenes amantes del bodybuilding, vigoréxicos en paro y muchachada que aspira a mazarse como forma de legitimización y aceptación tribal. Para ello rebaja claramente las exigencias intelectuales de su discurso expositivo, con cartelas mal traducidas -o quizás solo estén mal redactadas… no sé qué resulta más caritativo- que pretenden establecer una conexión, un colegueo con el visitante a base de dorarle la píldora y hacerle creer que algo de lo expuesto es realmente GRANDE, verdaderamente MEMORABLE (las mayúsculas son un homenaje al becario responsable de las mismas. Estamos contigo, compañero. Nuca nadie, cobrando tan poco, promocionó algo tan caro).
Y sin embargo… se mueve. Sin embargo, quiero decir, es imposible negar su éxito. Si por éxito entendemos, alta filosofía al margen, hacer de tu negocio algo lucrativo. Lo cual me plantea hermosos dilemas existenciales sobre el futuro del arte, del modo de disfrutarlo, de la relación que uno establece (o no) con las pinturas de sus autores favoritos. La generación Ya desfila con prisa por las salas, en labores más de inventariado que de disfrute y contemplación. ¿Equivocados, acertados? ¿Quién soy yo para decirles cómo mirar un cuadro?
Posiblemente tengan descargados en 4K aquellos que más les interesan y los consulten con más frecuencia que yo mi canon apenas revisado en la última década. Quizás, de esta afluencia compulsiva a este palacio gótico redecorado con el dudoso gusto de los nuevos ricos, logren perderle el miedo a unas instituciones museísticas que tampoco han hecho mucho por acercarse a ellos. Un primer contacto que puede convertir su concepción del arte en lo que es para quien esto escribe: disfrute y celebración. Sin mayores excusas trascendentales.
El Moco Barcelona, mal que me pese, cubre pues un último nicho de mercado en lo que a oferta de ocio y cultura recreativa se refiere. Como local de moda que aspira a ser, su momento pasará, pero hasta que ese día llegue no serán pocos los que dentro de 20 o 30 años daten en aquel fin de semana en la Barcelona post-pandémica su despertar a la belleza y la dislocada concepción de la eternidad.
Bien está lo que mal parece. El siglo XXI en Europa, digamos.