“Jeffrey Goines: ¿Sabes qué es la locura? Locura son las reglas de la mayoría. Toma los gérmenes, por ejemplo.
James Cole: ¿Gérmenes?
Jeffrey Goines: Uh-huh. En el siglo XVIII, nada de eso, nada, nada. Nadie jamás imaginó tal cosa. Ninguna persona cuerda, de todos modos. Ah! Ah! Luego viene este doctor, uh, uh, uh, Semmelweis, Semmelweis. Semmelweis viene. Está tratando de convencer a la gente, bueno, principalmente a otros médicos, de que hay estas pequeñas cosas invisibles y pequeñas llamadas gérmenes que entran en tu cuerpo y te enferman. Ah? Intenta que los médicos se laven las manos. ¿Quién es este chico? ¿Un loco? ¿Pequeño, pequeño, invisible? ¿Cómo lo llamas? Uh-uh, ¿gérmenes? ¿Eh? ¿Qué? Ahora, corte al siglo XX. La semana pasada, de hecho, antes de que me arrastraran a este infierno. Entro para pedir una hamburguesa en este restaurante de comida rápida, y al tipo se le cae al suelo. Jim, lo recoge, lo limpia, me lo entrega como si todo estuviera bien. “¿Qué pasa con los gérmenes?” Yo digo. Él dice: “No creo en los gérmenes. Los gérmenes son solo una trama que inventaron para que puedan venderle desinfectantes y jabones”. Ahora… está loco, ¿verdad? ¿Ves?”
Doce monos (12 Monkeys, Terry Gilliam, 1995)
Jabalíes en plena Diagonal de Barcelona. A muchos les sorprendía la noticia (“¿cómo es eso posible? ¡qué miedo!”). A otros, como a mi hermana, les daba por hacer broma, porque quizá ya sólo nos queda eso con respecto a esta crisis (“si está permitido salir a pasear al perro, ¿está permitido salir a cazar?”). Y a mí me vino a la mente, por segunda vez en esta crisis, un fotograma de lo que ya parece otro film premonitorio de ese grande que es Terry Gilliam (tras su espectacular y necesaria Brazil – Íd., 1985).
Pero voy atrás, claro.
Principios de año, ya no sé decir la fecha. Parece tan lejana como lentos los segundos de estos días en confinamiento. En la televisión se hablaba, casi de forma anecdótica, de que el misterioso virus descubierto por primera vez en China se había detectado en otro país. ¿La causa? El desplazamiento de un infectado mediante avión.
Avión. Aviones. Aeropuertos.
El Dr. Peters es obligado por un agente de seguridad a mostrar el contenido de su maletín, que ha hecho saltar la alarma en el control de pasajeros. “Muestras biológicas. Tengo la documentación aquí”, se excusa. “Voy a tener que pedirle que abra esto, señor”. “¿Abrirlo?”, responde sorprendido el científico. “Por supuesto (…). Sí, parece vacío, pero le aseguro que no lo está”.
Poco después, James Cole recibe un disparo. James Cole, en sus cuarenta, cae al suelo en cámara lenta. James Cole en su primera década de vida viéndose a sí mismo caer, sin reconocerse.
Y Gilliam cierra su film, como no podía ser de otra manera, con el ‘What a Wonderful World’ de Louis Armstrong.
Sí, eso fue lo que se me vino a la cabeza. Y como reza el marketing del poster del film… “El futuro ya es historia”.
No me malinterpretéis. No soy catastrofista, ni pienso que todo esto, como ya se ha dejado oír, es una guerra bacteorológica (o “viruslógica”) entre países enemigos. Ni tan siquiera que haya un científico loco que haya abierto un frasco. De hecho, me remito al vídeo. En el avión, junto al Dr. Peters, se sienta una “agente de Seguros”, que no es otra que una científica del verdadero futuro del que viene Cole.
Hay esperanza para encontrar el origen, y cambiar la historia. Claro que sí.
Mientras tanto, vuelvo a los jabalíes, y a la segunda vez que 12 monos me vino a la mente. El fotograma es todo un clásico, y es del inicio del film. Cole es enviado a la superficie para recoger muestras, protegido con un traje hermético que evita el contacto con la atmósfera (es triste que sea una imagen ahora, y a partir de ahora, demasiado común). Se cruza con un oso solitario, vagando por un paisaje tan hermoso como desolador. No hay seres humanos que paseen por las calles, sólo esos animales a los que el virus no afectó.
No hay humanos paseando.
Humanos confinados bajo tierra. Humanos confinados en sus casas.
La cámara sigue al animal, y nos muestra un grafiti rojo en la pared. Es el símbolo de los 12 monos, bajo un “we did it”, “lo conseguimos”, rociado apresuradamente en negro.
Lo conseguimos, sí.
La imagen me lleva ahora a Greta Grunberg, a los ecologistas que llevan tantos años advirtiéndonos de que no podemos seguir ignorando las señales de la Naturaleza. La imagen me lleva a esos que colapsan las carreteras por ir a pasar unos días de confinamiento a sus segundas residencias, parajes “vírgenes del virus” que de esta forma se están viendo comprometidos, acelerando el contagio por la irresponsabilidad de cuatro gallitos. La imagen me lleva al “loco” de Jeffrey Goines, que ya alertaba desde el manicomio a Cole sobre cómo no se creía al Dr. Semmelweis cuando descubrió la existencia de los gérmenes. La imagen, también, me conecta con otra de esas obras maestras que llaman al Apocalipsis, y a cómo nosotros mismos podemos ser capaces de detenerlo (si aceptamos la lectura al pie de la letra del film, que ya sabemos no es tal, pero que ahora me viene muy bien): Donnie Darko (Íd., Richard Kelly, 2001), en ese momento en el que recomienda a su novia que para el trabajo de ciencias sobre uno de los grandes inventos de la historia escriba sobre el jabón.
Yo lo ha dicho nuestro Presidente: lavarse las manos nos convierte en Héroes. Así, en mayúscula.
También Liam Gallaguer, cantando SOAPERSONIC, en plena demostración de que el confinamiento… en fin.
La imagen, en definitiva, me lleva a pensar que hemos sido demasiado inconscientes. Pero repito: no es tarde. La Tierra nos está dando una oportunidad.
La Tierra. La Naturaleza. Nuestro hogar.
Aquí enlazo con ese director que también me fascina, Terrence Malick, y cuya filmografía es más que recomendable repasar en estos días, porque acompaña, y mucho, en el replanteamiento de varias reflexiones sobre nuestro lugar en el Mundo. Si hay que quedarse ahora mismo con sólo una de ellas… quizá todos estéis pensando en que me recomendaré El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), su obra maestra por excelencia (hasta el momento, yo sigo teniendo fe en él). Sería lo suyo, ¿verdad? Un film que plantea la existencia de Dios frente al poder de la Tierra, y que sin embargo no los confronta. Un film que nos empequeñece, y nos pone en nuestro lugar, al mostrar el origen del Universo y el origen de nuestra vida, de nuestras vidas. Un film que siempre me lleva a pensar en 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968), y más ahora, en estos tiempos en los que estoy convencida de que el Universo nos está empujando a superarnos a nosotros mismos y que nos llevará a saltar otro peldaño evolutivo. Y claro, pensar en eso me suele llevar también a esa reinterpretación encubierta de Nolan sobre 2001 en Interestelar (Interestellar, 2014), en la que “los otros” no son extraterrestres, sino nosotros mismos…
No, no quiero recomendar El árbol de la vida. Quiero recomendar La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998). Quiero recomendar el sufrir junto a unos soldados que no han perdido su humanidad, porque ahora mismo, todos somos soldados. Quiero recomendar, de nuevo, no olvidar que hay esperanza entre tanta miseria y locura. Quiero recordar ese brote verde que surge entre el sucio río por el que avanzan unos soldados que han visto, y vivido, lo peor y lo mejor del ser humano en muy poco tiempo.
Un brote verde entre tanto caos… me lleva también a pensar, con ilusión, que la Tierra está descontaminándose a marchas forzadas. Lo comentaba hace unos días con mi familia (vía Whatsapp, claro): quizá este virus sea sencillamente la respuesta al necesario equilibrio. Sin plagas, sin guerras… el hombre se estaba multiplicando demasiado deprisa. Vive demasiado tiempo. ¿Quién nos ha dado derecho a alargar nuestra existencia? ¿Quién nos ha dado derecho a jugar a ser Dios?
Yo soy creyente. Creo en Dios, y en el Destino. Quienes me conocen lo saben. Quizá sencillamente, como siempre argumento, porque no comprendo la injusticia de este Mundo si no es porque hay un motivo, que descubriremos al morir. Quizá soy demasiado naïve, pero me niego a no creer. Me gusta pensar que todo está conectado, aunque no sepamos cómo. Por eso me fascina esa incomprendida obra maestra que es El atlas de las nubes (Cloud Atlas, hermanos Wachoswski, 2012), que transforma la formidable novela de David Mitchell y sus entrelazadas historias destinando un género cinematográfico a cada una de ellas. El film transporta nuestra mente mientras acompañamos a sus protagonistas en sus distintas vidas. El film, como el libro, no niega su premisa:
“La creencia, como el miedo o el amor, es una fuerza que debe entenderse a medida que entendemos la Teoría de la Relatividad y los Principios de Incertidumbre: fenómeno que determina el curso de nuestras vidas. Ayer, mi vida iba en una dirección. Hoy se dirige a otro. Ayer creí que nunca habría hecho lo que hice hoy. Estas fuerzas que a menudo rehacen el tiempo y el espacio, que pueden moldear y alterar lo que nos imaginamos, comienzan mucho antes de nacer y continúan después de que perecemos. Nuestras vidas y nuestras elecciones, como las trayectorias cuánticas, se entienden momento a momento. En cada punto de intersección, cada encuentro sugiere una nueva dirección potencial.”
Y termino enlazando esta última frase con otro film a recomendar: intersecciones, encuentros. Decisiones. ¿Hasta qué punto el Destino nos permite cierto grado de libre albedrío? En Las vidas posibles de Mr. Nobody (Mr. Nobody, Jaco Van Dormael, 2009), su protagonista (encarnado por un Jared Leto noticia también estos días, al escribir en redes que se enteró del confinamiento por coronavirus tras 12 días de retiro espiritual…) se mete en la piel de hasta 13 personajes que son la misma persona, cada uno de ellos resultado de haber tomado una decisión distinta en un momento clave de su vida. Lo importante, quizá, es lo que dice el Nobody viejo a su entrevistador:
“Cada camino es el camino correcto. Todo podría haber sido cualquier otra cosa. Y tendría tanto significado”
Pues eso. Estamos a tiempo. El camino será el correcto. Decidamos salir de esta… ¡antes de que llegue el Big Crunch!