El próximo domingo 30 de junio arranca en Showtime la octava y última temporada de Dexter, un serial centrado en los crímenes (pero sobretodo y como gran novedad, ¡en la vida!) de un asesino en serie que lleva lastrando bolsas de basura en alta mar desde 2006.
¿Dónde ha radicado su éxito? Pues gran parte del mérito tiene que ver con el magnetismo personal de su protagonista, Michael C. Hall, uno de los actores que antes y con más tino apostó por la televisión. Su David Fisher para la serie A dos metros bajo tierra (2001-2005) ya nos dejó claras las posibilidades del medio: el desarrollo cuasi novelesco de las pulsiones de un personaje, la inmersión directa en sus miserias mucho más allá de lo que jamás podría llegar a soñar cualquier ficción hollywoodense. Crear una auténtica y genuina mitología en torno a un tipo que pasa a incorporarse al acerbo popular y a las conversaciones de café con pasta, convirtiéndose –en los casos más celebrados- en un símbolo inequívoco de los tiempos. Nos referimos, entre otros, al Tony Soprano de James Gandolfini para Los Soprano (1999-2007), al ‘Jimmy’ McNulty de Dominic West para The Wire (2002-2008), el Al Swearengen de Ian McShane para Deadwood (2004-2006) o el recién conocido Francis Underwood de Kevin Spacey para House of Cards (2013).
Dexter Morgan, el apocado e introvertido forense que ejerce en el Departamento de Policía de Miami, no parece sino un profesional de la cámara dispuesto a dejar testimonio del mal en las escenas del crimen más escabrosas del estado. Su absoluta comunión con las plaquetas, los glóbulos de diversos colores y sus grotescas manifestaciones abstractas apenas alcanzan a maquillar su anomalía, encauzada hacia un “utilitarismo social” por parte de un progenitor que lo vio venir.
Porque el trauma acompaña a Dex desde la infancia, esa etapa en la que Freud se empeñaba en ubicar el origen de casi todos los desórdenes mentales. Rescatado por Harry -un policía adúltero pero con complejo de buen samaritano- de una orgía sanguinolenta que haría las delicias de Darío Argento, su educación será una especie de camino de redención para tratar de evitar la manifestación de su incipiente psicopatía. Harry dota a su hijo adoptivo de un código, una serie de mentiras piadosas que lo salvaguarden de su “oscuro pasajero”. ¿Tienes ganas de matar? No pasa nada, muchacho. Pero ya que lo haces… asegúrate de que la víctima es merecedora de su suerte.
Así es como nuestro muchachote, con su sonrisa idiotizada de adicto al Prozac y su surtido de donuts bajo el brazo, aparece cada mañana en la oficina, una escena recurrente durante las primeras temporadas y que nos remitía al inquietante mundo feliz del vecindario de Terciopelo azul (sin bomberos saludando a cámara, eso sí). Dispuesto a cumplir con su trabajo y, si así lo propicia el curso de sus investigaciones, dispuesto también a elegir otro candidato a cuerpo fileteado. Fríamente, sin motivos personales.
Con el paso de los años, nuestro matarife ha acabado teniendo algo parecido a una familia. Debra Morgan, una hermana malhablada y expeditiva que ha ido escalando puestos en el escalafón policial y acumulando decepciones amorosas. Un hijo al que tratar de educar entre cloroformo, cuchillos bien afilados y portas con trofeos de caza mayor. Ah, y la fauna laboral, cómo no: Batista, el compañero entrañable que ya lo único que quiere es retirarse y abrir un restaurante, Quinn, el turbio y chanchullero o Masuka, el rey de los chascarrillos subidos de tono. Ninguno de ellos es muy presentable, pero le han ayudado a crear a su alrededor una cierta sensación de… ¿normalidad?
Pero no siempre fue así, por supuesto. Dexter, la serie, ha funcionado a trompicones, según la enjundia del antagonista con el que le tocase batirse en duelo a nuestro antihéroe. Ya en la primera entrega descubrimos que a nuestro hombre le iban las correrías nocturnas, las agujas con substancias paralizantes y las mesas de trabajo donde envasar al vacío a los acusados. El juicio era breve y la sentencia inequívoca: muerte por elemento punzante inserido a la altura del mediastino. El padre –o mejor dicho, su hálito fantasmal- siempre es testigo y no precisamente mudo: es muy dado a comentar la jugada y psicoanalizar a su protegido hasta la nausea. Cualquier cosa con tal de exorcizar el pasado.
Y el pasado era, precisamente, lo que acudía al encuentro de Dexter en la primera temporada. El denominado ‘asesino del hielo’ acababa siendo familia directa de nuestro sociópata con placa, aunque ejerciese el oficio con algo más de marrullería.
En la segunda temporada conocimos a Rita, la que con el tiempo acabaría siendo su sufrida esposa. A ella no parecía importarle que el chico fuese algo rarito y llevase una doble vida, aunque la muy ingenua ignorase que a Dexter también le iba echar canas al aire con desconocidas peligrosas y sofisticadas (para deleite del público masculino). Mientras tanto, las cosas en el curro empeoraban: un agente sin mucha vida social y aficionado a las horas extra comenzaba a atar cabos y a desconfiar de nuestro angelical tomavistas. ¿Sería él ‘el carnicero de la bahía’? Súmese al bando de los suspicaces al agente especial Lundy, un sabueso experimentado que le hará tilín a Debra.
El tercer año a Dexter le dio por frecuentar extrañas compañías: el mismísimo asistente del fiscal del distrito, Miguel Prado. Otro de esos “malos por accidente” que parecen descubrir su verdadera vocación en compañía de nuestro instructor (ya lo decía de Quincey: del asesinato como una de las bellas artes a su práctica y perfeccionamiento hay tan solo un paso). Y es que el tal Prado le va a acabar cogiendo gustillo a esto de los juicios sumarios y extraoficiales. Mientras tanto su hermana resolvía el caso de ‘el Despellejador’ con ayudita fraternal.
El secreto de la mejor temporada (sí, la cuarta) radicaba en el concurso del excelente actor John Lithgow, dos veces nominado al oscar al mejor secundario en los lejanos años 80. Su terrorífico saludo “Hello, Dexter Morgan” llevó el terror al mismísimo ámbito laboral de Dex. La aparente serenidad del asesino (Trinity, un tarado que mata en un orden muy concreto para volver a invernar durante años), encontraba inquietantes paralelismos con la supuesta estabilidad alcanzada por nuestro investigador: ¿se podía compaginar el crimen y la paternidad responsable? La curiosidad al respecto le acabaría acarreando fatales consecuencias…
A partir de la quinta temporada, a Dexter le da por elegir nuevas compañeras de correrías. Esto es: dar con mujeres con experiencias traumáticas y más sedientas de sangre que los protas de True Blood. Lumen, superviviente de un juego macabro patrocinado por un líder mediático con las espaldas bien cubiertas, será la primera persona a la que confiese su hobby… y que viva para contarlo. Juntos se encargarán de hacer limpieza y pasar el mocho por los charcos de hemoglobina, una actividad que acaba uniendo mucho a la pareja.
A partir de la sexta temporada, la cosa se les fue de las manos a los guionistas. Empezando por un caso (los asesinos del Juicio Final) más que manido: chalados ultrarreligiosos que se dedican a coleccionar estampitas mórbidas que reproducen visiones apocalípticas. Ni el carisma de Edward James Olmos era capaz de animar la función, que terminaba casi en incesto y con Debra descubriendo, por fin, a qué se refería su hermano con eso de “me voy a matar el rato”.
La séptima temporada acabó por estrechar el cerco alrededor de nuestro verdugo a tiempo parcial. Dexter quiere dejarlo, pero vuelve a liarse con una rubia peligrosa que mató de pequeñita y que domina la ciencia del arsénico sin compasión y el homicidio de herboristería. Debra pierde definitivamente el norte tratando de encubrir a su idolatrado hermano y el serial concluye con un crimen que ya no puede justificar nadie: ni el espectador ni los dos hermanos, quebrándose sin remedio la confianza mutua.
Dexter (que hasta ha contado con su propia serie animada para la web, Early Cuts, una especie de precuela donde se narran algunas de sus andanzas juveniles) es un personaje surgido de la pluma de Jeff Lindsay, en cuyo material (El oscuro pasajero y Querido Dexter) se basan –con abundantes licencias poéticas- las dos primeras temporadas. La ficción televisiva hace años que camina a su aire, mientras Lindsay continúa ampliando su serie de libros.
¿Qué nos aguarda, pues, en esta octava y definitiva temporada? Charlotte Rampling se une a la fiesta para despedirnos de este tipo que mata y al que, sin embargo, nunca queremos que cojan (toda una trasposición ética para un espectador que se ha acostumbrado en la última década a adorar ficciones protagonizadas por auténticos hijos de puta). El cartel promocional no deja mucho lugar a dudas: Michael C. Hall ocupará el lugar de sus víctimas. Sólo resta saber quién empuñará esta vez el bisturí…
Cuando un serial televisivo alcanza tamaña longevidad, lo único que se les puede exigir a sus creadores es un final que sea consecuente y esté a la altura (algo que no han tenido las también muy veteranas El séquito (2004-2011) o Mujeres desesperadas (2004-2012), por citar dos seriales que también han llegado a las ocho entregas). Dexter es un criminal autoconsciente, un Ricardo III sin taras físicas pero capaz de camelarse a cualquiera con su aparente indefensión, con su estudiadísimo y maquiavélico discurso de medios y fines.
Hemos tenido ocho años para dejar de quererlo, para darnos cuenta de su condición de manipulador nato, de Norman Bates demasiado dado al monólogo y la interpelación a los muertos (aquí es el padre, en el clásico de Hitchcock era la madre embalsamada). Su justicia poética merece de un epílogo trágico, de un adiós quijotesco con puesta en escena grandilocuente.
El telón, en forma de lona de plástico, caerá sobre Dexter. ¿Quién lo substituirá como serial killer favorito de América?