David Simon. El hombre, la leyenda. La cabeza pensante detrás de una serie que este año cumplió 20 añicos: The Wire. Cinco temporadas monumentales a medio camino entre la comedia humana, el noir francés y la mitología del fuera de la ley, la escucha telefónica, el poli entregado y la fatalidad rampante. No ha habido nada más icónico ni más bien construido.
The Wire como el absoluto, un hito que corona la televisión entendida como… como algo más. Simon utilizó su experiencia como periodista en The Baltimore Sun y, sobre todo, su bagaje como cronista de sucesos con una extraña y magnética cualidad: conservar el norte moral. Retratar la miseria de estar a este o al otro lado de la ley en un entorno hostil para cualquiera que trate de presumir de código de conducta.
Desde aquél entonces -bueno, exactamente desde dos años antes con la adaptación de otro libro suyo, The Corner-, Simon y HBO han formado una dupla obsesionada por ser sinónimo de calidad. Y por supuesto que fueron productos notables Generation Kill (2008), Treme (2010-2013) o Show Me a Hero (2015). Pero…
Si, por supuesto que hay ‘peros’. Hay una gran diferencia entre el control absoluto sobre diálogos e historia y los créditos como “creador” que se reserva David Simon en los últimos tiempos. La distancia entre la pasión y la rutina de la pretendida excelencia. Es difícil de explicar, pero vamos a intentarlo.
The Wire era un ejercicio hawksiano sublime. ¿Qué queremos decir con eso los críticos alienados? Pues que nos recordaba a aquellos grupos de currelas -casi siempre unidos por el oficio de las armas, por la necesidad de llevar ganado o seres humanos desvalidos de X a Y- que Howard Hawks sublimó en un cine masculino y homoerótico por igual. Ayudarse, colaborar, compartir penas. Por qué no quererse, rayos.
En The Wire la ciudad de Baltimore era un gran circo de adicciones, ambiciones y trabajo policial sin mistificaciones. Pico y pala: no hay ideas felices más allá de la intuición que se desprende de la práctica continuada y las horas y horas de escucha, estableciendo conexiones y sacando conclusiones que puedan sustentarse ante un tribunal. Aburrido, repetitivo y convencional a pesar de Jimmy McNulty y su infinita capacidad para generar caos.
Una sinfonía que se tomaba su tiempo (60 horas) para componer un panorama tan desencantado como caleidoscópico. Frente a aquél recuerdo, La ciudad es nuestra se queda en exactamente lo que es: la denuncia de un caso de corrupción policial con un abanico de personajes esbozado con demasiada rapidez. Podríamos decir que casi con prisa, como quien recita unos versos aprendidos de carrerilla, sin emoción.
Siete agentes corruptos. O más exactamente, convencidos de haberse ganado el derecho a la impunidad. Y es con ese descaro de los que se creen intocables con el que vagan por la ciudad como un verdadero gang criminal: pegando palos a camellos y ciudadanos (indistintamente), crecidos por esos números que parecen avalarlos (detenciones, incautaciones, pistolas decomisadas). Protegidos por sus superiores, coleccionando denuncias por violencia policial. Convertidos en leyendas por raperos que los citan como si fuesen narcocorridos al revés. Poco cuidadosos, temerarios, persuadidos -para desgracia de la sociedad a la que dicen servir y proteger- de ser los buenos.
Y en paralelo al modus operandi de estos malhechores con placa, algunos hombres buenos… y algunos hombres equidistantes, también. Asuntos internos y una abogada por los derechos civiles formarían parte de los primeros. Enfrentados a la panoplia habitual de intereses creados y testigos silenciosos: la alcaldesa y sus cálculos políticos, el jefe de policía que se sabe ave de paso o compañeros de calle que vieron, se escandalizaron y… callaron.
La serie hace una apuesta arriesgada en lo narrativo, un principio antifordiano que vuelve a chocar con la ligereza clásica de The Wire. Sí, en La ciudad es nuestra te puedes perder o, cuanto menos, sentir seriamente desorientado: continuos saltos adelante y atrás en el tiempo, un arrebato de originalidad que las series con el sello David Simon nunca habían necesitado. Demasiado alambicado, demasiado virtuoso.
Quizás la explicación esté en el propio western, ya que nos ha dado por mentar a Ford y Hawks. Un género evidentemente muy querido por este productor de series: héroes solitarios que cabalgan en autos o vehículos blindados por zonas en conflicto. No lugares -tanto el Irak de Generation Kill como la recurrente Baltimore-, en tanto y cuanto son inhabitables. El desierto, el poblado abandonado con desperados apostados al otro lado de la ventana. Nuestros antihéroes conocen las consecuencias nefastas de estar sometido demasiado tiempo a esta radiación de fondo: cómo afecta a sus vidas personales y a su salud. Pero también saben lo mucho que engancha.
En The Wire, que no necesitaba estar apegada a ninguna verdad “histórica”, había espacio para el tratamiento mitológico. Ladrones de ladrones escurridizos (Omar Little), mafiosos con proyección que se tomaban muy en serio el ejercicio del Mal (Stringer Bell), profesionales que alquilaban sus servicios pero nunca su alma (el hermano Mouzone), ejemplos de rectitud (Cedric Daniels). Baltimore, a la postre, era un escenario neutro: depauperado, con sus barrios abandonados a su suerte, con centenares de buscavidas con razones bastante válidas para hacer lo que hacían.
Por el contrario, La Ciudad es nuestra está más interesada en la parábola que en los personajes. Sin la potencia visual de The Wire -os lo puedo asegurar: dos décadas después sigue habiendo escenas que merecen figurar en la memoria cinematográfica del siglo XXI por méritos propios-, el acumulado de maldades policiales termina componiendo un catálogo demasiado evidente de todo lo que marcha mal en ese estado policial que solo ejerce contra pobres y desvalidos. Nada, en definitiva, que no sepamos… excepto los propios estadounidenses, empeñados -eso sí- en escandalizarse.
Wayne Jenkins es así un policía aupado por un sistema que no funciona… pero que premia a quienes están dispuestos a obviarlo y seguir ejerciendo el pillaje en las calles. Daniel Hersl es un John Wayne taimado y cruel, otro que disfruta abiertamente de su posición de poder. Los dos, por supuesto, se creen listísimos. Como inductores intelectuales de una corrupción “normalizada”, se sabrán rodear de personajes que comienzan con tibieza ética y terminan igual de podridos, compitiendo por llegar los primeros a los escenarios de los crímenes -reales o inminentes, en función de lo motivados que estén esa noche para acrecentar su listado de hazañas- y agenciarse fajos de billetes como quien acumula cajas de donuts en el salpicadero.
Sean Suiter, salpicado también por las barrabasadas este grupo cada vez más salvaje, es el único que tiene el coraje y la dignidad suficiente para obrar en consecuencia. Pero también tiene asignado -casi desde el arranque- su papel de tibio brechtiano: su desesperada decisión resuena a eco de coro griego.
En The Wire había cinismo a raudales y sentido del humor (negro, sí, muy negro). En La ciudad es nuestra, David Simon se pone la toga y parece hacer hasta abluciones purificadoras; hay demasiado respeto por los hechos, demasiada autoconciencia de estar abordando un tema “importante”.
La técnica documental -que tan bien le funcionó anteriormente- queda así viciada de origen: los Hechos, las cadenas de favores entre uniformados, la contradicción flagrante en la que viven aquellos a quienes deben de reportar. Todo debe de ceñirse a una Verdad que aquí resulta por momentos anticinematográfica, como uno cualquiera de esos informes de fechorías levantados por estos salvajes armados y cada vez más peligrosos.
Como si el bardo de Baltimore se contentase ahora con volver a ser un cronista al uso.