El año en que una guerra inconcebible dejó paso a otra más o menos aceptable hablar de cine os volverá a parecer una frivolidad muy del primer mundo. Sea.
Lo confesaré: este tipo de recuentos de final de año se hacen siempre a manera de bálsamo personal, como forma de recopilación terapéutica. Un amigo muy cafre lo expresa de esta manera: “mientras cuento películas dejo de contar muertos”. A él le vale, sin que por ello manifieste (todavía) una desconexión permanente de la realidad.
Contemos, pues. De las 25 que hallareis en esta selección, 5 propuestas nos llegaron vía plataforma de streaming. Encontrareis cine asiático (chino, iraní, japonés y coreano). Aunque la cinematografía predominante sea la europea, con hasta 4 títulos procedentes de Italia y 3 de Francia.
Los aportes norteamericanos de esta temporada son harto interesantes: la canadiense Geografías de la Soledad (uno de los dos documentales elegidos) y las sanamente polémicas Tár, Nunca llueve en California y El club del odio (las dos últimas podríamos inscribirlas en los márgenes del antaño tan cacareado cine indie). En total, media docena de títulos estadounidenses donde conviven directores clásicos (Schrader, Scorsese) con una debutante en estado de gracia (Celine Song).
Ya sabéis cómo funciona esto: de menor a mayor en grado de interés, sin que uno pretenda justificar de ningún modo racional la diferencia entre el puesto 17 y el 22. ¿Vamos allá?
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25.- Coma, de Bertrand Bonello (Filmin)
En su última película, Bonello no abandona la vía de investigación emprendida en Nocturama (rabia, desesperanza y soluciones terroristas para encorajinar a una generación perdida), redoblando la voluntad de experimentación formal (con o sin la excusa de la radiografía social). Pero es plenamente consciente de que tras la pandemia debía de ofrecerles algo… siquiera un rayo de esperanza, digo, a esta quinta a la que se le han substraído un par de años de vida, justamente en esa edad en la que uno todavía cree en la inmortalidad.
Coma es un ensayo en formato cinematográfico, un testamento-espejo en vida para su hija Anna, una libreta de apuntes donde compilar lo que debió de ser el confinamiento para adolescentes en ciernes obligados a imaginarse un futuro o a rememorar su escaso pasado en un planeta con el presente bajo arresto domiciliario. Algunos lo lograron, otros simularon superarlo. Las consecuencias, en cualquier caso, nos resultarán evidentes a todos en muy poco tiempo.
24.- El sol del futuro, de Nanni Moretti
Coincidieron en cartelera los cantos de cisne de tres cineastas veteranos, con edades comprendidas entre los 70 y los 87 años (del Napoleón de Ridley Scott no hablamos, porque para nuestra desgracia no tiene pinta de que vaya a ser su última película). Películas de Woody Allen, Víctor Erice y esta de Nanni Moretti que querían tener algo de legado, de último vítor de la caballería. Entre el testamento y el ajuste de cuentas con el malhadado destino.
Moretti utiliza El sol del futuro para hacer balance y mirar hacia atrás sin ira. Pretende no tomarse muy en serio a sí mismo, pero su película también es discursiva, repleta de proclamas y boutades más propias de un intelectual (por propia aclamación) encantado de haberse conocido. Compartimos su cinefilia, compartimos su desazón por el (mal) gusto imperante, por los inminentes monopolios audiovisuales. Y como todos nos queremos tanto… pues nos acaba pareciendo la mar de simpática la última película (o no) del italiano más contestón.
23.- El club del odio, de Beth de Araújo (Filmin)
Hay mucha gente que se la tomó a humorada. Porque oye… ¿qué hacen estas mujeres desesperadas de tan diferente extracción social quedando para hacer un poquito el nazi? Pues si te lo cuentan en un solo plano secuencia y con la suficiente mala uva (que la tiene) el resultado es tan inquietante como revelador.
La mujer blanca indignada de los EEUU ruega mucho al Salvador, tiene siempre a mano el mazo y hace pastelitos muy cucos con esvásticas caramelizadas. Su pasatiempo favorito consiste en criticar a todo hijo de vecino que no comulgue con su ideario, que no rece a su mismo Dios, que no tenga su mismo color de piel, que no vote lo que hay que votar, que no… ¿sigo?
22.- Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese
En Los asesinos de la luna volvemos a los EEUU inmediatamente posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. Un tipo con pocas luces (Ernest Burkhart) se pone en manos de su acaudalado e influyente tío (William Hale). Su misión -que conoce paulatinamente, ahorrándole a su conciencia cualquier visión de conjunto- consiste en posicionarse en la línea de sucesión de una familia india perteneciente a la nación Osage, a fin y efecto de heredar unas tierras que resultan ricas en recursos petrolíferos.
La labor de identificación con el Mal está tan bien trabajada en el cine de Martin Scorsese que el espectador más alejado de los planteamientos cínicos acaba con una sensación de hartazgo. Dejando de banda la estrambótica historia de amor, en su última película Martin dedica tres horas para la recreación de este true crime que vuelve a ser un encadenado de ejecuciones sumarias. Y nos pasa como en anteriores entregas de su compendio de la condición humana: no entendemos muy bien la simpatía que le profesa al Diablo.
21.- La mujer de Tchaikovsky, de Kirill Sevebrennikov
Mujeres con un propósito -con una obsesión-, obstinadas, cabezotas. Dispuestas a cumplir con su voto de fidelidad hacia seres humanos que no se merecen tanto sacrificio o hacia una fe difusa, alocada, que ellas mismas entienden que hace aguas… pero que siguen practicando con terrible inercia, con terrible determinación.
Más allá de los habituales panfletos-tabloide con los que se retrata la tormentosa convivencia de los “genios” con sus mujeres / amantes (repásense todas las películas alrededor de la figura de Picasso), he aquí una reflexión fatalista de lo que significa estar a la sombra de tipos que tienen la consideración de “soles” para la sociedad de su tiempo.
20.- Love Life, de Koji Fukada
Sí, Love Life (2022) tiene algo de las catarsis familiares de Koreeda (Still Walking (2008), por poner un ejemplo) mezclada con esa laxitud existencial (ensimismamiento, mejor dicho) quintaesenciada en la indiscutible reina de las fugas filmadas hace ya dos años, Drive my Car (2021).
La convoco hoy aquí no por su excepcionalidad, sino por la clarividencia con la que le tiende un puente de plata al pasado de sus personajes. Frente a la desgracia (que no revelo) del presente, el bálsamo del pasado: aprovechar el duelo y el reset vital para pedir perdón a quienes herimos, airear el sentimiento de culpa y tener epifanías bajo la lluvia. Lo que viene siendo el derecho a las segundas oportunidades.
19.- Cerrar los ojos, de Víctor Erice
La arrebatada última película de Erice adopta un tono elegíaco que quizás sea la definición por antonomasia de su cine. Misas filmadas por un tiempo, por un país, por un padre, por un pintor paralizado en el ejercicio de su propio arte. Aquí, si se me permite, Víctor redobla la apuesta: esta es una película sobre el final de todo lo que le puede llegar a importa a un hombre. La amistad, un trabajo apasionante, el modo como esa labor es apreciada por los demás… y los amores que no fueron.
Es un cine del milagro, sí, pensado para regalar(se) una hermosa escena final de cierre de filmografía. Solo que esta vez hay momentos de desconexión, momentos que nos parecen impostados (por muy sentidos que sean para el realizador). Erice bordea el reverso tenebroso del malditismo: la autoindulgencia. Sus “viejos buenos tiempos”, su nostalgia algo enfermiza, su imposibilidad de completar la película soñada. Como si solo restase apagar la mirada y darle sepultura al cinematógrafo.
18.- Anatomía de una caída, de Justine Triet
La flamante ganadora de la Palma de Oro de Cannes de este año explora las diferencias abismales que existen entre el cine de lo obvio (algo pornográfico en la exposición de sentimientos obscenamente complejos, con pánico a manejar esa gama de grises que no permiten al espectador tomar partido de manera inmediata) y el cine que respeta la frontera entre lo verídico y lo verosímil.
La “caída” del título es indudablemente el final de una relación. Un cúmulo de reproches que terminan por hacer rebosar el vaso, ante el estupor de un chaval y su perro, acostumbrados a escapadas peripatéticas cuando la marejada en casa se hace insoportable. Eso que ocurre ahí -y que solo conoceremos a través de una escena capital- pertenece al emporio del fuera de campo, de las conclusiones a gusto del consumidor. ¿O sería más acertado decir al gusto de nuestros prejuicios?
17.- Decision to Leave, de Park Chan-wook
Posiblemente la película del año que atesora “más cine”. ¿Y eso que significa? Pues que en ella confluye el arte -ese que se le presupone al oficiante, sí-, la originalidad, el respeto a las formas -con tramas ambivalentes que aun así no esconden sus claros referentes pretéritos- junto a una voluntad de modernidad, de seguir haciéndose las eternas preguntas (“¿por qué y para quién filmo?, ¿qué me gustaría que la gente tuviese en mente antes de enfrentarse a mi obra?, ¿cuáles son las reglas del juego, de mi juego?, ¿hasta qué punto está dispuesto el espectador a dejarse llevar, a disfrutar del viaje?”).
Una historia rocambolesca, una trama adulterada de policías y heroínas, que nos la sirve el director de Old Boy (2003) en un envoltorio sedoso que homenajea al cine coreano de los últimos 25 años: persecuciones, giros de guion, amour fou. Pero esto no va de filmografías locales, sino de una industria orgullosa de sus productos más exportables y de unos cineastas-autores de la talla de Park Chan-wook.
16.- El maestro jardinero, de Paul Schrader
La hasta la fecha última estación del vía crucis schraderiano nos devuelve a un -aparentemente- sitio seguro; ese refugio en el cual se lame sus heridas alguien que tiene la certeza de merecer la muerte. Las cuatro paredes de una iglesia, los pasillos de hoteles donde nadie descansa o, aquí, un jardín imposible con aires de bastión sudista en territorio hostil. La propietaria -por sus palabras, por sus hechos- no se nos antoja una persona especialmente tolerante; acostumbrada al privilegio, hay un sentimiento de casta y un racismo soterrado que quizás encuentre su mejor representación en esas plantas y flores que cultiva por su excepcionalidad, para deslumbrar anualmente a la misma élite alienada.
El protagonista tiene que hacerse perdonar lo que lleva tatuado en la piel (textualmente). Su vergüenza, su ignominia, no le permite desnudarse más que ante mujeres a las que les despierte cierta simpatía su apología del odio en tinta indeleble. Sólo le queda aguardar -como buen católico irredento- el “milagro”: la machada inútil, la última función organizada a mayor gloria de uno mismo por un ¿héroe? que igual merecería una medalla que el internamiento en una institución psiquiátrica.
15.- Los osos no existen, de Jafar Panahi
El cine de Jafar Panahi roza lo heroico. Porque más allá de su capacidad para hacer maravillas con medios limitados, lo suyo es un peligrosísimo pulso con los tiránicos gobernantes de su país. Panahi no se limita a hacer películas-parábolas sobre Irán -guiños que en otros realizadores persas acabaron dando la sensación de tener un único destinatario: el público occidental festivalero-, sino que obliga a posicionarse -y a detenerlo, y a dejarlo marchar, y a volverlo a arrestar- a esa élite pararreligiosa que lleva varios años machacando a su pueblo por pedir… ¿igualdad?
En la última entrega de su juego del gato y del ratón construye una fábula sobre la intolerancia y la estrechez mental. De cómo cualquier artista -por reconocido que sea- tiene un problema en Irán por el mero hecho de rodar, de tomar fotografías… de existir. De qué manera unos pocos imponen el fundamentalismo por la vía del miedo, los silencios y, si se tercia… el castigo.
14.- Suzume, de Makoto Shinkai
El declive -dorado, pero declive- del cine de Hayao Miyazaki (del que algunos se empeñan en contar por obras maestras todos y cada uno de sus filmes, en un hooliganismo acrítico muy de nuestro tiempo) ha coincidido con el crecimiento, película tras película, del de Makoto Shinkai. Que precisamente nos ha entregado el mejor anime estrenado del curso: Suzume. La comparación entre esta y la tan notable como redundante El chico y la garza es quizás la comparación entre el clasicismo y la búsqueda de nuevas fugas, de mundos alternativos, de espacios en los que pueden convivir (nunca armoniosamente) fantasía y realidad adversa.
Shinkai se permite menos oscuridad sin que por ello sus propuestas resulten menos maduras. Disfrute, armonía y mundos paralelos (por supuesto), para lograr aquello que lograba el mejor Miyazaki: retrotraernos a nuestra infancia, volver a creer en lo imposible.
13.- Vidas pasadas, de Celine Song
Quizás hayamos visto ya todas las formas posibles de contar una historia de amor. Quizás sólo reste contar por fin la verdad: que todo es imperfecto, que nada ocurre en sincronía, que el momento de uno pocas veces es el del otro.
Vidas pasadas es como la trilogía Antes de… de Richard Linklater condensada en un único filme. Tres momentos en el tiempo separados entre sí por una docena de años. Infancia, juventud, madurez (tradúzcase por ausencia de sueños). Hay imponderables, hay nostalgia y hay -aun así- búsqueda. Tan triste (y a la vez esperanzadora) como todos nuestros romances fallidos.
12.- Nunca llueve en California, de Jamie Dack (Filmin)
Quizás para alguno no sea más que una película de tesis alrededor de la vulnerabilidad de nuestros adolescentes. Porque aquí el Mal no necesita de grandes planes ni maquinaciones moriártycas: le basta con intuir una continua sensación de soledad, un teléfono móvil con su irrefrenable parafernalia luminiscente y un tipo que te dobla la edad y dice entenderte como solo tú te entiendes a ti misma.
Lo zafio, lo sórdido es, por definición, lo contrario a la sofisticación. La perversión de menores se produce con unos mecanismos tan rupestres que nos resultan doblemente patéticos y groseros. Nuestra niña -que eso es lo que es- se enamora así de su matarife con la naturalidad de quienes solo pueden contar con la amabilidad de los extraños. Y maldita la hora.
11.- Fumar provoca tos, de Quentin Dupieux
Se llama Quentin Dupieux, sigue presumiendo de cuerdo y en 2023 estrenó dos películas en nuestro país (y ya tiene en su haber otro par inéditas por estos lares: Yannick (2023) y Daaaaaali! (2023)). ¿Su secreto? Tener el buen gusto de rodar historias con una duración que rara vez supera los 75 minutos (en tiempos de auténticos secuestros de la audiencia durante tres horas o más; cualquier cosa con tal de convencernos de estar viendo algo “grande”) y proponer una deriva mental alejada de caminos trillados.
Un resumen argumental de Fumar provoca tos hace explotar la cabeza de cualquier cinéfilo bien pensante. Un grupo de superhéroes con ultra poderes tabaquiles (cada uno de los cinco integrantes aportan alguno de los venenos comercializados por la industria tabaquera: nicotina, amoniaco, benzeno, metanol y mercurio) se dedica a salvar la Tierra de amenazas zoomorfas. Que si tortugas mutadas, que si lagartos humanoides… lo típico. Como en todas sus películas llegará un momento en el que te preguntes cuál era la trama principal, si en realidad había algún protagonista… ¡¿cómo demonios se las ingenia para llevado otra vez hasta ahí?!
10.- La gran juventud, de Valeria Bruni-Tedeschi
Debo de reconocer que hasta La gran juventud el cine de la Bruni-Tedeschi me había parecido escapista, abusando en sus tramas de su pijerío asumido. Una trivialidad con la que parecía estar pidiendo perdón todo el rato por tener los papás que tuvo.
Y no es que Valeria se ponga ahora seria. Es que habla de sí misma -vale, esto tampoco es nuevo- con una sinceridad recobrada, alejada del chiste fácil; la exultante juventud de una chica mimada que intenta abrirse paso en el mundo del teatro. Y ahí fuera el jardín resulta estar plagado de rosas espinosas: empezando por los excesos pedagógicos de los directores teatrales (¡menudo ajuste de cuentas con Patrice Chéreau!) y terminando por compañeros inseguros que empiezan coqueteando con las drogas y terminan embarcándola en relaciones tóxicas.
9.- Tár, de Todd Field
En época de perogrullos morales, jurados populares avalados por su ostentosa mediocridad y juicios sumarios (perdón: ahora lo llaman “cultura” de la cancelación), hay que tener arrestos para interpretar un papel tan complejo -hermoso concepto de capa caída- como el de esta directora de orquesta que utiliza su posición para engrosar sus logros sentimentales.
Pero es que ella se llama Cate Blanchett y a estas alturas de la función puede hacer lo que le dé la gana. Como enriquecer con todos los matices del mundo un personaje que posiblemente sea genial, sí, y también ambicioso, contradictorio, independiente, dogmático, quizás hasta perverso. Lo que viene siendo un ser humano plagado de aristas cortantes (compárese con el Maestro de Bradley Cooper).
8.- Umberto Eco: la biblioteca del mundo, de Davide Ferrario (Filmin)
Lo que tiene de extraordinario el documental de Davide Ferrario es el haber sabido dejar testimonio del pensamiento (más que de la obra, tan desconocida en nuestro país más allá de tres o cuatro best-sellers) de Umberto Eco, “il professore”.
Érase un hombre anclado a su biblioteca que no presumía ni mucho menos de haberlo leído todo. Enamorado de las rarezas bibliófilas, de dar conferencias ante audiencias entregadas a las que desaconsejaba la lectura de El nombre la rosa -la obra que le dio fama mundial- y de hojear sus tesoros en el recogimiento de una cámara secreta que recuerda muy mucho a donde planificaba sus maldades Jorge de Burgos.
Un elogio de la inteligencia y, por ende, una carta de amor a todos los libros habidos y por haber.
7.- Las ocho montañas, de Felix van Groeningen y Charlotte Vandermeersch
Los italianos son auténticos especialistas a la hora de contar historias-río con cualquier excusa comunitaria: la amistad, el barrio, la juventud o el pasado compartido sin más. Desde Amarcord (Federico Fellini, 1973) a La amiga estupenda (Saverio Costanzo, 2018-¿?), pasando por Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), Amigos míos (Mario Monicelli, 1976) o La mejor juventud (Marco Tullio Giordana, 2003).
Las ocho montañas se inscribe en ese cine que si estás especialmente cínico… te puede parecer tramposo, sin apenas asumir riesgos en su clásica adaptación de un referente claramente literario. Eso sí, si estás tienno… te va a dejar derrotado, vencido con sus menciones a una infancia que creías repleta de episodios tuyos y sólo tuyos. Pues no señor. Esta vida de los otros (pueblo, soledad, amistades imposibles, adultos cretinos) termine siendo una calcomanía preclara de la de cualquiera.
Filosofía pueril o genuina trascendencia filmada. Tú decides. Pero es una de las películas más hermosas del año. Y lo sabe.
6.- El regreso de las golondrinas, de Li Ruijun
El paisaje ya lo conocemos: esa desolada China periférica, esos márgenes en descomposición / deconstrucción que os recordarán al Jia Zhangke de Naturaleza muerta (2006), Un toque de violencia (2013), Más allá de las montañas (2015) o Ash is Purest White (2018). Pero la relación (el vínculo espiritual, incluso) que nos propone Li se emparenta con las grandes historias de amor del cine del primer Yimou, en entorno rural y sin mucho espacio para las sensiblerías.
Nuevamente, el que quiera entender que entienda: retrato sin maquillar de la China del boom económico (a costa del agro, el eternamente desfavorecido, el que confía en la Naturaleza y en la solidaridad de sus semejantes) y de una sociedad sin espacio para la piedad hacia el que no camina al ritmo establecido (por el partido único o por las estaciones del año, que marcan de manera inflexible la siembra y la recogida en el campo).
Hecha de pequeños gestos, sin necesidad de despliegues efectistas y con una fotografía digna de un cuadro de Georges de La Tour. Ni un beso apasionado, ni una escena de cama, ni un atisbo de regodeo en la miseria.
5.- The Quiet Girl, de Colm Bairéad
Una chica silenciosa, amilanada por las circunstancias (y los lazos -más bien nudos- consanguíneos: una familia interminable a mayor gloria de los postulados vaticanos). Una posibilidad de escape: refugiarse durante un tiempo en la casa de unos parientes que arrastran una pérdida que todavía son incapaces de verbalizar. Una culpa infinita, un perdón imposible. Y un entreno para la vida que le espera: aprender a correr sin mirar hacia atrás, recibir la recompensa de una sonrisa, de unas palabras alentadoras. Poder jugar alejada del temor, incluso en los alrededores de la poza maldita.
De Irlanda nos llegó un poema en pequeño formato de esos que solo dejan impávidos a los que ya no tienen pulso. Fluye, emociona y permanece. El cine de las pequeñas cosas, sabedor de su capacidad evocativa.
4.- Fallen Leaves, de Aki Kaurismäki
… y Aki volvió a hacerlo. ¿El qué? Pues la verdad es que lo de siempre, porque no sé a vosotros, pero a mí me cuesta distinguir Nubes pasajeras de Un hombre sin pasado, Luces al atardecer de El otro lado de la esperanza. Tipos mortalmente tristes (o no: no se han reportado avistamientos de finlandeses riendo), mucho silencio, un poquito de rock garajero, tres o cuatro reveses de la fortuna, solidaridad obrera.
Fallen Leaves es todavía mas condensada, todavía más esencial. Los personajes se definen con sus dos primeras frases (y no vuelven a tener mucho más diálogo), la fotografía roza ya el exceso caravaggista, la desesperanza fluye con una aterradora naturalidad. Así lo hacía Chaplin. Y así lo hace él.
3.- Geografías de la Soledad, de Jacquelyn Mills (Filmin)
Apenas una lengua de arena en mitad de ninguna parte, una mujer, muchos caballos. Una documentalista que arriba y que aprovecha el impacto de la soledad para experimentar con su arte. Silencio, niebla. Huesos de equino, obsesión taxonómica, la futilidad trascendente. O, parafraseando a Herzog, otra conquista de la inútil.
Lo de Zoe Lucas no es de este mundo: ¿obsesión o genuino objetivo vital satisfecho? Cada cuál llegará a sus propias conclusiones sobre el tiempo que aguantaría sin enloquecer en la isla del Sable, pero de una cosa no cabe duda: la vida de esta autodidacta es un compendio de todos nuestros miedos, esperanzas y logros pasajeros. Y la película, una elegía existencialista alrededor del más olvidado de los actos humanos: el de vivir gozando con lo que uno hace, con lo que uno es.
2.- Godland, de Hlynur Pálmason
El director Hlynur Pálmason nos invita -con un preciosismo que tacharía de malévolo- a escuchar la confesión de un pecador consumado a un pastor vencido y sin rumbo, mecidos ambos por el paisaje sonoro diseñado por Alex Zhang Hungtai (“apadrinado” por David Lynch en la tercera temporada de Twin Peaks). Pero para llegar a esta catarsis ha hecho falta recorrer una tierra desarbolada y devolvernos a oscuridades dreyerianas, a abismos de fe bergmanianos. Lo logra, digo, con un film-cartografía en el que se presupone como genuina aventura, para empezar, el propio rodaje.
La terrible conclusión de Godland haría las delicias de Kierkegaard o Nietzsche. En la tierra de los Dioses (el lugar del mundo donde más empoderada se halla la Naturaleza, donde más sentido tiene profesar el panteísmo) no hay lugar para los evangelistas de nuevo cuño. Sólo les aguarda un sino: reintegrarse en ese ciclo vital que parecen despreciar, ya sea en las estribaciones de un glaciar en perpetuo retroceso o en los rompientes que delimitan un océano impenitente.
1.- Trenque Lauquen, de Laura Citarella
Llegó de Argentina (¿como todo lo bueno, como todo lo malo?). La historia es una mujer que desaparece. La historia es una correspondencia sicalíptica enterrada en biblioteca anónima. La historia es una locutora descreída y una colaboradora en ciernes. La historia es un niño asilvestrado. La historia es otro enamorado con demasiadas lecturas en su haber. La historia es… ese secreto inasible, ese secreto inefable. Y el secreto es la historia, la confabulación, la identidad substraída.
El barrido de ida y vuelta con el que concluye Trenque Lauquen es uno de los finales más hermosamente misteriosos del cine reciente. El cine desnudado y demudado, la narratividad expuesta y expulsada del propio relato. Porque tras regalarnos cuatro horas de requiebros, palabra y arcanos, Citarella nos pide que dejemos de jugar a los detectives. Y nos propone, en el capítulo que cierra este recorrido por las principales tramas borgesianas, abandonar todo afán de comprensibilidad. Dar ese salto mortal que como espectadores significa abandonar a su suerte al personaje del que nos hemos enamorado y reconocerle el derecho a huir de nuestra mirada, a volatizarse ante nuestros ojos. A que todo deje de acontecer.
El derecho del cine, en suma, a la no narratividad.