William Faulkner sentado cuál Abraham Lincoln megalómano frente a su mesa de forjador de mundos. Pipa en mano, mirada hierática, de las de “seré inmortal y lo sabréis a su debido tiempo”, con un porte y una prestancia que indican que, por una vez y para la ocasión, se había abstenido de quedar bajo los efluvios de su bebida alcohólica favorita… antes de mediodía.
El retrato está colgado en la pared frente a la que escribo, presidiendo el santoral adolescente que incluye directores lejos de su mejor momento, actrices en pose torturada, cuadros con algo de chiste privado y demás estampitas de tienda de regalos a la salida del museo. Faulkner siempre ha estado ahí, no tanto para señalar el camino como para recordarle a uno que el estilo lo es todo y que el suyo, oscuro e inimitable, lo convierte en un demiurgo de esos a los que se puede admirar sin miedo a caer en la idolatría.
Faulkner, mira tú que cosas, es también el escritor de cabecera de nuestro fantaseador en ciernes. William, el tipo aquél que llevó una vida bastante sedentaria, sin moverse a muchas millas de su académica zona de confort (y cuando lo hizo fue para rebotar contra el muro de Hollywood). Quizás fuese para compensar tanta quietud que acabase levantando una geografía propia, un condado imaginario en el que poder hacer padecer a blancos pobretones y negros atados a lugareños miserables, vínculo cimentado en la costumbre y la mera subsistencia como único horizonte vital.
En Burning Lee Jong-su acaba de tomar conciencia de su condición de escritor. Ese punto a partir del cuál uno deja de ser admirador empedernido (de gente muerta, mayormente) y pasa a ser alquimista de emociones. Un proceso lento, lleno de renuncios y que sobretodo le sirve a uno para hacer frente a sus limitaciones, las incontables torpezas que poblarán las primeras 1000 páginas.
Sabemos que Jong-su pretende escribir. Así se lo confiesa a quien quiere saberlo, aunque su interlocutor no sea mas que alguno de los héroes de su próxima función. Su solitaria vida se va a poblar de dos arquetipos ensayados por todo aprendiz de narrador: la musa y el alter ego pluscuamperfecto y con reverso tenebroso.
Ella es Hae-mi, todo lo que un joven abonado al onanismo compulsivo puede llegar a ansiar. La forja con los recuerdos de infancia, aquella materia prima que incluía a cierta vecina a la que martirizó un poco, siempre camino del colegio. En su imaginación, ella es ahora una choni terremoto que irrumpe en su vida sabiendo más cosas de él que el anonadado objeto de sus deseos. Hae-mi vive en un desorden parecido al del propio protagonista, dice tener un gato y está a punto de emprender un viaje al continente africano.
De allí retorna con el apolíneo Ben, ese antagonista desproporcionado al que uno sólo imagina en sus peores pesadillas. Porque Ben es atractivo, sociable, vive en el barrio más cool de Seúl -el Gangnam inmortalizado por cierto rapero coreano hace 6 temporadas-, sabe cocinar platos europeos, conduce un Porsche 911 y, por si fuera poco, no tiene pinta de necesitar trabajar para mantener su estilo de vida. Lo que viene siendo un cabronazo con suerte. El malo idóneo.
La animadversión hacia el personaje -por parte del escritor-cicerone y, por tanto, por parte del público, rehén de su mirada- está asegurada. Ben se apropia sin apenas pretenderlo del alma y del cuerpo de Hae-mi, de esa solitaria en la que Lee creía haber encontrado un alma gemela (o, al menos, un ser humano tan perdido como él mismo).
Lo que viene a continuación -muy difícil de lograr, por mucho dominio que se tenga del tempo, la dinámica entre personajes y las corrientes de simpatía resultantes- es una verdadera virguería del señor Chang-dong. Porque como si de la Sospecha (1941) de Alfred Hitchcock se tratase, el director se va a encargar de convertir a Ben en el responsable de la desaparición de Hae-mi, tejiendo en torno a él una (siempre en apariencia) irrefutable telaraña de pruebas incriminatorias. Quizás, demasiado.
Porque… ¿no sería ideal -incluso lo esperable, lo deseable- que el chico pijo fuese en realidad un discípulo practicante de las malas artes del marqués de Sade? ¿Que él y sus peripuestos amigos hubiesen urdido un plan macabro para ser rescatados del aburrimiento por dependientas de supermercado, paletos que se creen artistas y, en general, toda esa parte de la humanidad grosera, pobre y prescindible para tanto sátiro desahogado y ocioso? ¿Qué estrategia de la araña es esta, qué cónclave de perversos en pos de su siguiente víctima propiciatoria?
Hae-mi, inalcanzable, se despide de ambos -narrador y verdugo- en una hermosa escena en la que somos conscientes de su carácter simbólico, sobada mistificación del deseo masculino. Danzando al atardecer ante un matarife inapetente y un admirador incondicional, Hae-mi nos reta y nos desarma, con dos argumentos inmortales: pureza e ingenuidad.
¿Hasta qué punto estamos dispuestos a condenar también a Ben sin necesitar de juicio alguno? Después de todo, parece tratarse de un psicópata de libro: colecciona ofrendas de sus ligues-mártires, es incapaz de empatizar con el dolor ajeno, presume de pirómano… ¿y ya?
No. Tanto Hae-mi como Ben (el Ángel Azul y el gran Gatsby) son dos creaciones neófitas de ese otro joven desamparado, a medio camino del campo y la capital. Dos ensoñaciones que le ayudan a hacer más llevaderos los días, tan parejos. Como si de los personajes de La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985) se tratasen, ambos han saltado al otro lado de la pantalla, exigiendo un lugar en este otro teatro, el de los vivos. Y sorprendiéndose como nosotros de cada giro, de cada revés, del amargo destino que les depara la lógica interna de cualquier intriga criminal.
Ese modo en que el creador -hasta el más inhábil, sí- insufla vida a partir de su propia vida, agregando al conjunto matices extraídos de lo poco que conoce a conciencia: sus fantasías adolescentes, los arranques violentos de un padre, el reflejo dorado de una torre de telecomunicaciones, la envidia, el desánimo, el pozo en el que ella nunca cayó. Pasiones humanas que todo lo contaminan y que a la postre no le permitirán -ni a él ni a nosotros- distinguir cuánto ha habido de odio y cuánto de justicia poética en sus precipitadas conclusiones detectivescas.
Una última paradoja: creo que ni en sus mejores sueños hubiese podido imaginar Haruki Murakami una adaptación tan brillante de sus repetitivos relatos pseudo-existencialistas. Poder contar con un esteta de la imagen capaz de mejorar y ampliar el bestiario del más popular de los escritores aspirantes al Nobel de Literatura.