Guy Maddin –como descubrimos precisamente en la retrospectiva que se le dedicó en la primera edición del D’A- se vale de las formas y de los usos del pasado para sugerirle propuestas de futuro a este celuloide que ya no lo es. Su elección no es un ejercicio de poserío retro o anacrónico: ¿acaso las pocas películas silentes que vemos al año no nos siguen pareciendo poderosas, extrañamente reconcentradas en la imagen, esencia misma del cine?
Si alguno cree que su temática e intenciones no pueden ir más allá, limitadas a esa imaginería en blanco y negro y a sus estampitas envejecidas y viradas al rojo, es porque no ha visto The Forbidden Room. En esta cinta-legado -auténtico caramelo para cualquier estudiante de cine adicto a cursos apresurados de 120 minutos- el director canadiense se salta barreras e ideas preconcebidas y rezuma historias hasta vaciar por completo la chistera: su cinta lo mismo podría haber durado dos horas que siete. Una narrativa desencadenada difícilmente encauzable, como esa lava que tiene sueños sulfurosos montada en un ferrocarril…
¿Os ha sonado extraño esto último? Esto no es nada. El último Maddin es delirante, libérrimo, casi un ejercicio dadá. Coged la imaginación exacerbada del padre putativo de cualquier aspirante a ilusionista en el ámbito del séptimo arte (George Méliès, of course) e incrustad sus delirios en una historia con la estructura, a base de cajas chinas que se abren sin parar, de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Wojciech Has, 1965). Sumadle un homenaje al cine clásico, pero ya no sólo el de las dos primeras décadas del siglo pasado: The Forbidden Room es un catálogo sobre la dirección de fotografía en el cine que abarca desde los orígenes hasta la irrupción del technicolor.
En esta ficción sin cortapisas, en este triunfo del cuentacuentos –con un gran parecido a ese tratado sobre la fuga narrativa que también era Nymphomaniac (Lars von Trier, 2013), trasposiciones voluntarias o no de la dilación bolañiana-, todo está permitido: un zoom lisérgico en la radiografía de una pelvis, un clímax imposible en un submarino cargado de explosivos, un leñador Sigfrido dispuesto a encarar todos los trabajos de Hércules para rescatar a su amada, un psicólogo que irrumpe en tu vagón para presentarte a tu niña interior, uno o dos crímenes, un Dios con dos caras, una madre a la que mangarle el láudano, un padre muerto que se resiste a irse, cuarenta huesos rotos, defraudadores de seguros, mitos vampíricos que se transforman en bananas… ah, y un viejo bastante sospechoso que te enseñará toda la liturgia alrededor de tomarse un baño.
Maddin le redescubre al espectador el goce primigenio del cine: que te cuenten cosas, da igual el mucho o poco sentido que tengan. Que te diviertas sin parar aunque llegue un momento en el que ya no sepas ni dónde mirar. Un catálogo de los trucos del cinematógrafo que va desde el despliegue de los títulos de crédito hasta todas las propuestas imaginables de cliffhangers. Agotador, demencial, brillante.
Y ahora tocaría decir que P’tit Quinquin, de Bruno Dumont, se sitúa en el polo opuesto con su fresco rural en cuatro episodios. Pero es que eso no sería cierto: Dumont ofrece un retrato estremecedor sobre la deriva ideológica de su país pero no renuncia a fabular, a la digresión sin mayor peso en el relato que… hacer sonreír, por preocupante que sea el conjunto.
El campo tampoco es la reserva espiritual de Francia. Las futuras huestes de votantes del Frente Nacional se empapan de la asignatura del odio: hacia el que tiene poco, hacia el que incumple las leyes no escritas de la comunidad, hacia el propio hermano y esa afrenta, la que sea, ¡tan imperdonable!
El marco es esa Normandía en la que parece que no haga tanto tiempo desde la última guerra (mientras algunos botarates esperan, pacientemente, la siguiente). Bunkers que se erigieron para defender la tierra ocupada, esa misma tierra que de vez en cuando escupe algún souvenir en forma de bala o granada. Los veteranos son cada vez menos, pero las fuerzas vivas siguen desfilando frente al monumento conmemorativo, desplegando los pendones y sacando pecho ante una bandera carente ya de simbolismo igualitario alguno.
Y los monstruos no son los otros, los de fuera. Los monstruos de este rincón de Europa son sus propios habitantes resultado de la endogamia, de la progresiva idiotez, del empobrecimiento intelectual de otro país que mezcla la patria con el pop melódico, los petardos y hasta las vacas locas.
El crimen –supuestamente pasional- es lo de menos. Importa tan poco que Dumont no se preocupa en resolverlo, convencidos ya todos de que la pareja de servidores del orden sería incapaz de hazaña detectivesca alguna. Porque la realidad sangrante –esa Francia cada vez más xenófoba, esa comunidad fortificada en sus granjas y sin interés alguno por nada que exceda de la linde de sus pastos- no es óbice para que Dumont nos deleite, y de qué manera, con un espectáculo maravilloso de antropología palurda.
Un inspector de policía que haría del Clouseau de Peter Sellers un Holmes imbatible, con un subordinado que conduce como el Torete y cita a Zola, que siempre queda bien. El mal, en sus ojos y con sus palabras, suena a prejuicio de clase media, a simplificación absurda de un problema que son incapaces siquiera de vislumbrar.
Esta pareja anómala ya justifica por sí sola la existencia de esta mini-serie. Pero si hay una pieza excepcional e hilarante es ese segundo episodio, dedicado en su totalidad al entierro de la primera víctima. Inenarrable. Subversiva, patética, hortera: suficiente como para que al bueno de Dumont lo declaren persona non grata en toda la Bretaña francesa. Curas oligofrénicos, majorettes que asisten a las exequias en uniforme, aspirantes a concursante de Operación Triunfo que ven la oportunidad del tributo a lo Elton John, organistas superstars… un despliegue de crueldad y mala baba para con sus compatriotas que demuestra, paradójicamente, la buena salud que tiene y tendrá siempre la cultura gala.
Dumont y Maddin firmaron dos de las propuestas más totales de este D’A 2015. El uno partió de lo local para hacernos cuestionar el estado de las cosas –y no sólo en el país vecino… el que quiera entender, que entienda-. Y el otro tiró de anecdotario infinito para ayudarnos a renovar nuestro romance con esa máquina de vomitar historias que es el cine. Ambos, desde puntos de partida aparentemente distantes, terminaron componiendo himnos a las historias interminables.
Desde la realidad increíble. O desde la ficción más inverosímil.