A vueltas con la honestidad cinematográfica, que es tanto como decir que andamos a vueltas con el inventario de directores que se consideran artistas. Que tampoco significa que lo sean, siquiera. Aquellos que se exigen a sí mismos esta consideración, que luchan por este tratamiento.
Repartamos primero los roles. El mago sería Carlos Vermut. El psicomago –es evidente-, Jodorowsky. Y el chamarilero… David Fincher.
Magical Girl, La danza de la realidad y Perdida. Las dos primeras –las que de verdad nos interesan- representan el misterio. ¿Y el thriller Perdida? El hartazgo, la complacencia en la propia (e indudable) genialidad.
Magical girl es una película española que maneja a la perfección los atributos de todo buen ilusionista: sugerir e inquietar. Está protagonizada por gente que no encaja, por tipos convencidos de estar viviendo de prestado. Una chica con leucemia que sabe que se quedará a las puertas de la adolescencia. Un padre en paro empecinado en cumplir los deseos de la enferma. Un ex-convicto que no quiere reincidir. Y una mujer inestable que tiempo atrás se labró una reputación entre los más sádicos del lugar.
Historias mínimas sin desenlaces obvios. Puestos a ponerles obligaciones a los artistas –estoy hoy de un imperativo parafascista que da asco-, esta podría ser una de ellas: ahorrarnos convenciones. Los personajes de Carlos Vermut descolocan al espectador con una frase, un acto, un silencio. Ya pasaba en Diamond flash, una ópera prima donde proliferaban, todavía en mayor cantidad que en esta, los momentos patilleros. No nos hallamos ante una versión corregida de la primera, porque en este cine –el honesto, digo- no hay nada que corregir. Y eso no equivale a tildarlo de “perfecto”: se puede ver una película absolutamente irregular y sin embargo quedar convencido de que es exactamente la que quería su autor. O todo cuanto pudo hacer en aquél preciso instante.
Una mujer que cree a pies juntillas que su hermano es el responsable de la desaparición de su hija. Un gang criminal lésbico y traumado. Un vengador con motivos personales y superpoderes inimaginables. Una maltratada que no quiere dejar de serlo hasta que se repita su epifanía con el gentil enmascarado. Carlos Vermut maneja el esperpento con el gracejo del primer Almodóvar y, como este, no está dispuesto a renunciar al drama. Porque en su cine abundan las actuaciones encomiables, los diálogos risibles que al segundo siguiente nos suenan a verdad. Eso acompañado de una puesta en escena muy trabajada, con abundancia de planos fijos sacudidos por la extraordinaria violencia –verbal, psicológica- de lo que se está diciendo, de lo que estamos suponiendo que pasó.
Se cuenten como se cuenten las historias y se entrecrucen las veces que se entrecrucen los personajes, no hay por qué explicarlo todo. Las elipsis y los episodios oscuros. Podría ser un dogma lynchniano, pero tanto en el caso de Magical girl como en el de La danza de la realidad alcanzan un significado pararreligioso. Ese ‘misterio’ al que me refería al principio.
Por mucho que Jodorowsky nos parezca un engatusador verborreico, un chamán en paro o un líder espiritual recién salido de un programa de desintoxicación, no se le puede negar tampoco la condición de prestidigitador. Cree en el poder del medio y se empeña en hacer tambalear nuestras certezas aunque su cine –como la literatura de Hermann Hesse- quizás tenga su época y su tiempo (lo cuál no quiere decir que caduque… pero que impacta como pocos visto cuando toca: en plena adolescencia). Hoy, en 2014, su figura se asemeja a la de un hippie inmortal, superviviente del new age y fan de los libros de autoayuda que se ríen de sí mismos.
Cuál Simón de desierto, Jodorowsky continúa con sus prédicas en La danza de la realidad. Otra película suicida, poética, excesiva hasta decir basta. Pero indudablemente… SU película. Una remembranza que incluye una figura paterna a la que le pirra Stalin, una madre que habla lanzando gorgoritos de soprano, un Chile fuera del tiempo donde se suceden teósofos, dictadores y magnicidas más torpes que Boris Grushenko. Comerciantes y leprosos, tullidos y superhombres. Niños que bailan enfundados en sus botines rojos y procesiones peripatéticas bajo la tela de paraguas polvorientos.
Alejandro nos habla de su estirpe y aprovecha para dar por finalizado su periplo cinematográfico. Lo fantástico y lo lisérgico integran una obra mínima pero compacta: cuatro décadas en la que parió siete largometrajes. Por lo menos la mitad de ellos fueron hitos de la contracultura: con Fando y Lis inauguró, sin ir más lejos, el concepto de sesiones golfas y pases de madrugada. En su segunda película, El topo, conjugó western, drogas y sangre, mucha sangre. Jodorowsky había fundado a principios de los sesenta el Movimiento Pánico junto al mismísimo Fernando Arrabal y su heterogénea formación incluía cursos de filosofía y psicología, dramaturgia, guiones de cómics… haciendo tándem con Moebius parió El incal y determinaría el enfoque de la ciencia ficción en el noveno arte durante más de tres décadas.
La montaña sagrada, cuarenta años después, sigue siendo su obra magna y un filme sencillamente inabarcable. Loco, barroco, pretencioso. Se le pueden aplicar decenas de adjetivos y aún así seríamos incapaces de definirlo siquiera parcialmente. Una pesadilla cumballá, una revelación mística, un camino de perfección con efluvios opiáceos. Tanto da. Jodorowsky hace cine para iluminar, aunque muchas veces acabe mareado bajo el efecto de sus propios vapores. Lo pide todo: complicidad y estar dispuestos a emprender un viaje alucinante a las órdenes del chamán andino. Un cine que no se ve: se experimenta. Y pocas veces se olvida.
Jodorowsky estuve detrás de la versión primigenia de la adaptación al cine de Dune. La Dune cinematográfica iba a ser uno de los mayores logros de la ciencia ficción, quién sabe si de la propia historia del cine. Un hecho que no había sido suficientemente publicitado hasta el documental rodado el año pasado por Frank Pavich. Su tesis es ambiciosa, pero incuestionable: el diseño de producción del filme –en manos de artistas como Moebius o Gigger- acabaría ejerciendo una influencia definitiva en Hollywood. Alien, Star Wars, Flash Gordon o Blade Runner no se explican sin su aportación.
El epílogo a este fantástico documental ha sido, de alguna manera, La danza de la realidad. Porque Pavich reunió de nuevo a Jodo con el productor francés de la Dune original, Michel Seydoux. Juntos se lamieron las heridas y renovaron su fe en un cine-epifanía carente de cortapisas. La danza de la realidad representa la vuelta de Jodorowsky al cine 23 años después de El ladrón del arco iris. Y vuelve a ser un filme visionario y aventurero, del que en realidad no tiene mucho sentido comentar la trama. Un inhabitual ejercicio de libertad filmada.
Por último –y tras hablar de la libertad y de la magia-, nos toca mentar al chamarilero. O al director vencido por su propio despliegue, como si un grupo de música que veinte años atrás nos hubiese sonado auténtico a través de sus maquetas mal grabadas en garajes reverberantes pasase a llenar estadios y necesitar más de la parafernalia colorista de un escenario sobresaturado de estímulos que de nuevas canciones con las que renovar su discurso.
Fincher es un excelente director. Y tiene en su haber películas notables, incluso una obra maestra titulada El club de la lucha. Pero lo suyo es la mascarada, como aquella empresa especializada en proporcionar “sensaciones fuertes” de The game. ¿Hasta qué punto cree en lo que hace? ¿Abordará algún día una historia suya, más allá de saber traducir en imágenes el best-seller del momento? Y con ello no estoy exigiendo que el director tenga que ser también el escritor, el responsable directo del guión. Pero sí que tiene que intentar –en algún momento de su carrera, cuanto menos- mostrarnos algo de sí mismo, darnos la sensación de que se la está jugando hablando de cosas que le inquietan de verdad –no necesariamente en un plano trascendental-. Querer ser mago, leches.
Perdida es un filme hábil y entretenido. Pero lo ví hace dos semanas y ya lo he olvidado casi por completo. Es una película modernísima con algo de mueble de segunda mano. Un show pretendidamente maléfico de dos horas y media, de esos que algunos resumen con un “nada es lo que parece”. ¡Pero es que no es cierto! Todo en Perdida es exactamente lo que parece. Y todo, por supuesto, queda bien explicado, perfectamente documentado; con personajes que disfrutan de presentación clásica y despedida sonada. Hasta lo inverosímil resulta calculado: el giro del giro convertido en final previsible.
Fincher o la molicie sublime. Jodorowsky, el eterno maestro de ceremonias. Y Carlos Vermut, aspirante a seductor sin películas redondas. Presente, pasado y futuro de una profesión falta de nigromantes.