“Una mujer independiente, una que se encuentra en una situación en la que debe tomar una decisión por sí misma, es el personaje central de cada una de las películas que he hecho hasta ahora”. Márta Mészáros
Todos tenemos algún libro, alguna compilación -no necesariamente exhaustiva- que ayudó a cimentar nuestra cinefilia bisoña. No tienen ni por qué ser textos excelentes o de referencia: los primeros pasos acostumbran a ser torpes, poco imaginativos. Y a menudo motivados por la pura practicidad: aquella monografía de José María Caparrós Lera, en su edición de bolsillo, ya podía permitírmela hasta con mi sueldo de becario.
Se titulaba “100 grandes directores de cine”. Y en 1994 nadie se cuestionaba si no era algo sospechoso que todos los grandes fuesen hombres. O si quizás ocurría que los estudiosos del asunto no lo eran tanto como presumían. O sí, lisa y llanamente, ni se habían llegado a cuestionar a qué se debía aquél espectacular sesgo. Un sesgo presente en todas las artes y oficios, sí, pero que en el cine alcanzaba ciertamente un balance increíble: ¿0 de 100? ¿Ni una “gran” directora en un siglo de historia?
En aquellos tiempos pre-internet, el cine dirigido por mujeres apenas alcanzaba la condición de anécdota, de nota al pie de página en sesudos tratados que reseguían la senda dejada por… por otros sesudos estudios que hacían referencia a su vez a cuatro o cinco popes que decían haberlo visto todo. Y el resumen, casi la moraleja amoral, era clara: las mujeres y el cine… como que no.
Lo que ahora os parece exactamente lo que es -una tremenda gilipollez- fue dogma de fe para casi toda la cinefilia masculina nacida antes de los años 80 del pasado siglo. Todavía recuerdo sonrojado tratar de enumerar una docena de películas filmadas por mujeres. Y no lograrlo. No es que no me pareciesen buenas en lo suyo: es que desconocía su mera existencia.
La labor restitutiva y de puesta en valor de las filmotecas tiene aquí una doble finalidad: cultural y sociológica (casi podríamos decir psicopatológica). Porque se trata de rescatarnos de nuestra profunda ignorancia (casi de esa sensación de engaño institucionalizado: ¿cómo es posible que nadie se hubiese detenido hasta la fecha en la filmografía de esta o de aquella directora?), pero también de reconocer(se) parte de aquel inmenso prejuicio mancomunado.
Nadie que haya visto alguna de las películas de Márta Mészáros de las que os hablaré en las siguientes entregas puede dudar de que estamos ante una directora dotada de genio, grandeza, sensibilidad y universo propio. Eso es verdad ahora, pero lo más doloroso -para la cultura, pero sobre todo para las mujeres- es que también lo era en los años 70, cuando hizo películas que a ningún crítico medianamente capaz le debieron de pasar desapercibidas. Excepto… excepto si todos aquellos críticos hubiesen sido hombres (que es casi más caritativo que llamarles incapaces).
Habíamos dejado a Márta Mészáros picando piedra, haciendo pasantías cinematográficas en formato corto. Más de 15 años de meritoria hasta el rodaje de su primer largometraje en 1968, tras casi tres docenas de documentales a mayor gloria del NODO húngaro. El resultado de todo aquel entrenamiento en la ficción (¿mayor ficción que nutrir de contenidos un noticiario gubernamental?) fue una notabilísima opera prima titulada La muchacha.
…y allí mismo quedó perfilada la heroína por antonomasia de su cine. Mujer, proletaria y con escasos vínculos familiares, acosada activamente por compañeros, simpatizantes y desconocidos bastante grimosos en general. Verdaderos estudios sociológicos sobre la desigualdad de género en los países del Este, ni más ni menos sangrante que la existente en el satánico bloque capitalista de por aquél entonces.
En un momento de debilidad, la madre biológica de Erzsi le escribe dando señales de vida. Ella aprovechará la buena nueva para hacer una incursión en la Hungría profunda en la que no faltará de nada: patriarcado con empoderamiento televisivo, sumisión fatalista de la generación anterior, tarde de bailoteo y galanteo paleto, algún ligoteo efímero y… y otra vez de vuelta al profundo desencanto de las máquinas estridentes, las compañeras con mal de amores y los timadores de proximidad.
La Hungría soviética no es precisamente el Edén marxista. El desempeño en la fábrica tiene evidentes paralelismos con una condena a cadena perpetua regida por turnos, sirenas, descansos mínimos y capataces tiracañas. Sí, hay sonrisas entre telares, pero el uso de la palabra está vedado por el fenomenal ruido de fondo. Silenciadas y agotadas, con el pelo recogido y la cabeza en cualquier otra parte, las mujeres se entregan con escasa pasión al único rol que parece asignarle el paraíso socialista.
Lejos de Budapest, la cosa no mejora. Allí el tiempo parece haberse detenido, por mucho que los jóvenes se plieguen a la moda rockera. Cualquier macho desubicado se cree con derecho a entrarle a nuestra protagonista, a sondear sus posibilidades de una manera rutinaria, cansina, patética. Ella solo puede guardar silencio con una media sonrisa e intentar que su rechazo no ofenda demasiado al acomplejado futuro señor de provincias.
El amor es para Erzsi pasatiempo, compensación por una orfandad inmediatamente seguida de soledad y desarraigo. Hasta la aparición de su supuesto padre -un espabilado que solo aspira a una comida de gorra- es recibida por ella con un semblante que alterna la ironía con la tristeza. De la fábrica vengo, a la fábrica vuelvo.
La protagonista de La muchacha fue Kati Kovács, que también aparecería al año siguiente en La confrontación, dirigida por el ex–marido de la directora, Miklós Jancsó. Por aquél entonces ya era una cantante muy conocida en Hungría y, aún en papeles más bien secundarios, volvería a trabajar con Mészáros en otro par de ocasiones.
Vínculos (1969) es otra vuelta de tuerca sobre la ausencia de amor, sobre el sacrificio -¿a un sistema, a un hombre?- sin sentido. Una viuda no muy afectada por la reciente muerte de su importantísimo marido (o eso creía él, por supuesto), ve asaltado su discreto duelo por la irrupción de un hijo dispuesto a heredar el trono de hierro paterno e imponer -con música moderna de fondo, eso sí- su real y fálica gana. Por si eso no fuese suficiente, le acompaña una novia que pronto descubrirá su función en este drama ajeno: hacer de carcelera de la madre.
Un argumento casi passoliniano en una de las películas más hieráticas (y sí, también algo afectada) de la Mészáros. La cosa podía haberse quedado en una parábola algo obvia sobre la falta de compromiso político de cierto establishment, pero lo cierto es que la directora termina llevándola a su terreno: triunfa la sororidad entre madre y novia, instrumentalizadas en primera instancia por una masculinidad mostrenca.
Y es que a veces da la sensación de que Mészáros ha aprendido una poderosa lección: mientras sitúe la acción de sus películas en las coordenadas fijadas desde el organismo rector, tendrá la oportunidad de hablar de lo que realmente le importa. Así, mientras el censor de turno se deleita con el retrato del día a día en la nueva y pretendidamente industrializada Hungría, ella puede centrarse en una o dos mujeres. Nada más.
¡No lloréis, preciosas! (1970) es una película musical en toda regla… ¿seguro? En apariencia, la vida y escasos milagros de unos jóvenes con el pelo largo, mucha canción de moda y algún que otro poeta beat dándolo todo. Similar a otras muchas cintas interpretadas por grupos de pop-rock que asolarían Europa a rebufo de las de Richard Lester para The Beatles.
Por supuesto esa sería la lectura obvia, el envoltorio frívolo. Porque la Mészáros nos habla del amor libre (el de verdad) y de qué pasa cuando la que lo ejerce es ella en lugar de él. Un novio infiel que se cree que ella debe ver y acatar y un hermano machista dispuesto a marcarla en corto. La conclusión podría parecer moralizante -una boda- pero el substrato vuelve a ser revolucionario para los generalmente mojigatos países del Este: ambos tienen todo el derecho del mundo a follar fuera del matrimonio. Y a no arrepentirse de nada, por supuesto.
En casi todas las primeras películas de la Mészáros la autoridad hace su aparición en forma de tipejos uniformados que, básicamente… cortan el rollo. Si alguien se tira de un puente, están ahí para multarlo (no para inquirir sobre las razones de lo que podría parecerle un intento de suicidio al menos avispado de los seres humanos). Si te estás bañando junto al lago, no tardarán en aparecer para recordarte que te vistas y vayas desfilando. Y si te da por ocupar una casa a punto de ser derribada… tampoco temas: el agente de rigor te dirá que te busques otro sitio donde ensayar osados acercamientos topográficos con tu pareja.
En Desaparición (1973) se nos vuelve a hablar de hipocresía; en este caso la que demuestra un universitario (un privilegiado, después de todo) para con su novia proletaria. Mucho amiguete progre, mucho discursito sobre la igualdad y a la hora de la verdad… ante papá y mamá hay que hacer creer que ella pertenece a nuestra clase. Ociosa, educada, con proyección.
Es un filme de transición entre esta primera etapa como realizadora y su consolidación definitiva como narradora de historias potentes, de dramas reposados protagonizados por mujeres que se reconocen entre la multitud y ponen en práctica una genuina solidaridad obrera. ¿Proselitismo comunista? No: un profundo humanismo que cuajaría en sus tres filmes más recordados.
La próxima semana, algunas propuestas de convivencia entre perfectas desconocidas.