Como es bien sabido, existe un anfibio (¿o es un saurio?) carpetovetónico que revive regularmente desde los años cincuenta. Tanto da que sea gaseado, enterrado debajo de un glaciar, asado a fuego lento San Lorenzo’s style o electrocutado con un millón de voltios. Godzilla siempre vuelve, aunque básicamente fuesen tres sus etapas de esplendor nipón: la serie Showa (que se prolongó desde 1954 y hasta 1975), la Heisei (1984-1995) y la Millenium (1999-2004).
De sus aventuras más descocadas de la primera época, King Kong contra Godzilla (1962) merece mención a parte. Y no por su “calidad” (es mala de cojones), sino por llevar los descabellados preceptos de la saga hasta un punto lindante con el surrealismo. Si a eso le sumamos la reciente revisitación made in USA, no deja de tener su gracia el recordar este engendro sesentero que reunió a la estrella de la RKO (casi tres décadas después de la aventura original de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack) con la némesis por antonomasia de cualquier vestigio de civilización. Y por increíble que parezca, esta se convirtió en el mayor éxito de la serie, con más de once millones de espectadores en su periplo japonés (1).
La versión que nos ha llegado fue parcialmente remontada. Los estadounidenses, promotores originales del encuentro, se encargaron de comercializar una copia con metraje propio y hasta con una cita de Horacio previa a la tragedia bufa. La distribuidora se creyó en la obligación de “contextualizar” el enfrentamiento, convirtiéndolo en una especie de retransmisión deportiva con conexiones en directo (“a ver, Nagoya… minuto y resultado, por favor”, “¿explotó ya la refinería o Godzilla juega al catenaccio?”, “King Kong especula claramente con el resultado”). En efecto: la película cuenta con un prólogo inaudito, con periodista poniéndonos en situación y ametrallándonos a base de datos geográficos, corrientes marinas, placas tectónicas, relleno marca Lonely Planet… y hasta entrevistando al director del museo de Historia Natural de Nueva York, que como expone esqueletos de dinosaurios pues debe de saber una barbaridad sobre portentos de la naturaleza. El susodicho se empeña en dejar bien clara la supremacía del descendiente del simio muerto a los pies del Empire State Building, comparando el tamaño del cerebro de Godzilla con el de una canica (¡un respeto, joder, un respeto!).
Si sobrevivís a este prólogo disuasorio os aguarda un descoque que debería de estudiarse en las escuelas de cine (sí, se puede rodar sin guión si se tienen algunas ideas claras… como que lo único que importa es verse zurrar a dos monstruos) y en los cursos de marketing avanzado (la marca “Godzilla” se puede permitir el lujo hasta de ser derrotada por un sparring que tiene menos movilidad que los Madelman de nuestra infancia).
La culpa es de un submarino nuclear, responsable de un vertido radioactivo cerca de uno de los cascotes polares. Y ya sabéis que cuando hay radiaciones gamma a cascoporro aparece tarde o temprano Godzilla, dispuesto a llegar a Tokio al precio que sea (debe de llevarlo en su ADN, porque abrir los ojos y querer destruir la capital es todo uno).
Oscuros intereses que aúnan a una compañía farmacéutica y una cadena televisiva necesitada de publicidad hacen que una expedición arribe a la consabida isla recóndita, habitado por una tribu supersticiosa que rinde culto a un gorila gigante. La liturgia de vasallaje consiste en unas danzas supuestamente perversas –las nativas se gastan un look a extra de peli de Elvis Presley, aunque con menos sensualidad en sus caderas que R2-D2-, contoneos que únicamente ejecutan los días de tormenta.
Nuestro héroe –un habitual en la franquicia, mezcla de reportero indómito y portera ociosa, con más entusiasmo que un concursante de Humor Amarillo- se vale del zumo de unas bayas para dormir a la mole, que antes de caer derrengada nos hará una demostración de fuerza ensañándose con un desvalido pulpo gigante. Deciden remolcarlo en un barco hasta las costas japonesas, en una de esas maniobras polémicas -pero inevitables- de las cintas de Godzilla (si sabes que esa cosa tan grande se va a acabar despertando y querrá destrozar tu país, ¿para qué la traes, Manolo? ¿Y por qué no tienen un plan de contingencia si cada tres o cuatro años vuelve el mismo ser infernal para marcarse un zapateado por las calles de Ginza?).
Godzilla se da un paseo por el Hokkaido y se divierte pateando un tren expreso, haciendo tiempo para su enfrentamiento definitivo con King Kong. Este, por su parte, es neutralizado por las fuerzas de defensa, que deciden forzar el encuentro de ambos en las estribaciones del monte Fuji, hasta donde llega impulsado por globos de helio (¿?) que elevan graciosamente su peso merced al invento de un nuevo cable “muy resistente” (¡no se vayan todavía, que aún hay más!).
King Kong contra Godzilla es un festival de maquetas y retroproyecciones: camiones, tanques, helicópteros, cargueros… no hay medio de transporte que no tenga su réplica a escala, incluyendo efectos con la técnica del stop motion que constituyen verdaderos escupitajos en la cara de Harryhausen.
El enfrentamiento final entre las dos moles aúna el juego subterráneo con el pressing catch versión barriobajera. Uno y otro no dejan de pavonearse con los habituales golpes de pecho y Godzilla hace gala de unos desplantes entre torero sin capote y rapero con artritis. La pelea es a muerte -¿por qué? ¿Por qué no les da por cooperar y enseñorearse del continente?- y King Kong utiliza una táctica desconcertante: se deja lapidar por el lagarto mutado, resucitando cuando todo parece estar perdido. Entre las maniobras más polémicas: la introducción de un pino en las fauces del contrincante o el intento de reforma “por sorpresa” de una pagoda, que queda convertida en solar tras los revolcones de nuestros dos animalicos.
La posición de la ciudadanía y del gobierno en las numerosas crisis provocadas por Godzilla en sus 28 apariciones japoneses roza la esquizofrenia. Godzilla en ocasiones es bueno, pero con unos cambios de humor que no veas. O es malo en un filme para volver en el siguiente convertido en héroe nacional y dispuesto a inmolarse contra Hedorah, Guidorah, Galien, Motra o SpaceGodzilla. Tan pronto se convierte en ídolo de la chiquillada como aplasta a empresarios megalómanos en sus rascacielos tokiotas. Lo impredecible de su comportamiento (¿está con nosotros o contra nosotros?) convierte a este prócer de los kaiju eiga en el primer monstruo afectado de una patología mental (una sospecha que se extiende a sus creadores, la verdad).
La particularidad de la tercera entrega de la interminable saga radicó en su acercamiento cuasi cómico, abandonada la gravedad del peligro atómico revivido. Ni la humanidad está en peligro ni hay moralina eco-coñazo. Aquí se viene a jugar, a ver como dos tipos enfundados en sus disfraces se cocean y apedrean. Entendido todo esto sólo queda disfrutar de una de las cintas más insólitas del género.
(1): ‘Godzilla y compañía’, de Ángel Sala. ‘El kaiju eiga se vuelve frívolo: King Kong contra Godzilla’, página 111.