«(Höss) era un hombre vacío, un idiota callado y ansioso que se esforzaba por llevar a cabo las iniciativas bestiales que se le confiaron con el mayor cuidado posible y aparentemente encontró en esta obediencia una satisfacción total de sus dudas y sus preocupaciones». Primo Levi.
Una idílica escena que podría estar sacada de un cuadro cualquiera de David Hockney. Una celebración -quien sabe si de un cumpleaños- con piscina, tobogán, hamacas, madres desesperadas, muchos dulces, parterres cuidados y… y alegres chiquillos correteando, militantes todos de las juventudes hitlerianas.
Podría ser una casita adosada. Podría ser un día extrañamente nublado en la soleada California. De no ser porque a la vera de este sueño tan de clase media (aupado a fantasía realizable en los Estados Unidos de la década de los años 50) y separado por un muro de hormigón convenientemente electrificado, está el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Solo en este complejo de tres campos integrados, un millón de seres humanos dejaron de existir.
El cómo, el de qué manera… lo sabemos (negacionistas y otros ignorantes empoderados al margen). A pesar del interminable debate que acompaña desde la liberación de los campos a cualquier intento de representación del sufrimiento allí administrado (¿cómo plasmar lo irrepresentable?), lo cierto es que el cine no ha parado de entrar en aquellos barracones, de permitirnos asistir al día a día de los sonderkommandos… de convertir las duchas a base de Zyklon B en “experiencias” cinematográficas. Y llegados a este punto parece que ya todo vale: los detalles escabrosos, el tremendismo, la pornografía… el morbo siempre se cree legitimado si le acompaña cierta “vocación documental”.
La primera aproximación a los campos quizás fuese la más honesta. Su único pecado: hacer poesía del horror. Se tituló Noche y niebla (Alain Resnais, 1956) y en un mundo perfecto nos bastarían esta y la monumental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) como fuentes primigenias de conocimiento, testimonio y emoción. Pero no… antes y después abundaron ficciones capaces de convertir aquellas factorías de la infamia en escenarios ideales para poder contar “grandes historias”.
A los campos se podía acudir a jugar a fútbol (Evasión o victoria (John Huston, 1981)), a tener que afrontar un dilema terrible mientras Meryl Streep practicaba su enésimo acento exótico (La decisión de Sophie (Alan J. Pakula, 1982))… incluso a algún tipo supuestamente gracioso se le ocurrió que ya iba siendo hora de abogar por la comedia con excusa humanista (La vida es bella (Roberto Benigni, 1999)). (¿Pero de qué nos extrañamos si tres décadas antes hasta se creó el subgénero de la nazisploitation (húyase de Campo de concentración nº 7 (Lee Frost, 1969) o Ilsa, la loba de las SS (Don Edmonds, 1974)), tampoco tan lejos del uso que les acabaría dando Steven Spielberg en sus Indiana Jones?).
Para cualquiera con un poquito de sensibilidad y sentido del ridículo la cosa había tomado desde hacía tiempo visos dramáticos: Sergei Loznitsa levantó acta de esos nuevos parques temáticos integrados dentro del circuito del turismo de masas (Austerlitz (2016)).
Parémonos incluso en esas dos excelentes películas que son La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) y El hijo de Saúl (László Nemes, 2015). Dos aproximaciones contrapuestas a aquello que es imposible de reproducir (la barbarie humana en su punto más álgido); a través de la catalogación pormenorizada de los horrores o mediante un inteligente punto de vista que permite no tener que mostrar -o hacerlo de manera difuminada- lo que podría confundirse con regodeo y obscenidad.
Pues bien, La zona de interés lleva esta premisa todavía más allá. Y se atreve no a normalizar el horror, sino a demostrarnos -por reducción al absurdo- que el holocausto fue orquestado y ejecutado por trepas patéticos, por mierdas egocéntricos lejos de aquella calificación divina que les diera Visconti.
Verano de 1943. Se avecinan cambios para el comandante del campo de exterminio Rudolf Höss. Su excelente desempeño como liquidador máximo del régimen le convierte en la persona ideal para abordar el “problema” de los judíos húngaros. La solución final llevaba ya 18 meses en marcha y nadie como él había sabido “optimizar” el proceso.
Eufemismos aparte, Höss era el nazi perfecto. Iba para cura (su educación, en sus propias palabras, había estado marcada por “el hábito de no exteriorizar mis sentimientos y la sumisión total a las órdenes de los adultos”), virtudes de las que sabría sacar partido en su mórbido cometido.
Pero un sociópata desapasionado -un obersturmbannführer, concretamente- no nace: se hace. A los quince años ya combatía por propia decisión en el frente oriental de la Primera Guerra Mundial. Miembro del partido nacionalsocialista a los 21. Pistolero al servicio de cualquiera que odiase a la República de Weimar a los 22. Y 25 años después, ajusticiado en la horca en el mismísimo Auschwitz, al ladito del crematorio y de la idílica casa que habita en la película.
El trabajo de Glazer quedará como un ejemplo -estudiable en facultades- de rigor intelectual a la hora de abordar (visualmente) un problema ético. Se puede volver al infierno -se debe: es imprescindible vacunar a los más jóvenes contra el olvido- y el modo de hacerlo es invocando la memoria colectiva de todo lo (no) visto. Porque hubo una literatura y una música de los campos… pero nadie pudo dejar testimonio valiéndose del séptimo arte.
En un ejercicio de contención inaudito (con la salvedad de un fundido a rojo y algún que otro exceso sonoro), el realizador se atañe al plan de partida sin un leve desvío del Método (mirar, nunca juzgar) y sin darle un solo respiro a un espectador impactado por esta inapelable lógica de la “normalidad”. Rigorista y por momentos árida, sin un subrayado, sin una evidencia explícita de cuán despreciables son nuestros protagonistas.
Glazer nos pide que estemos atentos a los márgenes del fotograma. Y, sobre todo, que escuchemos. Un tiro de gracia por aquí. Un quejido apenas perceptible que se pierde en la lejanía. Unos vagones chirriantes entrando en una vía muerta. Un hogar a sotavento de un horno de régimen industrial. Y cómo debía de afectar -todo lo que veían, pero mucho más todo lo que intuían- a quienes habitaban aquel chalet erigido sobre un cementerio.
Sutileza -y respeto por la audiencia- es no ver ningún acto de violencia más allá de los puramente verbales. Delicadeza es ver a una valiente sembrando de manzanas los alrededores del campo de trabajo. Elegancia es no llegar a ver cómo se escabulle la madre -el por qué nos resulta evidente- tras pasar una noche en el casoplón ajardinado con vistas al averno de su hija.
…y una víctima que acude inmensamente cansada a la llamada del lobo, se descalza y libera su cabellera. Alguno de los cinco hijos de Höss cultivando trastornos mentales de libro: nutrido por lo que ven -y recrean con sus juguetes-, copiando la envidiable vida de carcelero del padre -encerrando al hermano pequeño en el invernadero, a merced de una piedad incierta-.
Höss y su mujer (Hedwig Hensel) son una familia germana afortunada, embarcada en la aventura de “colonizar el este” y sin otro objetivo que mantener (o mejorar) su envidiable estatus. Todo ello sin padecer asfixiantes dilemas morales derivados del hecho de que para prosperar deban de llevar a cabo… un genocidio. Él tiene sus reuniones de trabajo: recibe cometidos, elabora informes, diseña estrategias. Ella conoce también su lugar: ser la anfitriona perfecta de las mujeres del resto de oficiales, educar a sus hijos en los valores del odio, enriquecerse todavía más hurgando en los enseres abandonados de quienes hicieron su último viaje, ese que terminaba a escasos metros del lecho conyugal.
La gran tragedia de aquella Alemania pretendidamente culta es que triunfó la conjura de los más necios de entre los más salvajes. Hombres mediocres que descubrieron que podían resultar temibles. Hombres que -fascinante momento- pueden llegar a entrever por un resquicio de luz al final del pasillo ministerial -el ministerio del Miedo, se entiende- que algún día todo el Mal que dispensan acabará siendo materia de representación museística, sometida a unas rutinas de limpieza no muy distintas de las que dispensaban en vida a unas instalaciones cuya única misión era dar cuenta del pasaje entero del siguiente tren.
La arcada, la náusea sin reminiscencias sartrianas es el único momento de lucidez en la olvidable existencia de un matarife que lo fue, quizás, por una absoluta falta de imaginación… la que padecen los que solo saben obedecer órdenes (o eso dicen).