Lo desconozco todo de Edgar Reitz y de su monumental proyecto Heimat, un Cuéntame germano hecho en serio (uséase: con rigor, medios y equidistancia ideológica) que discurre parejo a la historia de Alemania desde la República de Weimar hasta el año 2000. Como el Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci, pero a lo largo de tres temporadas televisivas filmadas en tres décadas distintas: medio centenar de horas de una serie que apasionó al mismísimo Stanley Kubrick e influyó decisivamente –o eso dicen cada vez que se les entrevista- a los creadores de The Wire.
Así que me asomaba con curiosidad virginal a esta Heimat cinematográfica, que cronológicamente se sitúa en la década de los cuarenta del siglo XIX (venga sí: llamémosla precuela). Cuando Alemania no era ni tan siquiera Alemania, concretamente en una región del noroeste situada entre la incipiente Prusia y la derrotadísima Francia post-napoleónica. Antes de que von Bismarck y su diplomacia cañonera terminasen de asentar el Deutsches Kaiserreich, proclamado en 1871 en Versalles (donde parece sucederles todo lo bueno y todo lo malo a los alemanes).
Volvemos pues al pueblo de Schabbach, que así se llama, sometido ahora a las penurias de unas malas cosechas continuadas, un riguroso invierno y una plutocracia depredadora. 25 años antes de que Karl Marx redactase El capital, el campesinado y los gremios de artesanos ya empiezan a estar algo más que moscas con el orden establecido, encabezado por un rey de Prusia al que le costaría todavía unos años renunciar a su carácter divino.
Jakob subsiste como buenamente puede en esta realidad que le es ajena, porque él –como casi todos los idealistas, en cualquier época y lugar- ha decidido evadirse a través de la lectura, forjándose un paraíso perdido al otro lado del océano. Su El Dorado particular le lleva a acumular conocimientos sobre los indios que jamás verá, aprendiendo su idioma y empapándose de la flora y fauna del Brasil. Ante unas condiciones de vida insoportables, él, como tantos otros, sólo ve una solución: la emigración y la fuga mental.
Hablando de emigraciones tortuosas y sueños rotos, vienen a mi memoria dos películas suecas sobresalientes, superiores a la muy esforzada y formalmente preciosista (eso es innegable) Heimat. Se trata del díptico Los emigrantes / La nueva tierra de Jan Troell (1971-1972) y de la más reciente en el tiempo Jerusalem (Bille August, 1996), epopeyas ambas que daban preponderancia al drama humano, sin preocuparse tanto por enmarcar la acción en su verdadero “contexto histórico”. De hecho, los brochazos situacionales de Reitz resultan algo forzados, remachados por la voz en off de un protagonista que, diario en mano, pone en contexto al espectador que no esté tan al día de la historia de Alemania.
Reitz divide su “sinfonía” de un gran país en dos movimientos claramente diferenciados. En el primero acompañamos al ingenuo Jakob en la forja de su rebeldía, quintaesenciada en una fiesta-drama tras la cuál verá frustradas sus aspiraciones amorosas y descubrirá el único lugar al que le pueden llevar sus ansias rupturistas y de cambio: la cárcel. El segundo tramo de la cinta es un sucederse de desgracias y entierros, sin que uno llegue a verse emocionalmente afectado en ningún momento (lo cuál no sé si describirlo como un logro, porque de otra manera sería francamente insoportable). Todo ello respaldado, repito, por una factura cinematográfica impecable: hermosos planos generales y algún que otro plano secuencia resultón, grúas que sacan todo el partido posible de los decorados y sinuosos movimientos de cámara por las tierras de labranza que rodean el pueblo.
Dos momentos de Heimat aciertan de pleno y le dejan a uno con ganas de más, en ese equilibrio imperfecto entre costumbrismo y gran retrato de época, entre culebrón y Guerra y paz. Una madre enferma tomando el aire en mitad de un campo a punto para la siega cree haber visto a la media docena de hijos que perdió a lo largo de su existencia. Una visión aterradora, una realidad calamitosa que tan solo dista 170 años de nuestro privilegiado presente: hambrunas que asolaban Europa, altísima mortandad infantil, decesos que se comunicaban por carta, travesías de dos meses para llegar a ningún lugar en concreto, tierras prometidas que acababan siendo engañosas empresas de las que sólo sacaban beneficio los intermediarios. Cuando éramos nosotros, en suma, los que emprendíamos viajes desesperados para arribar a tierras de promisión que resultaban no serlo tanto.
La otra escena reveladora y redonda es aquella en la que el mismísimo Alexander von Humboldt (un naturista y explorador bien conocido en casi toda el área de habla hispana… excepto en España, para variar) arriba al pueblo de nuestro autodidacta, tratando de enrolarlo –sin éxito- en el necesitado bando de la ciencia y el saber. El actor que encarna a Humboldt es ni más ni menos que Werner Herzog y su llegada precede, quizás, a la de la máquina de vapor, el ferrocarril y las primeras chimeneas asomando en el valle del Rin.
El valle del Rin: la futura y preponderante zona industrial de la Renania, disputado enclave en las posteriores dos guerras mundiales. Termina una etapa de la historia de nuestro continente: los agricultores acabarán engrosando el ejército del proletariado, cambiando las peonadas y la servidumbre por la fábrica y un salario indigno. Los habitantes de Schabbach perderán igualmente sus tierras y abandonarán sus oficios, en aras de una Revolución Industrial que en algún momento alguien soñó utopía igualitaria, esforzado triunfo de la Razón sobre el caciquismo y la arbitrariedad.
Como si Jakob pudiese entrever de alguna manera ese futuro, huye carretera adelante como alma que lleva el Diablo, asustado por ese conocimiento que han resultado atesorar los libros, esos que su padre, el herrero iletrado, se empeñaba en que no leyese.