Un sexagenario llamado Leos Carax anda estos días por Cannes 2021 -en un atípico mes de julio- presentando su última película, Annette. Sí, nació en 1960 y en su ópera prima, Chico conoce chica, se daba por muerto exactamente en el año 2040. Yo de vosotros no apostaría en contra.
Carax es sinónimo de malditismo, de director sufriente, de loco genial dispuesto a poner su arte por encima de la vida misma. ¿Verdad o invento festivalero de unos franceses muy aficionados a compatriotas encumbrados directamente desde un pretendido underground?
Juzgad vosotros mismos. Media docena de largometrajes en 37 años de carrera, una media muy Kubrick. Una leyenda -más negra que épica- que lo cubre todo: escenarios, actrices, bancarrotas, actitud. Carax es el maestro de ceremonias de las relaciones destructivas, de los males de amor exacerbados, del contigo ni sin ti. Su cine no hace prisioneros: o te dejas arrastras por su romanticismo fou o te pones criticón y lo pagas con la forma, la música, los desenlaces trágicos.
Hay un largo camino desde esta historia minúscula -pero siempre al límite- y la monumental fuga -del cine, de la existencia humana- representada en esa ópera dadaísta titulada Holly Motors (2012). La distancia que media entre Werther y los protagonistas kafkianos de su último filme hasta la fecha (imaginaos lo que puede haber dado de sí la cosa en el generoso metraje de Annette, juntando a esos dos caballos desbocados que pueden llegar a ser la Cotillard y Adam Driver. En España habrá que esperar hasta finales de agosto para averiguarlo). Puede haber extrañeza, puede haber multiverso narrativo, puede haber noir, ciencia ficción, fidelidad o traición. Pero lo que nunca faltará en una película de Leos es… amor.
A la hoguera con los cursis. El amor para Alexandre Cristoph Dupont (el verdadero nombre de Leos Carax) se sufre hasta sus últimas consecuencias o no es amor. Y predica con el ejemplo: sonada fue su relación con una poco más que adolescente Juliette Binoche, de la que surgiría una de las obras cumbres del cine de finales del pasado siglo (como lo oyes): Los amantes del Pont Neuf 1991).
Una exageración, una elegía en favor de los desarrapados, los auténticos, los atormentados. Dos vagabundos, un puente en obras, los fastos por el segundo centenario de la Revolución Francesa. Que no os la cuente ni yo ni nadie: la película es un decálogo de lo que puede llegar a hacerse cuando se pone todo en juego, incluida la salud y el poco o mucho dinero que uno atesore en el banco. Una historia que aspira a arrasar al espectador, a dejarlo absolutamente tiritando en mitad de un puente donde dos seres humanos disfrutan de estar vivos. Pero de verdad.
Chico conoce a chica (1984) está igualmente interpretada por Denis Lavant, actor fetiche desde entonces. Lavant -feo como el solo, irracional, casi un animal que se mueve y actúa instintivamente- acaba de romper con Florence, quién decidió acostarse con su mejor amigo. Cosas que pasan.
Empieza el filme en ese río Sena que ha hecho suyo, con una especie de conjuro de la creación invocado por lo bajines por una pitonisa macbethiana. “Pronto yo seré viejo y todo habrá por fin acabado”. Denis Lavant no tardará en aparecer de entre las sombras, viniendo hacia el espectador con paso firme, gesto contrito y muchas ganas de hacerle pagar a alguien sus reveses vitales.
No termina aquí la declaración de intenciones. Me refiero al plano de apertura, la primera imagen que hace de frontispicio a todo su cine. Rodada con 24 años: unas estrellas y una puerta con sus dos hojas entornadas. En blanco y negro, con los cuerpos celestes de cinco puntas retroiluminados.
Hay una Maite que lo ha dejado con un tal Henry y huye a la montaña, una Mireille que desiste de rogarle a Bernard que se quede a su lado. Y un Alex, el protagonista, sin su Florence. Todas las historias se parecen: incomprensión, hastío, depresión en ciernes. Alguno de los dos sale corriendo, alguno de los dos cae en el mutismo y los monosílabos, esperando que sea el otro el que le eche coraje. Todos querrían quererse, nadie lo hace.
Y todo esto contado con una cinematografía repleta de intuiciones geniales, de planos evocadores, casi abstractos, separados como codas por flamantes fundidos a negro. Así sabemos de un héroe que ha convertido el mapa de París, escamoteado detrás de un cuadro intrascendente, en una geografía donde rendir homenaje a hitos amorosos e incluso a primeras tentativas de asesinato. De unos chinos aguardando pacientemente a que arreglen su máquina de pinball; circuitos integrados relucientes, abiertos y expuestos como el motor bajo el capó de un coche. De un descreído que lanza monedas a amantes anónimos. De mujeres que quieren aprender claqué libro en mano. De gabardinas tuneadas para poder mangar vinilos (algo que Carax ha reconocido que hacía con bastante oficio en su adolescencia).
En la búsqueda del amor pluscuamperfecto, Alex recala en una fiesta. Una fiesta en la que se ha autoinvitado y de la que solo espera sacar un encuentro con Mireille. Dos solitarios en la cocina con linóleo de fondo. Confesiones en primerísimo plano, tour de force a lo Persona (1966) de Ingmar Bergman. Rostros, sombras, promesas, caricias.
La separación de ambos no presagia nada bueno en lo que a las intenciones suicidas de ella se refiere. Así que Alex opta por dejar un mensaje manuscrito en una cabina de teléfonos (¿cuántos elementos propicios para el amor se han quedado obsoletos en las últimas décadas?), seguido de una carrera premonitoria (ojo a la secuencia porque la volveremos a ver muchas veces en su cine) y un accidente mortal donde se revela lo inútil de nuestras corazonadas. Porque a la postre aquí también todo estaba escrito.
Sin Carax no habría Dolan, sin Vigo no se entiende a Eustache, a Carax. Podéis dedicaros a estirar de la cuerda y encontrar todas las relaciones de causa-efecto que queráis en el cine francófono, pero os conmino a postergar el pasatiempo intelectual y lanzaros de cabeza a una ópera prima en la que el director se practica un seppuku en toda regla, pidiendo no tanto espectadores como nuevos y sinceros voluntarios.