“No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre supone el riesgo de morir de aburrimiento”
… sí, porque el desencanto llegó a Europa mucho antes de aquél mayo. Y aquí se quedó, relativizando cualquier acierto en un continente poco dado a presumir de gobernantes. Un desencanto político con mayúsculas al que permaneció ajeno el Jean-Luc Godard más militante y más revenido (¿no puede verse ahora La Chinoise (1967) como una especie de Community de cuello largo y gorra Mao con su segunda esposa Anne Wiazemsky haciendo de activista coñazo en plan Britta Perry?).
Pero no empecemos soltando inquina. Corría el año 1966 cuando Alain Resnais firmó La guerra ha terminado, una de las primeras películas en empezar a cuestionar los resultados, el sentido de la lucha, el cansancio acumulado tras demasiadas batallas malogradas. No, no solo habían sido batallas. Una guerra había concluido y se había perdido (en todos los sentidos). La guerra civil española se quedó en “aquella cosa desagradable ocurrida al otro lado de los Pirineos”, los campos de concentración donde se hacinaron a centenares de miles de desplazados constituyeron otro episodio más en los numerosos casos de amnesia del país vecino e Yves Montand cruzaba clandestinamente la frontera para comprobar tan solo lo solitaria que era ya su lucha. Ah, y lo que era peor: la ambivalencia que mostraba al respecto el partido, cuya línea ideológica –hasta entonces incuestionable- comenzaba a dar muestras de una adaptabilidad sonrojante.
Faltaba un año para que París ardiera y Resnais mismo fue uno de los co-directores de Lejos de Vietnam (1967). Porque había otras guerras y estas todavía no habían concluido (recién empezaban, como aquél que dice). El resto del plantel: Marker, Ivens, Godard, Lelouch, Varda, Godard. No, no va a ser sencillo. Nos tocará hablar de fervorosa militancia y de desencanto. Quizás lo uno llevó a lo otro. ¿Y de aquí se sigue mayo? ¿Han transcurrido suficientes años para tratar de entender aquél mes de 1968, siquiera a través del cine?
La distancia y el tiempo. ¿Cuándo son suficientes? Como cita Colin MacCabe en su biografía de Godard, “cuando a Zhou Enlai, dirigente comunista chino, se le preguntó su opinión sobre la Revolución Francesa (1789), dijo que era “un poco pronto para decirlo”. Definitivamente, nosotros no seremos tan cautos.
Bertrand Tavernier hace tiempo que no se engaña sobre las bondades del sistema ni sobre esa “genealogía de la moral” francesa fundamentada en una mitología bastante reciente. En Laissez-passer (2002) relativizada la traición que para muchos supuso el colaboracionismo en los tiempos de la ocupación nazi y en Ley 627 (1991) mostraba el día a día de unos policías acostumbrados a trabajar en precario y hacer una aplicación sui generis del dogma legislativo. No fue ni mucho menos el primero en extender la duda: Louis Malle acabó exiliándose tras sufrir las invectivas de las fuerzas vivas de su país por Lacombe Lucien (1974) o ‘cómo acabar de una vez por todas con el estigma del colaboracionista malo malísimo y la resistencia santificable’. Nuevamente, se equivocará quién espere encontrar posicionamientos maniqueos en los realizadores galos (¡qué envidia!): Milou en mayo –también de Malle- sería, dieciséis años más tarde, uno de los filmes definitivos sobre la hipocresía y el travestismo ideológico de la burguesía.
¿He dicho burguesía? Claude Chabrol acabó manejando un desencanto muy burgués para con sus amados/odiados congéneres. Innumerables películas que siempre son glosadas como “un misil en la línea de flotación de…” o un “desenmascaramiento del sistema clasista”. Borracheras de poder, fiestas de placer y locuras de matrimonio. Lo cierto es que el Chabrol más celebrado (El carnicero (1969) o La ceremonia (1995)) es el de los thrillers cotidianos, el de las psicopatías cultivadas en los silencios vespertinos de alguna ciudad de provincias gala.
En Soñadores (2003), un Bertolucci afrancesado volvió a las calles, con y sin adoquines. A los tiempos de la libertad ejercida sin aparentes cortapisas, aunque muerta la utopía social la cosa parecía quedarse en un campo de experimentación formal centrado en la reacciones del propio cuerpo (drogas, sexo y baladas hippies). Hasta a uno le da ahora por encontrar cierta moralina, por mucho que en su momento quedase prendado por las carnes trémulas de Eva Green.
Olivier Assayas ha retornado recientemente al territorio del hastío. Después de mayo (2012) es una reflexión lúcida y no sabemos hasta qué punto autobiográfica, viniendo como viene de alguien que también estaba en el instituto a principios de los setenta. Assayas vuelve a las asambleas, al activismo, al acantonamiento. Nos habla de una época luminosa, antes de subscribir, en otro contexto, la frase de Allen Ginsberg (“he visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”). Pero… ¿qué locura fue aquella?
Pues la de una generación que lo quiso todo -¿alguna no?- y soñó con obtenerlo tomando las avenidas. Ya era demasiado tarde: de Gaulle sabía que tras mayo del 68 su legitimidad se sustentaba únicamente en “ley y orden” (un eslogan que siempre ha encandilado a las clases medias, mucho antes de que se diesen cuenta de que ellas tampoco tenían nada que perder) y no aflojó. ¿Qué cómo se aplacan las revoluciones? Pues desde hace 200 años, prohibiendo que la gente salga de casa (bien abastecidos, eso sí, de unos gases lacrimógenos que gozan de mejor prensa que las bayonetas caldas de la guardia zarista).
Cuarenta y cinco años después, mayo del 68 es un hito demagógico. Para la derecha ha quedado como una revuelta de niños bien (“sus” niños, después de todo) que lo que querían era ver un partido de fútbol en la única televisión del campus (que estaba en una residencia de estudiantes femenina, vetada al balompédico sexo opuesto). Para la izquierda, como una intentona revolucionaria liderada por estudiantes y obreros y frenada por “la gran masa silenciosa” (que siempre tiene algo de reaccionaria, por lo de “masa” y por lo de “silenciosa”. Palabra de Engels).
No, ni fue un octubre rojo ni una pataleta de adolescentes consentidos. Tras la postguerra, mayo del 68 fue una de las primeras señales de que las cosas tampoco andaban especialmente bien en el así llamado “mundo libre”. Al otro lado del telón de acero el Estado –o la Casa Rusia, a través de sus diversos gobiernos títeres- ya había demostrado que llegado el momento, no le iba a temblar la mano: el Pacto era el Pacto y una columna de tanques podía encargarse de recordar la letra pequeña. En varios países inequívocamente capitalistas de tres continentes diferentes (México, Japón y Francia) los sectores más inquietos de la población iban a llegar a conclusiones similares sobre el mundo feliz que les aguardaba.
Mayo del 68 fue “acallada democráticamente”; con elecciones anticipadas, para entendernos. El miedo (primo hermano de la incertidumbre) hizo el resto: la izquierda pinchó y todo siguió igual. Francia conoció hechos excepcionales: de Gaulle hizo como que huía del país (abandonar la capital para demostrar a los ciudadanos lo desamparados que estaban sin ellos era uno de los enroques clásicos de los generales romanos), para acabar volviendo como César Augusto, disolver las Cortes y prohibir cualquier tipo de manifestación.
¿No se logró nada? Hombre, lograron hacer dimitir al Ministro de Educación y que el salario mínimo se incrementase en un 35% (el conjunto de los salarios se calcula que subió en un 10%). ¿Que la CGT abrazó el acuerdo prematuramente y dejó tirados a los estudiantes con aquella huelga indefinida de quienes tenían asegurada la paga de los domingos? Puede. Pero minimizar sus conquistas resulta ridículo, máxime en una época donde todos estamos viendo recortados nuestros derechos en base a premisas semejantes: las que emanan de la doctrina del shock.
El héroe desapasionado de Assayas es un joven con convicciones. Ni más ni menos. De esos a los que les gusta leer otros libros, conocer otros puntos de vista. De los que dudan de la palabra de cualquiera que les insten a pensar de una manera determinada. De los que escuchan discursos y los aplauden, para luego, en soledad y con capacidad crítica, preguntarse hasta qué punto entendió lo que estos querían decir.
Vive su tiempo y disfruta del verano de su vida. Pero acaba volviendo a casa, evitando cualquier deriva emocional disfrazada de autoconocimiento. Se considera ante todo artista -¿acabará pintando o metido en el negocio de las películas?-. Y así se ve ante el mundo, por encima de cualquier compromiso político.
A su alrededor, la gente parece elegir el martirio. Una novia que no se cansa de experimentar hasta que ya no importa el qué. Un amigo expulsado del liceo y que abraza el trabajo como una liberación espiritual. Otro que elige seguir a una bailarina de los dioses para volver cansado, sin estudios y con un hijo que dejará de serlo tras el pertinente autobús de ida y vuelta a la tierra de Frans Hals. Y Christine, la etérea Christine, que cree vivir un sueño de igualdad y se descubre una tarde volviendo de hacer la compra y fregando, eterna ama de casa en un mundo de machos (de izquierdas, eso sí).
Nuestro protagonista aprende y sobretodo lo hace a partir de sus errores. El último de sus exilios forzados acontece tras colaborar –con la inercia y el hastío de quién ha dejado de profesar la fe- en lo que parece ser un atentado político. Lo dejamos en Londres, acudiendo solo a una sesión de cine experimental y creyendo ver, en los fotogramas sobreexpuestos de un campo de espigas, la imagen idealizada de aquella utopía, personificada en una chica generosa que vivió demasiado deprisa (lo del bonito cadáver sería discutible).
Los directores franceses y sus mayos. Del cine de guerrilla y el colectivo Dziga Vertov a la desilusión generalizada. Y no tanto la del que vio pasar ante sí el tren de la revolución como del que perdió, hace ya demasiado tiempo, el tren de la juventud. No son progres, son hombres ávidos de recuerdos.
La suya es la legítima melancolía de un tiempo en el que era el Estado el que temía al Pueblo. Un tiempo que tardará mucho, mucho tiempo en volver.