Aquella tarde, las cartelas que publicitan eventos en las farolas de Barcelona parecían ondear a media asta. Todavía podía leerse el nombre agigantado de Jóhann Jóhannsson en la que había sido la última interpretación en vivo y en directo de su música.
El 9 de febrero de 2018 moría este compositor islandés a la edad de 48 años. Cuentan que había empezado como guitarrista, reivindicando el eclecticismo y el machihembrado de géneros y corrientes musicales aparentemente antagónicas.
Su carrera bicéfala discurrió entre sus personalísimos trabajos en solitario y sus notables dos décadas de bandas sonoras para las películas de sus compatriotas (recuérdese la intro para la serie Atrapados (2015-¿?)), de Denis Villeneuve (Prisoners (2013), Sicario (2015) y Arrival (2016)), Darren Aronofsky (Mother (2017)), marcianadas a mayor gloria de Nicolas Cage (Mandy (Panos Cosmatos, 2018)) o esa La teoría del todo (James Marsh, 2014) que tanto haría por su consolidación definitiva, la de una verdadera escuela islandesa dentro del propio Hollywood.
Quizás como prolongación y cénit de aquella primera pica en Flandes, recordar el último Óscar a la mejor banda sonora original: esa Joker (Todd Phillips, 2019) oscurísima firmada por la superdotada Hildur Guonadóttir, con quién había colaborado en María Magdalena (Garth Davis, 2018).
Y cuando ya sólo nos quedaba lamentar la pérdida e inventariar su legado, resulta que la Atlàntida Film Fest 2020 nos trae en esta su edición vía Filmin su primera y única película: Last and First Men (Jóhan Jóhannsson, 2020). Un ejercicio de ciencia ficción atmosférico y minimalista (y esta vez el adjetivo está bien utilizado, palabra).
Dos palabras, todo sea dicho, que odio encarecidamente cuando las leo en una crítica. ¿Qué es eso de atmosférico? ¿Por qué me salen con lo de “minimalista” para evitar reconocer que no se sabe muy bien si hay algo que entender?
Jóhannsson cede la palabra a Tilda Swinton como narradora y maestra de ceremonias para sumergirnos en un futuro de humanos lejanamente antropomorfos… a los que por supuesto jamás llegaremos a ver. Porque el plano visual queda acaparado por aquellos mazacotes de cemento y hormigón armado tan queridos por los países del bloque del Este, a rebufo de los dictámenes de Le Corbusier. La cámara explora formas, ángulos, herrumbres y siluetas al atardecer o en mitad de un monte tomado por la niebla. Ligeros travellings, lentos paseos a pie de monumento.
Ahí vendría el minimal, el recurso más propio de la videocreación que de aquello que hemos dado en llamar (una convención como cualquier otra) cine. Pero es que uno puede quedar hipnotizado por estas moles brutalistas al principio informes y de las que vamos descubriendo sus partes (pocas veces llegamos a abarcar un todo) al ritmo impuesto por la voz de Tilda. Recordatorios de batallas, de antiguas revoluciones, odas al levantamiento de pueblos que sólo mantuvo unidos Tito. Barbaridades arquitectónicas, mayormente.
Sacadas de su tiempo (entre finales de la Segunda Guerra Mundial y principios de la década de los 80), estos adefesios sin filiación podrían pasar a ser -¿por qué no?- los vestigios de una civilización próxima a su extinción. Una civilización que ha debido de mudarse de planeta y que nos mira -siempre esculpidos en piedra- con sus órbitas oculares talladas cuál apéndice de un cuerpo serpenteante. Sus capacidades se nos antojan inimaginables, poseedores de “órganos que cuando se extienden a lo largo de sus cajas óseas, revelan el firmamento con tanto detalle como los telescopios astronómicos”. ¿Pero por qué debería de ser siquiera realista la manera en que se representan a sí mismos?
Las “montañas geométricas”, en fuerte contraste con el cielo plomizo -¿os he dicho ya que la película está rodada en blanco y negro?- y los árboles pelados hacen de este un tránsito becqueriano, un caracolear entre hitos de campo santo. Lápidas erigidas para deslumbrar, motivo de regocijo para una especie de mentes unificadas (no, no son suecos) empeñadas en una supervivencia imposible.
Influyendo en el pasado, pero conscientes de su destino –“orgullosos”, incluso- los últimos de los nuestros parecen contentarse con haber diseñado un hermoso escenario sobre el que representar una última función. El asombro y la pena como estrambote: por lo que pudo haber sido, por ese “esfuerzo autodestructivo” capaz de suplantar cualquier intentona universalista.
Pero para que todo esto funcione es necesario crear una atmósfera. Para que el comulgante-espectador se vea impelido al trance, debe de estar arropado también en el plano sonoro. Y para este propósito Jóhan Jóhannsson ha compuesto un oratorio que convierte las nervaduras y las superficies agrietadas en mundos en formación, en posibilidades, en recreaciones. Los rebordes afilados, las odas al pasado en forma de dientes de sierra.
Una película en la que se pueden cerrar los ojos y dejarse acunar por una banda sonora capaz de enriquecer algo tan difícilmente adjetivable como… ¿un encadenado de 70 minutos entre bloques de hormigón y repuntes de osciloscopio? O en la que, si se prefiere, se puede eliminar el sonido del apocalipsis y disfrutar con esa colección de estampitas balcánicas generadas por otro sistema político convencido de que su reinado no era de este mundo.