Una mujer que dice tener línea directa con Dios, morse gestual y catatónico mediante. Un capillitas tacaño sediento de trascendencia (con o sin aparición mariana de por medio). Un grupo musical católico entre la grima, el camp y el naif perverso. Un conglomerado devenido montaña donde el once de cada mes cuerdos y locos rememoran encuentros en la tercera fase.
Aunque Movistar ya podía presumir de legado en lo que a la ficción española se refiere (ahí están Crematorio (Jorge Sánchez-Cabezudo, 2011), El día de mañana (Mariano Barroso, 2018) o Antidisturbios (Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen, 2020), todas -y no por casualidad- miniseries con un decidido espíritu autoral detrás) con La Mesías se sale de escala, elevando el listón sin que por una vez mienta el machacón triunfalismo autopublicitario. Sí, La Mesías es una de las mejores series de televisión de los últimos tiempos: terrible, hermosa, serena e inestable.
¿Y por qué? ¿Qué la distingue del resto? Diría que un decidido afán de originalidad, sustentado en una factura técnica impecable y un elenco actoral que roza la perfección en todos y cada uno de los roles. Niños, mayores, actores habituales del canal autonómico catalán, ilustres desconocidos, primeras apariciones. Todos participan de la catarsis de un rodaje que ha sabido conjugar noveles y veteranos, acabado de empaque e improvisación trabajada (el que crea que el talento haya su expresión amparándose en la casualidad, que siga poniéndole velitas al santo de su devoción).
Enric, un tipo gris en mitad de otro rodaje intrascendente. Lo suyo es estar ahí, dar respuesta a las peticiones del ayudante de dirección, perderse entre pasillos descascarillados y afeitarse solo en baños alicatados hasta el techo. (Por cierto: ¡qué gran localización ese Hotel Bruc, desafiante en su hormigonada insignificancia! Recuerdo haber pasado un fin de año allí -no preguntéis- y disfrutar de ese genuino sabor de los lugares de paso, de los perdidos, de los confundidos, de los que pegan el volantazo y paran en el primer motel de carretera anunciado, lo regente Norman Bates o lo cuide en invierno Jack Torrance. Una extraña sensación de comunidad entre habituales, festejantes y desubicados. Ahora sé que tenía su lógica: no estaba tan lejos de Wonderland).
A su vida retorna -por el temible conducto de la viralidad internauta- un flash del pasado, la genuina rememoración del trauma: Stella Maris, una loa prefabricada al Todopoderoso… sus seis hermanas le recuerdan por vía catódica, apostólica y romana que “Cristo, por ti existo” y que son el “GPS gratis” para los que tienen fe de la buena. Y claro, como para dejarle indiferente…
Pero esto no es Paquita Salas -joya del esperpento hispano nacida también de las entretelas de los Javis-. Esto va de memoria, de negación del trauma y de dejarse ayudar. Vamos a saber del pasado de Enric y su otra hermana en libertad, Irene. De cómo sobrevivieron a su madre y su huida hacia ninguna parte (hasta que esta conoció, para su desgracia, a alguien que decía creer en Dios). Lo haremos a través de tres bloques temporales diferenciados, que tienen el buen gusto de ser interpretados por tres actores distintos, sin hacer padecer -al actor y al espectador- sonrojantes intentonas de envejecimiento artificial. Infancia, adolescencia y vida adulta cargado de hándicaps, con mochila emocional de varios quintales a la espalda.
Irene y Enric lograron escapar de la secta familiar de los Puig Baró. Ocho practicantes a la fuerza -los hijos-, una oficiante a perpetuidad (la madre) y un teólogo del miedo sin propósito de enmienda (un terrorífico Albert Pla). ¿Existe después de esto alguna posibilidad de reincorporarse con éxito a un mundo que niega la posibilidad de salvación a los intocables, a los abusados, a los explotados?
Por el camino da tiempo a hablar de muchas cosas. De si hay fe buena y fe mala. De si creer puede servir -realmente- para curar el alma. De si nuestro Enric, en el fondo, no habrá acabado siendo un ser dependiente de gurús maternales. De cómo el cerebro humano crea su propia narrativa y suplanta lo impensable por lo extraño, por lo críptico, hasta por lo alienígena. Mecanismos de defensa para que nos sea posible seguir levantándonos por las mañanas.
Irene también ha acabado heredando las formas autoritarias de su madre, elevando muros y delimitando compartimentos estancos a su alrededor. Su presente -y sobre todo, su futuro- depende de que sea capaz de hablar del pasado con los pocos que importan. El proceso será lento, contradictorio, quizás condenado al fracaso por la propia naturaleza del Mal padecido.
Enric quiere erigirse en salvador, en rescatador y en desfacedor de entuertos. Por desgracia, el extraño vínculo de sangre -y de horror- que le une a su madre le obliga a acudir a la llamada de esta flautista de Hamelin que lleva toda la vida inventándose historias con las que maquillar la culpa, una por la que sabe que jamás será perdonada (en el hipotético caso de que realmente sea ya capaz de distinguir el Bien del Mal).
Nuestro peliculero profesional acabará peregrinando en pos de un abrazo. Irene, tijeras de costura en ristre, seguirá experimentando las virtudes curativas de una rutina autoimpuesta y volverá a pisar una Iglesia… si así puede colaborar en otro constructo emocional (separado ya de cualquier tentación espiritual).
Hay mucho cine, mucho audiovisual del siglo XXI en La Mesías. El piloto podría ser una relectura del Nadie sabe (2004) de Hirokazu Koreeda, donde el abandono de dos infantes -pero al tiempo, la negativa a darles una oportunidad en la vida- se contrapuntea con los ecos de otro trauma (el de la madre, más que probable víctima de abusos sexuales por parte de un familiar cercano). Evolucionamos en la segunda entrega hacia un escenario “a la griega”, culminando con ese glorioso tercer episodio (una película en sí misma) que vendría a ser un mix entre Canino (Yorgos Lanthimos, 2009) y Verano 1993 (Carla Simón, 2017). El descubrimiento del cine en edad tardía (como Werner Herzog, pero con musicales) y su necesidad de reinterpretación tiene ecos al Rebobine, por favor (2008) de Michel Gondry. Por último, el retiro hacia ese refugio de mujeres heridas y niños rotos también nos recuerda al ideado por Holly Hunter en Top of the Lake (2013-2017).
Referentes todos que solo pueden servir para alabarles el buen gusto. Porque el resultado no es nada de lo anteriormente expuesto, sino un torbellino de dolor, de géneros, de tempos. Una sesión de terapia que rompe la cuarta pared. Un coro que asegura la felicidad (ya lo cantaba la Bandini: Google no engaña). Un borbón enamoradizo en régimen epistolar. Un odio paralizante. Un dejarse ir, un convertirse en mero espectador de la propia vida. Un desencantado tránsito hacia la sanación, con la esperanza justita como para hacerla verosímil.
El reino de la Mesías, por desgracia, sí es de este mundo. Y sus víctimas, inopinadas y carne de su carne, se quedarán aquí el tiempo que haga falta hasta deconstruir su obra. Piedra a piedra, golpe a golpe.
Buena suerte y feliz olvido.