Un grupo de huérfanas vagando por las afueras de una ciudad cualquiera. Una madre huyendo con su hija de un marido alcohólico. Un triángulo amoroso imposible donde lo único que importa es la continuidad de una estirpe poco memorable.
Las tres películas en las que nos centraremos se filmaron en la segunda parte de la década de los 70, un periodo durante el cual Márta pudo entregar prácticamente un filme por año. Le valieron premios (incluido un Oso de Oro), pero sobre todo le permitieron alcanzar una madurez indispensable para afrontar su gran proyecto de la década posterior (sus diarios).
En todas ellas las protagonistas son mujeres en fuga. Huyen del sistema, de una relación tóxica, del rol que la sociedad les tiene reservado (la procreación y, con suerte, un puesto como mera comparsa al lado de un hombre con sed de respetabilidad). En una de las escenas de estas películas -donde los hombres tienen algo de lobos al acecho, de horda asilvestrada- dos mujeres que hacen algo tan normal como comer fuera de casa acaban rodeadas por las mesas de otra manada rugiente y amenazadora.
Las protagonistas de Adopción (1975) son una obrera viuda (Kata) y una huérfana en busca de un picadero más o menos digno con el que poder intimar de verdad con su novio. ¿Por qué se acaban entendiendo? Porque ambas están tremendamente solas, claro. Pero también porque se reconocen como iguales (supervivientes) en un mundo normalizado, gris, aburrido, marcado por las idas y venidas desde casa al puesto de trabajo y viceversa.
En esta búsqueda de algo lejanamente parecido a lo auténtico, las dos mujeres coinciden, pero también coliden. Acostumbra a haber siempre una brecha generacional: las más jóvenes son menos calculadoras, más nihilistas. La mayor conoció los coletazos de la utopía (comunista, nacionalista) y, aunque claramente descreída, todavía le gustaría creer que puede hacer algo por mejorar la vida de quienes heredarán la tierra. En cualquier caso sabe que si quiere ayudar tendrá que hacerlo de una manera activa: ni los hombres ni el socialismo (frecuentemente intercambiables en su cine) moverán un dedo.
Kata hará todo lo posible para que a su protegida le queda expedito el camino hacia su supuesta felicidad. Una felicidad que resulta desconcertante, casi absurda… ¿casarse sin haber alcanzado siquiera la mayoría de edad? Tanto da: el vínculo de la amistad (que supera un claro y pragmático interés por parte de la menor) termina afianzando una relación terapéutica, casi simbiótica.
Lo que más le interesa a Mészáros en ese clima de confidencias, de intercambio, de crecimiento mutuo. A través de la comparación (de ideas, de estados emocionales) las dos mujeres prosperan; la una sale de su alienación y es capaz de poner en duda su sistema de valores y la otra se escabulle de su cárcel estatal para caer… ¿en otra igualmente patriarcal?
Porque en la fascinante escena de la boda adolescente, el germen de las futuras discrepancias aparece. El idealizado y poderoso amor no será suficiente para exorcizar los demonios internos de una mujer asomada al abismo… al finis africae de todo lo que la sociedad húngara tenía, en aquél entonces, que ofrecerle.
Dos mujeres (1977) narra el nacimiento de otra extraña pareja: la de Mária, la funcionaria con sentido de la ética, y Juli, la usuaria contradictoria y venial. Poco o nada en común… si exceptuamos la oportunidad (que deviene necesidad, obligación) de liberarse de sus parejas para reivindicarse, por fin, como personas independientes.
Mária decide saltarse la rígida ley y acoger en sus oficinas -a falta de un alojamiento mejor- a Juli y su hija. La historia por desgracia es la habitual: un tipo en apariencia encantador que se transforma con la bebida; una convivencia progresivamente degradada. El susodicho es el polaco Jan Nowicki y merece la pena que nos detengamos un poquito en su persona.
Estamos, como en el caso de su partenaire Marina Vlady, ante otro puntal del cine de la Europa del este. Todavía en activo con sus más de ochenta años (60 de ellos actuando) y con 90 películas a sus espaldas. Ha trabajado para Andrzej Wajda, Jerzy Skolimowski, Krzysztof Zanussi, Andrzej Zulawski… y si, en prácticamente la mitad de los largometrajes de Márta Mészáros. Nowicki es siempre la perdición de las mujeres: encantador, canalla, protomártir, galán y gañán.
Y aquí se dedica en cuerpo y alma a desestabilizar a la muy debilitada emocionalmente Juli. Una presencia magnética de la que casi siempre… hay que acabar alejándose, poniendo mucha tierra de por medio. A nuestras dos protagonistas les cuesta entenderlo hasta que lo dejan perdido (para encontrarse ellas) en sus días de vino y rosas.
La lección aprendida por Mária -ella, que creía tenerlo todo tan claro- es capital. Su matrimonio -tan duradero, tan impepinable- salta por los aires en el preciso instante en que expresa algo tan inhabitual como sus deseos (continuar trabajando en aquello que le gusta, no estar dispuesta a hacer de Penélope sufriente de su consorte con síndrome de Ulises). La conclusión -habitual en el cine de la Mészáros- carece de épica pero apesta a libertad: ¡mejor solas!
Concluiremos nuestra aproximación al cine de Márta Mészáros hablando de Las herederas (1980), que cuenta como coprotagonista ni más ni menos que con Isabelle Huppert. Rodada el mismo año en el que aparecería (también joven y deslumbrante) en La puerta del cielo del malhadado Michael Cimino, estamos ante un drama malsano y decadentista, en el que una estirpe húngara llega a una solución de compromiso para tratar de sobrevivir a unos tiempos revueltos.
¡Y tan revueltos! El nazismo está a la vuelta de la esquina y Hungría, como sabemos, se acabaría uniendo a los países del Eje. El antisemitismo defendido sin tapujos por el partido de la Cruz Flechada (si, era tan fascista como suena) no le llevó a rozar ninguna mayoría democrática a rebufo del ejemplo hitleriano. Fundado en los años 30, en las elecciones de 1935 no alcanzó ni el 0.5% de los votos… pero su influencia en los siguientes comicios iba a ser decisiva (y nefasta) en el tratamiento que Hungría acabaría dando a su población judía.
Ante la imposibilidad de tener hijos, una pareja de la alta burguesía (él militar con proyección, ella de oficio sus labores) decide utilizar a la Huppert como vientre de alquiler. Ella no lo tiene muy claro, pero una amistad mal entendida y una cierta química con el marido (el inevitable Jan Nowicki) terminan por decidirla.
La parábola termina como el rosario de la aurora (los tríos los carga el diablo) y la tibieza demostrada por unos y otros frente al nuevo partido filonazi (el Partido de la Voluntad Nacional, hasta ser rebautizado como la Cruz Flechada) acabará acarreándoles terribles consecuencias. Mészáros supo combinar el ambiente malsano del Visconti de La caída de los dioses (1969) con las pulsiones que gobiernan a esta dupla femenina que, por una vez, no van a superar su animadversión.
Esa herencia compartida a la que apunta el título (pues juntas deberían de haber lidiado con las consecuencias de su decisión) termina por ser un irónico recordatorio de que las bajas pasiones (mayormente masculinas) son la única y fatal herencia recibida incluso por aquellas más favorecidas, incluso por quienes podrían creer en el ejercicio del… ¿libre albedrío?
El cine de Márta Mészáros no concluye en los 90, por mucho que nos hayamos centrado en estar serie de artículos en la primera mitad de su larga carrera como realizadora. Tampoco os puedo asegurar que esta sea su etapa más memorable: sencillamente no he podido acceder al visionado de títulos más recientes. Hasta que llegue ese momento, sirva este entremés cinéfilo para llamar vuestra atención sobre una personalidad de 91 años (sí, la Mészáros todavía habita entre nosotros) que hizo un cine de mujeres, con mujeres y… y para todo el mundo.
O cuanto menos para esa parte del mundo curiosa, viajera, inconformista y empática.