…y otra cierta tendencia en el cine francés. Esta un poco casposa. Porque la cosa funciona tal que así: monto un casting, descubro una beldad con cara de esfinge y lánguidas maneras de supermodelo sin perfume que anunciar (todavía) y…. ruedo una película.
La película será ella. Su tránsito hacia la edad adulta, ¿sabes? Su esplendor sexual, su cuerpo. Como además soy un director que ya está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, me puedo permitir prescindir de sutilezas. Abundarán planos contrapicados de sus tetas, sonrojantes interludios musicales extraídos del cine soft setentero… y para subrayar su desfloramiento, me dejaré de figuras y alegorías; no, no basta con que la impúber asegure que es su primera vez: mucho mejor que se explore y nos muestre sus dedos ensangrentados. ¿Te ha quedado claro?
No cargo contra lo explícito, pues explícitos eran los preceptos tanto de Lars von Trier en Nymphomaniac como de Alain Guiraudie en El desconocido del lago. Y la cosa funcionaba, porque ambos dejaban un generoso espacio para la imaginación. ¿Qué le pasa además a la última película de François Ozon? Pues que no sabe qué quiere contar.
Va de una niña-mujer que pierde la virginidad en un estío rohmeriano (aunque más se asemeja a un capítulo de Verano Azul, incluyendo un adiós a la infancia en la arena al que sólo le falta como banda sonora el Julio Iglesias de De niña a mujer) y vuelve a la gran ciudad con ganas de “capitalizar” su talento, partiendo de una de las muchas certezas de su desahogada existencia: que es joven y bonita. Tiene un hermano cómplice que recién empezó a meneársela, conformando juntos un alegre cóctel hormonal.
Isabelle comienza a citarse con hombres en hoteles céntricos. ¿Por qué? Lo dicho: porque puede. La culpa es de internet y los móviles (a saber con qué completaría Torrente el trinomio), que lo ponen todo a huevo. Por momentos uno siente el mismo apuro –a la francesa, eso sí- que viendo los 15 años y un día de Gracia Querejeta. Padres superados por las circunstancias filmando el desconcierto infinito que les producen unos hijos adolescentes.
Pero ojo, porque entre polvo y polvo generosamente remunerado, Isabelle se hace mujer (¿¿??). Diríase que desde la monotemática perspectiva masculina, el género femenino “se encuentra a sí mismo” y “se realiza” a través del coito desbocado. Casi suena a fantasía sexual de viejo verde. Ozon elude el drama y aborda la prostitución como si de un universo ‘chic’ y excitante se tratase. “Que estoy en edad de experimentar, oye. Y la de amigos que se hacen, o sea”. Hasta lo sórdido quiere pasar por anecdótico.
¿Se enamora Isabelle de su cliente más maduro? Pues no lo sabemos, porque la actriz Marine Vacth –que en realidad tiene 23 años y sí, no se lo discutimos a Ozon: está muy buena- se limita a mirar a través de las ventanas con mucha melancolía y a fumar cigarrillos con pose hierática de gran odalisca. ¿Rehace su vida en los brazos de un pagafantas de su edad? Pues a saber, porque el abanico de emociones del rostro de Marine es más limitado que el de Jean-Claude Van Damme en la cola del mingitorio. Y seguimos a vueltas con sus motivaciones… exactamente, ¿por qué le da por ahí?
Pues porque se aburre terriblemente, señores. No es de extrañar, porque su familia es lo más rabiosamente burgués que se ha visto en la gran pantalla desde los tiempos de Claude Chabrol, incluyendo antológicos ramalazos progres (tras saber del dinero acumulado por su hija sacudiendo colchones la madre decide que lo donará “a una organización benéfica encargada de la reinserción de prostitutas”. Mejora eso, Pilar Bardem).
El remate de feria lo constituye el reencuentro final con la viuda de su extenuado cliente habitual en la mismísima habitación del… llamémoslo… suicidio pasional. Duelo de damas hastiadas, aunque les separe medio siglo de decepciones, minigolf y cremas reafirmantes. La señora que acepta con deportividad el adulterio del marido (¡no me jodas!) se reúne con su última amante en nómina para hacerse una idea de dónde acontecieron los encuentros y de la talla de su imbatible rival. La joven parece tener otra de sus revelaciones incomprensibles y el espectador se va a casa sin saber si lo suyo fue devoción, curiosidad, vocación frustrada o sobredosis de peticiones de amistad en Facebook.
Joven y bonita la hemos visto ya tantas, tantas veces… es Catherine Deneuve en Belle de jour, Anna Karina en Vivir su vida, Elodie Bouchez en Los juncos salvajes, Emmanuelle Béart en Nelly y el Sr. Annaud, Eva Green en Soñadores. Tantas que su “no discurso” nos suena hasta reaccionario o, cuánto menos, poco meditado. Si, Ozon, vivimos en un mundo conectado. Sí, cualquier menor medianamente curioso puede acceder al material más escabroso que imaginarse pueda. Pero de ahí al salto cualitativo dado por la protagonista… media un abismo y una explicación plausible, más allá de la inapetencia vital de una nínfula estirada.
A Ozon le falta el lirismo de Assayas, la concreción de Hansen-Love, la mala baba de Tavernier. En algún lugar indeterminado entre La carnaza, The bling ring y Samaritan girl se debate su prescindible última película, muy alejada de sus mejores trabajos (Amantes criminales, Gotas de agua sobre piedras calientes o En la casa). E impropia, sobretodo, de alguien que tiene como realizador favorito a… ¿¡Rainer Werner Fassbinder!? ¿De verdad?