“Las marionetas nos han parecido emisarios del más allá, capaces de crear una “alteridad” que podía inquietar claramente y con un propósito. Nos han parecido inmensamente capaces de anunciar un mundo intermedio, atrapado entre un reposo estremecedor y lo perturbadoramente vivo y habitado”. Hermanos Quay.
Corren por ahí dos gemelos idénticos paridos en los Estados Unidos en 1947, residentes y laborantes en Inglaterra desde finales de los 60 hasta no hace tanto y cultivadores de un estilo de animación más propio de los pioneros de los países del Este (época ‘pacto de Varsovia’ incluida). Se llaman Stephen y Timothy Quay. Me gustaría ponéroslo fácil y proporcionaros algún referente al que agarraros antes de adentrarme en su tétrico submundo, pero… no, no creo que lo haya.
Y es que los Quay, en sus ya más de cuarenta años entre miniaturas, maquetas, marionetas y trucos de orfebres del cine silente, se han logrado distanciar de cualquier otra cosa conocida. Sus cortometrajes son malsanos, sibilantes, perversos. Como si los detritus amontonados al pie de un container tomasen vida propia y se dedicasen a tropelías varias: confundir a los insomnes, habitar en nuestro inconsciente, pugnar por hacerse un sitio en esa superficie a la que parecen aspirar, viniendo siempre desde muy, muy abajo.
Sus influencias son diversas y elevadas, propias de lo que daríamos en llamar la “alta cultura”: desde compositores vanguardistas a oscuros textos que parecen páginas perdidas del Necronomicón. Man Ray, Kafka, Buñuel, el Fragonard anatomista, el escritor polaco Bruno Schulz…
Si queréis considerarlos surrealistas, podréis dedicaros a buscar elementos que se repiten con la constancia reservada a los iconos y los chistes privados de la infancia: escaleras, tijeras, tipos más solitarios que un paseante en un cuadro de Giorgio de Chirico, bosques amenazantes. Pistas, aunque confusas, las hay.
Como toda experiencia operística -sí, de algún modo aspiran a serlo-, los cortos más memorables de los Quay (con una duración idónea situada entre 10 y 20 minutos) están construidos para experimentar sensaciones no del todo agradables: el desasosiego, las certezas mórbidas, los déjà vu a perpetuidad. Al verlos quizás no lo paséis del todo bien, pero no os quepa la menor duda de que ellos han disfrutado de lo lindo esos 600 segundos de animación… que quizás les hayan llevado un año de trabajo.
Para construir este efecto de anhelo e incomodidad recurren a potentísimas bandas sonoras que convierten a sus decorados en escenarios perdidos de algún cuarto acto desconocido hasta entonces por musicólogos y melómanos. Misterio, pérdida de referentes, incluso algo de pavor. El espectador camina sin brújula, sin historias, sin comienzos ni finales.
La obra de los hermanos Quay es fácilmente abarcable por cualquier cinéfilo curioso. Son autores de dos largometrajes (Instituto Benjamenta (1995) y El afinador de terremotos (2005)) y de una treintena de cortometrajes que pueden visionarse en poco más de cuatro horas y de los que os hablaremos en el presente escrito. No os aconsejo que os peguéis un atracón sin pausas, por una sencilla cuestión de salud mental: a los Quay hay que tomarlos en dosis adecuadas, no en maratones que se pueden traducir en terrores nocturnos hasta el despertar de Cthulhu.
Su primera aportación al género fue Nocturama Artificialia (1979). Desde el salón de casa y mecido por una lectura parsimoniosa, nuestro habitual héroe gris será presa de un tránsito que le llevará a recorrer la ciudad en un tranvía del que sólo escucha el constante ir y venir desde su ventana. Un postrero viaje en el que lo cotidiano se torna amenazante y el noctámbulo una especie de trotamundos fatalista.
Si en algún lugar se han dedicado a hablar de su propio arte, así como de sus ídolos en vida, ese ha sido The Cabinet of Jan Svankmajer (1984). Homenaje a su espejo checo, un genio sin nada de artesano -aunque lo supongamos por la paciencia que debe de desplegar para obtener sus joyas animadas- que arrancó su carrera quince años antes que ellos. Los tres se pirran por la técnica del stop motion y en esta fantasía encierran a Jan y una de sus criaturas en su conocido gabinete de curiosidades, ese lugar donde los creadores de universos guardan celosamente… pues casi cualquier cosa, porque cualquier desecho puede acabar sirviendo de materia prima para sus cuentos.
De Arcimboldo a Frankenstein, lo cierto es que la suma de las partes acaba con la criatura licenciada con honores; coronada su cabeza por libros, ya está en condiciones de salir a ver mundo y decepcionarse por sí misma.
Si los escenarios de sus cortometrajes se asemejan a pequeños dispositivos cuya misión se desconoce (¿atrapar algo que viene de fuera o protegerse de ese exterior amenazante?), el kilométrico título Little Songs of the Chief Officer of Hunar Louse, or This Unnameable Little Broom, being a Largely Disguissed Reduction of the Epic of Gilgamesh (1985) puede quintaesenciar ese caza. ¿Se vigila o se monta guardia, apostado ante la inminente venida de la Bestia?
Street of Cocodriles (1986) es, quizás, su obra maestra. Desde luego es su cortometraje más “vistoso”, un cuento gótico recargado y críptico. A través del esófago de madera -ese elemento que permite a los del mundo visible asomarse al inframundo- asistiremos a un periplo que no es otra cosa sino paulatina deshumanización. O, en palabras de Bruno Shulz, genuina “corrupción metropolitana”: calles con escaparates que sólo aspiran a naturalezas muertas, engranajes infernales, tornillería que huye al unísono, hilos que mueven vaya usted a saber qué mecanismo arcano.
Es también la historia donde la cámara se mueve con mayor libertad, impulsada en elaborados movimientos que acompañan y abandonan, que muestran y ocultan a un tiempo. Como en el grueso de su obra, no acertamos a saber qué está ocurriendo… aunque nos atreveríamos a decir que es terrible e irremisible.
Los protagonistas de los cortometrajes de los hermanos Quay pueden ser seres aberrantes, parientes cercanos del Eraserhead (1977) de David Lynch. En Rehearsals for Extint Anatomies (1987), sin ir más lejos, un homúnculo con un fulículo en la frente y que convierte los códigos de barras en instrumentos de cuerda. Una danza, en definitiva, de objetos cotidianos observados por un ente al que le pasa desapercibida su propia existencia.
El blanco reina en una arquitectura imposible cercana al universo de Escher. Y en mitad de todo ello, una habitación de ambiente irrespirable donde parecen subsistir dos seres aislados. Las líneas verticales (presentes en el papel de las paredes, pero también en el diseño de las sábanas) sugieren los barrotes de una cárcel. Nuevamente, la duda: ¿no hay salida o hemos sido nosotros mismos los que nos hemos refugiado tras esas defensas?
Dramolet: Stille Nacht I (1988) es la primera de una serie de piezas breves – poco más de un minuto- donde ‘dentro’ y ‘fuera’ vuelven a tener cualidades místicas. Un bebé en su trona y un espeluznante espectáculo de imantación al otro lado de la ventana. Su continuación, Are We Still Married: Stille Nacht II (1994) es una inquietante muestra del muy inquietante estilo de los hermanos: una película de terror con conejo, Alicia en sus zapatos y amenaza inmediata al otro lado de la puerta. Directamente sacado de los mundos de una Dorothea Tanning.
Tales from the Vienna Woods: Stille Nach III (1992) -nótese que es dos años anterior a la supuesta parte II- nos remite a los bosques austríacos, sí, pero olvidaos de su calma y placidez de vals evocador. Un mueble daliniano que levita, una cucharilla, un cañón y una bala que se pierde entre la pinaza. Y allá cada cual con el significado que logre arrancarle.
De 1994 data también Can’t Go Wrong Without You: Stille Nacht IV, en la que aparece de nuevo el sempiterno conejo de la segunda parte. Una fantasía casi meliesiana: cerraduras desde las que acechar a la muerte, huevos codiciados, una báscula, trucos de manivela hacia atrás y algo de hemoglobina.
Ex Voto (1989) vendría a ser una miniatura que cobra vida, un cuadro del medievo revivido y no por ellos menos reconcentrado. Una ofrenda a los particularísimos dioses de los hermanos Quay.
En el territorio del sueño -en el territorio de la pesadilla- todo es posible. The Comb (1991) acontece en esa entrevela entre el tocador y el primer sueño. Volvemos a adentrarnos bajo el suelo que pisamos, volvemos a penetrar en un cuadro salido de los delirios de algún pintor moralista del siglo XV pirrado por los detalles más sórdidos.
Monigotes abandonados, aparcados en algún sótano ignoto, gobiernan una geometría en la que lo grande puede acabar resultando pequeño y viceversa. En lontananza, la vida de los hombres resulta una anécdota microscópica.
De entra las vetas de la tarima avejentada se tienden escaleras hacia un mundo de hombres y mujeres indefensos, perdidos en sus ensoñaciones insondables. Y siempre terminamos con la duda: ¿reside la verdadera vida en los objetos aparentemente inanimados o somos nosotros, carne, sangre y huesos, autómatas fenecidos tiempo ha?
Un espejo, unas almohadas y unas manos que nunca parecen nuestras.
De Artificiali Perspectiva (1993) vuelve a dar valiosas pistas sobre el plano en el que se mueven sus inquietudes. He aquí un catálogo sobre la anamorfosis, una deformación de la perspectiva que acostumbra a esconder visiones y mensajes ocultos en cuadros aparentemente bidimensionales. Se entiende lo que les fascina de este juego: el observador debe de situarse en una posición muy concreta para poder tener una visión clara de aquello que se ha pintado realmente.
Su cine, de hecho, es un constante juego de reflejos y puntos de vista. Con alter ego mudos buscando ese resquicio desde el que, al asomarse, todo cobre sentido.
In absentia (2000), apropiada coda a esta aproximación al inconsciente puesto en imágenes, nos invita directamente a escalar las montañas de la locura. Una mujer (Emma Hauck) escribe compulsivamente a su marido, destrozando la punta de grafito de los lapiceros que utiliza sin solución de continuidad. Lo que cuenta -o lo que no cuenta: sencillamente lo que le rodea- son voces ininteligibles, susurros malévolos, extraños seres que otean desde las alturas.
El miedo a la desaparición definitiva y el seguro olvido en los trasteros de la memoria ajena.