Invierno en algún rincón del amplio imperio ruso o alrededores inmediatos (¿el austrohúngaro?). Cinco aristócratas se consagran a la esgrima verbal en diferentes escenarios de su casa solariega. Temas elevados, retruécanos que llevan siglos obsesionando al ser humano. Pululando en torno a ellos, el servicio. Unos danzarines mudos que ponen el contrapunto con incisos ceremoniosos, retirada de platos de otro siglo y cubiertos argénteos, ceremonioso enfundarse de guantes impolutos e indispensables muletas para los miembros impedidos de la familia.
Olga, la más joven, es un alma cristiana plenamente convencida de la cruzada pacifista de Jesucristo. Ingrida es una polemista nata, militarista y rusófila empedernida. Edouard vendría a ser un imperialista autoconvencido de la belleza de su meta intelectual: implantar la pax europea a nivel mundial. Nikolai, el más instruido e inmisericorde, goza abrumando a Olga con su elevada cultura y sus argumentos inefables. Madeleine, distante, echa mano del sarcasmo para hacer más llevaderas las interminables sobremesas en casa del anfitrión.
Se habla de la reciente Exposición Mundial Colombina de Chicago en contraposición a la de París, por lo que podríamos situar la acción entre 1893 y los comienzos del siglo XX. En esa época Rusia seguía a lo suyo, en plena fiebre eslavófila; la guerra con los turcos concluyó aumentando de facto su área de influencia a costa de territorios otomanos y el tratado de Berlín de 1878 remachó sus aspiraciones, reconociendo la independencia de Rumanía, Serbia y Montenegro. Donde quiera que nos encontremos las fronteras son meros constructos: la madre Rusia reina en espíritu, comandada por el último de los Románov.
Es posible que nuestros privilegiados diletantes se hallen en algún territorio limítrofe, bajo la hégira zarista y, en el colmo de la globalización, hablando entre ellos en un mucho más chic francés (¡dónde va a parar!). Durante prácticamente tres horas y media -y sin pausas meditabundas, con lo que las posibilidades de “asimilación” de lo dicho por parte del espectador son más bien nulas- se pone en imágenes -¿o sería mejor decir “se lee”?- el libro del filósofo Vladimir Soloviov Tres conversaciones sobre la guerra, el progreso y el fin de la historia del mundo que también vio la luz en el clímax de la belle époque, allá por 1900.
Se habla de Europa. De esa Europa que Rusia siempre ha mirado de reojo, mezcla de complejo de inferioridad y solución de compromiso debida a su situación geográfica: tan alejada de Occidente como de Oriente. Se tiene una confianza ciega en Dios, en la Patria, en el ejército cuya labor sigue siendo “continuar la política por otros medios”. Un trinomio indiscutible, aunque quizás los escritos de Nietzsche ya han llegado hasta tan cultivada audiencia (El Anticristo se publicó en 1895): se vislumbra en el horizonte la falibilidad de Dios, pero ni siquiera este hecho sirve para poner en el candelero la cuestión del privilegio. Las reformas agrarias pendientes, germen de unas reivindicaciones rupturistas que desembocarían en la Revolución de Octubre, no son abordadas en ningún momento. Para bien o para mal, son hijos (pudientes) de su tiempo.
Puiu ya había demostrado una clara obsesión por el detalle, casi por la anécdota contada en tiempo real. Puede tratarse de la agonía de un anciano invisible para todo un sistema sanitario (La muerte del señor Lazarescu (2005), su obra maestra), de la reconstrucción pormenorizada de un crimen pasional (Aurora (2010)) o de una celebración familiar con dramas de clase media servidos antes y después de los postres (Sieranevada (2016)).
De hecho, Malmkorg es otro encuentro alrededor de la mesa -ahora lo matizaremos-, con tipos igualmente convencidos de hallarse en posesión de la verdad (una verdad moral, que es la que acaba importando). En ese sentido ambas son aquelarres de cuñados, de tipos pagados de sí mismos a los que la opinión ajena se la trae más bien al pairo. Aquí, además, se une un distanciamiento prácticamente autista de la realidad de su país.
El viejo régimen agoniza. Textualmente, quintaesenciado aquí en ese patriarca al que vienen a rendir pleitesía militares de alta graduación. El terrateniente agonizante les pregunta a sus criados sobre el significado de la letra de La internacional, como si pudiese llegar a comprender lo de “famélica”. Su deceso inminente, con todo, es un tema desagradable con el que se lidia a puerta cerrada. El servicio va y viene, pero fuera, los que se supone que le quieren están más interesados en llevarse el primer premio en sus interminables juegos florales.
El principal pero que le pongo a Malmkrog es justamente en el aspecto cinematográfico. No dudo que la película pueda llegar a disfrutarse a ráfagas -yo lo hice-, sobre todo si os gusta la filosofía y ese apasionante momento histórico de fe absoluta en los avances tecnológicos y el imparable conocimiento humano que culminó con… con el estallido de la Gran Guerra, a manera de refutación absoluta y sangriento baño de realidad.
Pero uno tiene la impresión de que el director rumano se ha contentado aquí con verter el texto sin más, haciéndoles encadenar a sus personajes una ristra de pensamientos más o menos trascendentes y tan estentóreos como el mundo de susurros y enconados soliloquios en el que se mueven. Sin la opción que da la literatura de meditar sobre lo que se lee, volver sobre los pasajes más oscuros e incluso subrayar aquello que nos afecta o sorprende, Malmkrog discurre ante uno como una conferencia a la que uno entra sin saber el tema, cuándo empezó ni qué ideas defienden en realidad los contendientes aupados al estrado.
La cámara de Puiu se muestra entre remisa y dubitativa. ¿Podría ser el punto de vista de los sirvientes? Temerosa y alejada siempre unos pasos, sin atreverse a entrar en la estancia sin la aquiescencia del Señor. Basculando en el umbral, atenta pero sin demostrar interés en la conversación. Quieta. Discreta. Extraña. En una de las seis partes en que está dividido el filme se sienta en la mesa con los señores y opta por el careo del plano-contraplano. Escuchamos sus peroratas, vemos cómo otros retiran unas viandas que apenas han degustado. El texto es aquí el dictador absoluto y las imágenes ni visten ni acompañan. Más bien desconciertan.
Es sintomático el alivio con el que el espectador recibe un fragmento-pulmón dedicado a uno de los domésticos de la mansión (el que parece llevar la voz cantante, encargado de administrar castigos y dosificar amenazas). La incesante conversación -ese discurso atemporal sobre el Yo, disfrazado apenas con el barniz de la erudición- pasa durante unos agradecidos minutos a un muy segundo plano. Y el pragmatismo obsceno se impone: en la retaguardia de los candelabros y las alfombras persas las faltas se castigan con la humillación pública, en una absurda búsqueda de la excelencia con la que agasajar continuamente a quienes no se fijan en nada de lo que ocurre a su alrededor.
¿Una alegoría sobre la revolución que nunca fue o anticipada elegía por esa Europa de las costuras recosidas? ¿O quizás una broma en clave marqués de Sade sobre los infortunios de la virtud aristocrática? A posteriori no faltarán exégetas de una obra que no es ni tan siquiera oscura: sólo plúmbea y engolada.
De hecho, Puiu hace bien en adelantarnos el desenlace, porque de haber concluido la película con la catarsis posiblemente la ovación del público hubiese sido cerrada. No tanto por solidaridad de clase para con los explotados, como mancomunada explosión de libertad al ver silenciados para siempre a ese par de pedantes insufribles que se tiran medio día tratando de impresionar a tres damas más resignadas que obsequiosas.