Merced al reciente ciclo visto en la Filmoteca de Catalunya (y en el marco de la XXIX Mostra Internacional de Films de Dones de Barcelona) nos hemos podido hacer una idea -¡80 años después!- de quién fue Dorothy Arzner (1897-1979) y, sobre todo, disfrutar de lo único que nos acaba importando como cinéfilos: sus películas.
Fue la única mujer tras las cámaras durante uno de los momentos culminantes del Hollywood clásico, en plena efervescencia de la política de estudios y en ausencia absoluta de aliados de la feminidad (George Cukor al margen, venga). Descubrimos ahora, casi un siglo desde sus primeros trabajos como montadora, a una artesana talentosa que indudablemente estaba a la altura de los más aplicados hacedores de trajes a medida de la época (y se los hizo a algunas de las estrellas más rutilantes: Clara Bow, Claudette Colbert, Katharine Hepburn, Anna Sten, Rosalind Russell, Joan Crawford, Maureen O’Hara, Merle Oberon o a un Fredric March siempre en discreto segundo plano, a sotavento del periplo de heroínas fatalistas o desenfadadas).
Poco más de 15 años como realizadora que dieron para una veintena de largometrajes, una innovación técnica imprescindible todavía a día de hoy (el micrófono de jirafa) y la asignación reiterada de papeles protagónicos a mujeres, vapuleadas hasta la extenuación en dramas excesivos (al gusto de aquellos tiempos, vamos) y comedias ligeras en las que la clase alta se dedicaba a practicar todos los pecados capitales que no se podía permitir el acogotado proletariado que pugnaba por sobrevivir a la Gran Depresión.
Porque el cine de la Arzner está marcado por las aciagas circunstancias, sí; por ese tiempo de incertidumbre y miedo que va desde el crac de la bolsa de Wall Street a la entrada en la Segunda Guerra Mundial de su país. A eso hay que sumarle un código de “autocensura” recién pulido y estrenado, y que dejaba en bien poca cosa el margen de maniobra de cualquier cineasta en nómina. Así que no se trata tanto de buscar alegatos feministas debajo de las piedras -¿quién los practicaba en aquél tiempo y en aquella industria? ¿Y quién los practica realmente ahora?- como de situar a la heroína arzneriana en el epicentro soslayado de una sociedad que era orgullosamente desigual y en la que el papel que se le reservaba a la mitad de la población (ama de casa, mujer amantísima, cornuda silenciosa, mano de obra mal pagada) solo podía llamar a la desesperanza.
A la Arzner la “jubilaron” a la edad en que los cineastas longevos empiezan a hacer grandes películas de verdad (apenas cumplidos los 45 años). También hubieron problemas de salud de por medio (una neumonía contraída durante el rodaje de First Come Courage), pero parece ser que tampoco se hizo nada por facilitarle el retorno (no se avenía con aquél que mandaba sobre todos los seres y las cosas (Louis B. Mayer), quién la tildó de directora “difícil”).
Colgó la claqueta en 1943 y para entonces ya llevaba diez años ejerciendo como ronin: la Arzner se dejaba contratar por obra y servicio (la realización del filme en cuestión) pero no se casaba con ninguna de aquellas productoras obsesionadas con la monogamia. Así fue como pudo trabajar para la Columbia, RKO Radio Pictures o a requerimiento personal del mismísimo Samuel Goldwyn. Se daba la paradoja de que Dorothy podía incluso llegar a dejar el filme inacabado… si su contrato espiraba durante la pre-producción o incluso rodaje del mismo. Había mucho dinero y demasiados abogados de por medio.
Su periplo como directora arranca en 1927, en pleno cine silente. De ese mismo año vimos Get Your Man -titulada aquí No lo dejes escapar-, un enredo clásico del que solo podemos disfrutar de dos terceras partes, perdido el resto por la dictadura del nitrato de plata. Restaurada con cierto gracejo -hilvanando el resto de la acción desaparecida a base de nuevos intertítulos y fotos fijas del rodaje- Get Your Man es la consabida historia de chica norteamericana -por lo tanto, muy vivaracha e iconoclasta- volviendo del revés a la aristocracia europea.
Una pena que la parte de la trama con más miga -la noche que se ven forzados a pasar juntos los dos tortolitos en el museo de cera de París- se haya perdido (no diremos para siempre: el cine mudo nos sigue dando periódicamente alegrías en forma de (re)descubrimientos de bobinas completa-puzzles).
La relajación de costumbres se corresponde con esa milagrosa era pre-código Hays. Nada es sagrado y nada es para siempre: aquí se enamoran septuagenarios, se rompen compromisos, se provocan escándalos de alcoba y se hace la corte a niñas consentidas delante del yerno.
Un descoque con reglas, no os vayáis a creer: el amor triunfa, el descaro yanqui se impone a la reaccionaria y belicosa Europa y las élites se muestran juguetonas como sólo el dinero sabe hacer a los hombres. ¡Ay, qué poco les quedaba a los alegres años 20!
La protagonista absoluta es una magnífica Clara Bow, con quien también trabajaría en The Wild Party (1929), que aquí recibió un título más propio de la era del destape: ¡La loca orgía!
Sarah and Son (1930), por su parte, se podría inscribir en la estela de los dramones histéricos post crac del 29. Nada resulta natural ni verosímil en este Oliver Twist a la inversa, con nueva intersección de clases sociales antagónicas.
La protagonista vuelve a ser una currante nata. Sarah trata de hacerse un sitio en el mundillo del music hall, ensayando duetos bailongos con su pareja sentimental y aprovechando alguna que otra oportunidad para emocionar al personal con canciones de cuna lacrimógenas.
Con el tiempo ella acabará siendo una diva de la ópera y se valdrá de su nueva posición para relanzar la búsqueda de ese hijo del que fue separada. A partir de ahí, las casualidades inverosímiles se concatenan: un abogado majete, una pareja aristócrata no tan perversa como parece y, por fin, un niño muy mono pero sobreprotegido.
Eran los primeros tiempos del mudo y la cámara se movía pesadamente por unos escenarios estáticos, nuevamente teatrales. A ello hay que sumarle el supuesto acento germano de la protagonista, una Ruth Chatterton doliente a la que todos queremos le retornen su hijo de una puñetera vez y que cese así esta (nuestra) tortura.
Working Girls (1931) es harina de otro costal. Fresca, femenina y, eso sí, igual de decepcionante en lo referente a las opciones que la sociedad les ofrece a ellas (casarse o morir solas, por supuesto).
Dos hermanas recalan en la Gran Manzana pocos meses después del descalabro bursátil. Su campamento base es una pensión para mujeres con normas de internado pijo, donde comparten sala grande con otras laborantes que aguardan la llegada del fin de semana -que marca la interrupción de sus respectivas rutinas alienantes- con inusitado entusiasmo.
Aunque la diferencia de edad entre ambas no sea muy grande, la mayor se las da de mujer de mundo, experimentada y escarmentada. No engaña a nadie (y menos a sí misma) sobre aquello que busca en los hombres: que le colmen de lisonjas (y de regalos materiales, ya puestos) mientras ella los recompensa con el aquilatado valor de su compañía. Su admirador a tiempo completo resultará ser un músico de jazz con ganas de convencer al mundo de un éxito profesional más que relativo.
La hermana pequeña, que presume de cierta formación, acaba trabajando para un intelectual relamido y con todavía menos mundología que ella misma. Con todo, el corazón se lo arrebatará un empresario bon vivant, atrapado en sus condicionamientos de clase (que incluyen un matrimonio muy conveniente con una afectadísima compañera de aburrimiento).
Entre la ingenuidad y la maldad amenazante de la gran ciudad (bases sentadas ya en el Amanecer (1927) de Murnau), las dos hermanas quintaesencian esa esperanza -ese constructo norteamericano, mejor dicho- de esfuerzo, promoción y posibilidad de escalada social sean cuales sean tus orígenes. Un “nuevo mundo” en el que las que tienen que servir encuentran trabajos alimenticios con cierta facilidad, mientras sueñan con dar con un hombre íntegro que les rescate de sus cuitas. Y vaya si les cuesta encontrarlo.
A caballo entre el buenismo incipiente de un Frank Capra (que por esa época ya utilizaba la debacle bancaria para reelaborar historias de ciencia ficción con capitalistas buenos salvando los ahorros de ciudadanos honestos (véase La locura del dólar (1932)) y la comedia de situación de Ernst Lubitsch (con equívocos, noticias en la prensa escrita y ascensoristas intrigantes), Working Girls nos habla de un proletariado sin experiencia ni especialización posible, desviviéndose en un mundo de hombres pagados de sí mismos y mujeres en una clara e inamovible -excepto en la ficción cinematográfica- marginación social.
Los tres coprotagonistas masculinos del filme -ya sean galanes o gañanes- tienen bastante claras sus aspiraciones: casarse con alguien a quien triplican la edad, tener alguna aventura extramatrimonial o impresionar a chicas de provincias con su pose bohemia.
Entramos ahora en una tanda de filmes protagonizados por mujeres sufrientes más allá de cualquier lógica actual, dispuestas al martirio por hombres que son adúlteros, alcohólicos o ambas cosas a un tiempo. Quizás el título español de la primera de ellas (Tuya para siempre) sea mucho más honesto que el entonces políticamente incorrecto Merrily We Go to Hell (1932).
¿Qué nos cuenta? Pues los padecimientos de una niña de papá que bebe los vientos por un chupatintas dipsómano. Entre los dos se establece un tenso pulso donde él se regodea haciéndole daño y ella pretendiendo que nada importa y que en algún momento dado volverá entre sus brazos.
Elevadas dosis de masoquismo en vena, pero también un retrato realista de los bares y su nutrida concurrencia que haría las delicias de un John Fante. ¡Menuda hermandad de la uva!
Christopher Strong (1933), título homónimo al del protagonista masculino, tiene como genuina heroína a Katharine Hepburn. El ambiente decadentista vuelve a ser el mismo: gente muy rica y muy aburrida que no saben de la Gran Depresión ni de oídas. O eso aparentan.
En este ambiente frívolo se organizan fiestas donde el premio depende de dar con una menor de 20 que no haya tenido amantes o de algún hombre maduro que todavía le sea fiel a su esposa. La primera resultará ser la pionera de la aviación Lady Cynthia Darrington (el título en España del filme fue Hacia las alturas) y el segundo -fiel hasta los tuétanos, en principio- el susodicho Cristopher (un muy soso Colin Clive).
La verdad es que la historia os la podéis imaginar: ¡surge el romance incomprensible entre la veinteañera y el casado recalcitrante! Y aunque el ambiente pretenda ser de laxitud moral… pues resulta que la Katharine recibe la censura moral de cualquiera al que se le pregunte su opinión. Como además el escándalo va camino de convertirse en mayúsculo -sí, hay un bombo de por medio- el enredo debe de acabar con el sacrificio de la súcuba alada. ¡Qué se ha creído esta fresca!
La Hepburn había aterrizado en Hollywood el año anterior y se divorciaría al siguiente, poniendo fin a un atolondrado matrimonio. No, todavía no había conocido a Spencer Tracy, pero ya había tenido sus primeros affairs con casados (su representante, Leland Hayward o el archi poderoso Howard Hughes). ¿La ficción comenzaba a imitar a realidades venideras?
Y las mártires más o menos diligentes dejaron paso a… a la mujer perversa y retorcida, un clásico de la paranoia masculina. La película se tituló Craig’s Wife (1936) y nuevamente la traducción “creativa” para su distribución española lo clava (aunque sea un spoiler en sí misma): ¡La mujer sin alma!
George Kelly se llevó un Pulitzer con la novela del mismo título y quizás se tercie detenernos un poco en este escritor para tratar de relativizar el moralista mensaje de su obra (resumible en que la mujer independiente pero mejor poco, porque si no se hace egoísta y muere sola. ¡Boom!).
El bueno de George fue dramaturgo, director y actor y murió sin salir del armario, con una larga soltería (¿qué decías de la honestidad y de no dedicarse sólo a uno mismo, George?) que debía de maquillar su idilio de medio siglo con William Eldon Weagley, uno de esos datos que me hace suponer que la wikipedia podría acabar convirtiéndose en la fuente de información preferida de comadres y chismógrafos.
A lo que iba: su retrato femenino de Harriet (sí, la mujer de Craig tiene nombre) resulta una sobredosis de patriarcado difícilmente digerible en nuestros días. Ella quiere aislar a su marido como manera de defender el hogar, ese techo que como mujer inteligente sabe que depende íntegramente del tiempo que logre conservar a su marido.
¿Exagerada? Pues no. Durante la narración sabremos del trauma que tiene, apenas esbozado en uno de los muchos diálogos de la pareja. La madre de Harriet sufrió los vaivenes de un matrimonio en el que no tenía ni voz ni voto y que le llevó a la bancarrota familiar y a la pérdida del hogar, gentileza del bala perdida que la acompañó hasta el altar.
Sí, aquí había un interesante material que explorar… pero no a mediados de los años 30 del siglo pasado. Como en una fábula ejemplarizante, el marido ve la luz y la pérfida acaba abandonada entre las cuatro paredes de su “hogar”. Todo muy de maldición bíblica, concatenándose en una tarde fatal media docena de desgracias.
La cinta está brillantemente filmada, no me malinterpretéis. Pero tampoco nos flipemos: su capacidad de maniobra en lo relativo al guion debía de estar absolutamente restringida. Así que hizo lo que le pidieron: poner en imágenes un potente drama, a reventar de clichés machistas.
En Dance, Girl, Dance (1940) volvemos al mundillo de las profesionales a lo Howard Hawks, en este caso de las jornaleras de la gloria del music hall. Nuestra protagonista -la eterna irlandesa Maureen O’Hara- tiene el corazón partido entre su empleo en revistas de variedades y su vocación artística por el ballet.
En el cine de Dorothy Arzner toda heroína henchida de anhelos tiene su antagonista hiperrealista, algo resentida y comehombres por mera supervivencia. En este caso responde al apodo de Bubbles (y la interpreta Lucille Ball, la Lucy que lo petaría en la televisión USA a partir de los años 50), una starlett con muchas tablas que sabe darle al público masculino exactamente lo que quiere: vulgaridad a raudales, amagos de striptease y descaro que ruborice sin llegar a despertar la vergüenza ajena.
Vuelve a haber un ricachón, otro de esos que lo mismo puede rescatar a descarriadas que condenar a virtuosas. El hombre está en pleno proceso de divorcio y lo afronta con madurez: encadenando melopeas. Sería entrañable de no ser porque se muestra más volátil e inestable que la nitroglicerina.
La verdad es que la O’Hara pinta tan santificable que las simpatías del público se vuelcan de inmediato hacia la pícara y fogueada Bubbles: segura de sí misma, castigadora y con las ideas bien claras. La disputa entre las dos féminas no se salda con una vencedora y otra vencida: ambas terminan encontrándole indudables virtudes a la rival y no se engañan sobre quien es el verdadero enemigo. A saber: el empresario cosificador o el acaudalado don Juan en plena crisis existencial.
Las mujeres baqueteadas de Dorothy encuentran siempre aliadas inesperadas: una secretaría con un sentimiento de la justicia bien desarrollado, un profesional que valora el talento por encima del potencial seductor. En el cine de Arzner las mujeres está sitiada por una masculinidad que no pide permiso; algunas de sus heroínas caen, pero nunca se regalan: si el macho las quiere tendrá que pagar el peaje (siempre emocional) que ellas estipulen.
Quizás First Come Courage (1943), colofón a su fugaz pero intensa carrera, sea la película que mejor testimonie hasta dónde hubiese podido llegar su cine. Estamos ante una cinta bélica ejemplar, a la altura de las que hicieron en aquel tiempo algunos de los primeros espadas de Hollywood (pienso en Esta tierra es mía (Jean Renoir, 1943), They Were Expendable (John Ford, 1945) o incluso en la memorable Los verdugos también mueren (Fritz Lang, 1943), por qué no).
Noruega había caído hacía un par de años y el bando aliado debía de generar ficciones para subir la moral en el momento más negro para las pocas democracias supervivientes. Así que tocaba hablar de heroísmos individuales, encarnados en insurgentes anónimos pero montaraces. La resistencia -esa amalgama indefinida que a veces parece que inventaron los franceses para maquillar su desastroso papel en el conflicto- cuenta en la población escandinava donde se desarrolla la acción con un valor seguro: una matahari dispuesta a hacer lo que haga falta con tal de ganarse la confianza del jerarca nazi de turno.
Un Casablanca (Michael Curtiz, 1942) al revés, si queréis: aquí es ella la que lo dejará descompuesto y sin novia a pie de embarcadero. El sacrificio personal lleva nombre de mujer: con la excusa del esfuerzo de guerra se podía incluso transmutar el papel del macho por el de consorte-florero.
Una cinta entretenida, tensa, con espléndidas escenas de acción y, a destacar, con una brutal recreación de lo que venía siendo una boda nazi (liturgia católica calcada, aunque cambiando a Cristo por Adolf. Todo bien).
Hemos visto evolucionar a la mujer -siempre protagónica- desde su posición de amante abonada al malditismo a luchadora incansable por la libertad. Donde ellos reculan -aquellas retiradas tácticas de las que estuvo tan llena la Segunda Guerra Mundial-, ellas vuelven sobre sus pasos y plantan cara a lo incierto.
La intrepidez ya no es una vía de escape, una salida como otra cualquiera a tanto desaire, a tanto ninguneo. El hogar, a su vez, ha dejado de ser ese reducto exclusivo, paraíso perdido y condena infausta a un tiempo. La Merle Oberon de First Come Courage no tiene casa ni le importa; tampoco se embarca en aventuras mundanas ni se consagra al hombre del que está enamorada. Toma sus propias decisiones y se hace, definitivamente, con las riendas de su vida.
Dorothy Arzner no atentó contra las reglas del juego (¿acaso tuvo la menor oportunidad de hacerlo?). Pero su cine nos descubre a mujeres que colaboran en lugar de competir, desmarcándose de uno de los mantras de la masculinidad recalcitrante. La fatalidad acaba resolviendo la mayoría de sus dilemas morales, sin tiempo para verlas acometer soluciones originales. Una enfermedad, un accidente, la soledad… siempre hay un mal mayor dispuestas a recordarles que, en realidad, nunca pudieron elegir.
Dorothy Arzner murió el año en que uno de sus alumnos en la Universidad de California estrenó Apocalypse Now (1979), una obra maestra sobre la locura y sus alrededores en la que, paradójicamente, pocas mujeres salían (conejitas de Playboy y herederas de plantaciones indochinas al margen). Aquel sinsentido de testosterona y machirulos empoderados (lo que viene siendo una guerra, vamos) le habría robado más de una sonrisa, entre admirativa (en lo cinematográfico) y horrorizada.
Porque ella sí que supo lo que debió de ser descender a ese corazón de las tinieblas llamado Hollywood, un infierno normativo en el que hasta Francis Ford Coppola hubiese pasado por mediocre.