El otro día, alojados en el seno de la inevitable y recurrente cola, nos dio por hacer números. Sí: algunos ya llevábamos más de dos décadas tratando de resumir lo inabarcable acudiendo a la Maratón del Auditori, colofón al Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya. A media tarde del último día, como los malos estudiantes.
Las reglas están claras: habrá que enfrentarse a entre 4 y 6 películas. Y para ello es menester abastecerse con comida basura para parar un tren (entre capitales coreanas o no) y llegar con tiempo de sobra para rememorar batallitas, concluyendo siempre que el cine ya no es lo que era (nosotros, vamos) y rajar acto seguido de la selección final y los premios recién fallados. Lo típico.
A las maratones de Sitges se va a ciegas. Porque las entradas se agotan aún desconociendo los títulos que amenizarán entre 10 y 12 horas de tu vida. A veces aparece Ángel Sala con pinta de haber pasado mala noche (mala semana, mal mes) diciéndonos que también formamos parte del festival (qué coño… ¡pues claro!), aunque vengamos a caballo pasado y con ganas de devorar lo que contiene el tupper en plena penumbra y deglutir bocadillos correosos. ¡Criaturas!
Los programadores de Sitges acostumbran a trolearnos indefectiblemente, año tras año. Siempre hay una –o dos, ¡o hasta tres!- cintas que parecen responder a una cierta voluntad pedagógica (“se van a enterar estos de lo que es bueno” o “vamos a educar a nuestro público cautivo, que lo mismo nunca irían a ver una cosa como esta por su cuenta y riesgo”). La verdad es que desde que el festival cargó con el ambivalente y maleable calificativo de “fantástico”… aquí cabe cualquier cosa, oye.
Uno es de los nostálgicos de la casquería sin mala conciencia. De la ciencia-ficción (como género, no como excusa), del baile de los vampiros, el sacrificio satánico y las cosas extrañas. No hay duda de que se ha diversificado el público, pero también… se ha enfriado. No sé si alcanzan a entender que aquí, de toda la vida, se viene a disfrutar. Se respetan las películas, sí, pero todo el mundo parece más tenso, más cerebral. Más crítico.
Sea como sea, y tras la inevitable carrera para aparcar las posaderas en algún lugar que te permita leer los subtítulos sin acabar con tortícolis, arrancó el espectáculo. Y lo hizo con un anticlimax total: la última homilía del Padre Terrence Malick. Lleva por título… Voyage of time y es todo lo que puedes desear por Navidad.
Imaginaos un documental de National Geographic (vamos, hasta han puesto dinero en el asunto, tampoco hay tanto que imaginar). Escoged ahora las imágenes más bellas que imaginar podáis –tanto del mundo microscópico como del macroscópico- y mezclarlas con la adoración del monolito de 2001 y una voz en off cargante hasta lo indecible en su pretendido lirismo. Eso, y poco más, es esta Voyage of time. Malick renuncia a montar la cinta con un mínimo de coherencia (los temas se repiten, se alternan en atolondrado desorden) y se contenta con musicar a base de hits clásicos que suenen a subidón sacro.
El resultado es anodino y desconcertante en su simpleza (no he dicho simplicidad: simpleza, simpleza). De hecho, la objeción más repetida –pedantería- me parece un halago excesivo. Este documental de Malick –como todo su cine a partir de la notable El árbol de la vida– no es trascendente. Ni elevado. Ni filosófico. Es bobalicón.
Por cierto… ¿os acordáis cuando había un descanso –breve, pero descanso al fin y al cabo- entre peli y peli? ¿Cuando se podía salir a hacer el cigarrete o mear sin tener que volver a la carrera, dejando un reguero de urea por el pasillo? ¡Ah, qué tiempos! Ahora no: las películas se encadenan sin solución de continuidad, forzándote a salir pitando en mitad de los títulos de crédito y repartir codazos hasta el mingitorio. Sí, sé que para algunos tiene su encanto. Cabrones, ya veréis pasados los cuarenta…
La segunda del quinteto fue Hell or High Water (David Mackenzie, 2016). Un western moderno a ritmo de country que utiliza la crisis económica como marco incomparable de las andanzas de dos hermanos asaltabancos y con un proyecto de vida… más allá de la propia vida, incluso. En su camino se cruzarán con dos Rangers desencantados: el uno a punto de jubilarse (apoteósico Jeff Bridges) y el otro, con sangre comanche, hasta los mismísimos de los chistes políticamente incorrectos de su compañero.
Cine clásico del que sabe dosificar la acción y dilatar el clímax. Sin grandes sorpresas argumentales, pero con vehículos cochambrosos haciendo las veces de caballos, vecinos armados que reinterpretan a su manera la ley de Lynch y personajes a la vuelta de todo (véase el momento restaurante de carretera con camarera con mucho oficio).
El momento 100% Sitges se vivió con la proyección de Train to Busan (Yeon Sang-ho, 2016), un correpasillos con los habituales excesos sentimentales del cine surcoreano (si hay niña y embarazada compartiendo plano, tenéis derecho a temeros lo peor). Lo cierto es que la película que ha reventado la taquilla de la Corea más afortunada (o no, que las últimas estadísticas de muertes por exceso de trabajo también dan que pensar) es todo lo que se puede esperar de una cinta de catástrofes con excusa zombi: deliciosa en su arbitrariedad, excesiva en su encadenado de desgracias y moralista a la hora de matar a sus protagonistas.
Porque papá trabaja mucho y no está por ti, pero al menos te lleva en tren de vuelta con mama (ahora, su ex), te compra cosas que ya tienes y hasta tira de contactos para tratar de proteger a la niña de sus ojos de las hordas de revividos. Y así ella, algún día, descubrirá que la dedicación laboral del viejo mereció la pena (¡marchando doble ración de autosacrificio a la asiática!).
En fin, no le pidamos peras al olmo. Camino de Busan veremos morir a jugadores de beisbol, animadoras, ancianas sentimentaloides, azafatas, machotes, conspiradores y trescientas docenas de tipos de Seúl que pasaban por ahí. Disfrútala y olvídala.
Quizás la propuesta más interesante de la tarde-noche costera fuese Melanie. The Girl with All the Gifts (Colm McCarthy, 2016). Porque el inevitable filme de muertos vivientes tiene aquí un prólogo inquietante, más propio de capítulo de La dimensión desconocida. ¿Qué les enseñan a esos críos en ese entorno carcelario? ¿Por qué los llevan amarrados a sus sillas? ¿Qué los hace tan temibles?
Mejor no contar mucho más, porque el secreto que esconde Melanie merece un pacto de silencio entre los que ya la hemos visto en acción. Un filme que no desmerece al mejor Romero, cambiando aquí los higadillos por el mandato de la Naturaleza.
The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016), la última de la maratón, es la demostración de que el camino emprendido por el más nuevo de los daneses terribles… quizás sea de no retorno. Pero será interesante ver a dónde le acaba llevando esta deriva manierista. De momento debemos de conformarnos con una historia de pardilla –¿o quizás no tanto?- en un Hollywood de moteles y amateurs en pos del pelotazo, con modelos presumiendo abiertamente de banalidad, fotógrafos que no llegan a sosias de Sade y… Keanu Reeves haciendo de portero de noche. Pues vale. Muy decepcionante, aunque, qué duda cabe, tendrá sus enconados defensores (aunque sólo sea porque a la mayoría nos parezca… pues eso, una nadería).
Cada año, al salir del cine rozando las dos de la madrugada –a esas horas ya no está la mano con el saludo vulcaniano ni el sillón de mando de la Enterprise, ni restos siquiera de la alfombra roja- nos da por buscarle una lógica al conjunto, un leitmotiv. La cosecha de 2016 podría tener como nexo de unión a la madre (o mejor dicho: su ausencia). En Voyage of Time una Cate Blanchett extasiada invocaba cada 15 minutos a la madre tierra (para desesperación del respetable). En Hell or High Water, la reciente desaparición de la matriarca parece convertirse en el desencadenante de la acción. En Train to Busan, el reencuentro con la madre ejerce de Macguffin patillero. En Melanie. The Girl with All the Gifts, la aprendiz de humana se aprovechará de los sentimientos maternales que despierta en una maestra demasiado abnegada. Y en The Neon Demon la orfandad de la protagonista facilita su más absoluta indefensión.
Vamos, que madre no hay más que una. Y a ti te encontré en Sitges.