¿Podemos empezar ya? Sí, sí, podemos. Pero antes un apunte vital sobre el autor, imprescindible en este caso para entender qué pretende este director francés del que no tantos habrán oído hablar (él arroparía este hecho con algún mohín despectivo, no tanto como constatación de que las audiencias nunca van a estar a su altura como por la poca importancia que a la postre acaba teniendo cualquier cosa que uno haga).
Leos Carax, incluso a su pesar, fue enfant terrible a la edad en que uno puede lucir el apelativo con fundamento y de ahí pasó en un tiempo récord a artista sufriente en vida. ¿Cultivó a sabiendas esta imagen? ¿Fue un devoto de su oficio y un capullo redomado en su faceta personal? Digamos que sus 60 años de existencia han sido ricos en desgracias, empezando por la mayor de todas: el no poder amar con cierta constancia -¡el no creerse que las cosas le estén yendo bien a uno!- hasta que el aburrimiento, la estupidez o el sentimiento trágico de la vida le obligan a torpedearse, a sabotear aquél atisbo de felicidad que despuntaba por poniente.
Carax vivió al límite -¿realmente? ¿Dónde acaba lo biográfico y empieza la épica del desastre?- y, posiblemente, arrastró en su vorágine nihilista a más de una pareja. ¿Cuál fue exactamente su responsabilidad? Pues eso sólo lo sabe él, por mucho que acabase siendo un referente bobó del malditismo a la francesa. Su leyenda negra lo superó, sus infortunios lo condenaron a ser un reflejo imposible de la imagen tópica que el espectador tiene sobre lo que debe de ser un artista “entregado”.
Pero no se trata de que para Leos su arte lo sea todo (aunque haya demostrado en sus proyectos más ambiciosos estar dispuesto a jugarse dinero, salud y estabilidad emocional). Se trata de la relación que establece este tipo con sus seres filmados, esas pasiones fatalistas entre revueltas, recaídas y noches en blanco. Porque metido en harina, lo único que da la impresión de no soportar el realizador de Mala sangre (1986) o Holy Motors (2012) es… pues al propio Leos. Así que tocaba hacer algo al respecto.
Bob Fosse lo solucionó rodando All That Jazz (1979). El ultimísimo Lars von Trier, haciendo un autorretrato poco complaciente del creador-psicópata que ha acabado siendo para muchos. Tirando de musical o de loa al asesino en serie -no tan indiscriminado como pudiera parecer-, la cosa es ofrecer una instantánea hiperrealista de ese abismo al que el azar ha querido convertirles en cronistas.
Adam -Adán, Henry McHenry, el simio primigenio- conoce a la personificación de la perfección con manzana, una Eva que no tienta sino que deslumbra por su condición natural de musa: Ann Defrasnoux (Marion Cotillard). El uno es punki, irreverente y calculadamente estúpido. La otra deliciosa, contumaz e inalcanzable.
Pero ambos comparten la misma desgracia: tener éxito. Valiéndose de estrategias diferentes, le dan al público exactamente aquello que quiere: ella, la fantasía de que pueden ser mejores; él, el alivio de no ser tan cínicos e inmisericordes. A través de las grandes tragedias del género lírico -donde ineluctablemente ellas acababan muertas a manos de sus amantes, simpatizantes o simples conocidos- o tirando de monólogo situacionista y cruel al más puro estilo Chris Rock (a quien el propio Adam Driver da las gracias en los títulos de crédito).
La representación reiterada del propio sufrimiento como moneda de curso legal a cambio de la cuál obtener… ¿la fama? Quizás el arte no sea otra cosa que eso. Quizás el arte sea cualquier cosa menos eso. El caso es que el filme arranca -enfundándose el héroe la chupa verde, desfilando todo el elenco desde el estudio de grabación donde el demiurgo nos presenta a la Annette real: esa hija a la que dedica la presente confesión- con una premisa absolutamente anti-musical: la felicidad.
Es un punto de arranque peligroso, casi una maldición. Porque sabemos que a partir de ahí -como se encargan de pronosticar las propias letras de las canciones- todo va a ir a peor. Quizás porque así deba de ser. Quizás porque los protagonistas de la historia son así de miserables, así de humanos.
La pasión está en su cenit, el éxito antecede a la irrupción de la pareja en cualquier escenario mundano. Es hora de dejar de ser un comediante especializado en poner al descubierto la iniquidad humana y otras virtudes apaciguadas. Es hora de empezar a hablar de uno mismo hasta que le resulte insoportable a una audiencia que lo único que quiere es escuchar el eco inextinguible de sí mismos. Un harakiri creativo que también practicaba un Lenny atosigado a demandas en la película homónima, convirtiendo a su audiencia-rehén en testigo de sus aburridos avatares legales.
La crisis se desencadena y la paternidad sólo hace que agudizarla. Para dos egos desatados -el uno más o menos discreto, el otro desbocadamente exhibicionista- la recién nacida (sí, la Annette del título) no es más que un títere adorable, un ser articulado que está en medio y que acabará siendo testigo de su pugna por ver quién es el primero en mandarlo todo al garete.
La tormenta termina desencadenándose, saliendo el infausto Henry a su encuentro y embarcando en su cruzada suicida a su familia-trofeo. El Werther traicionado -¿mayor traición que ver correspondido su amor?- girará la pistola contra su displicente Charlotte. “Si el exceso no acaba conmigo, que barra de cubierta a los que dicen quererme”.
Carax-Henry tendrá que vivir con ello. Con las consecuencias de sus actos, con los cadáveres -algunos ciertamente textuales- que uno acaba dejando según transita por esta vida, ya sea entre temporales o saltando de piscina en piscina. Las víctimas de nuestro egoísmo, de nuestra falta de madurez, de nuestros desatinos. Annette, símbolo, maldición y prolongación del talento materno, estará siempre ahí. Y ella sí que es capaz de ver lo peor de su progenitor, sin estar obnubilada por apetitos más o menos carnales.
Quizás sean nuestros herederos, nuestras anheladas y confusas prolongaciones en la Tierra, los únicos moralmente válidos a la hora de emitir juicios sobre nosotros. Se mostrarán tan inflexibles con nuestras faltas como nosotros lo fuimos con las de nuestros mayores. No nos ahorrarán nada: glosarán la ruina que fuimos y aun así, con un poco de suerte, nos tolerarán a su lado.
El Yo confieso de Leos Carax es brutal y al mismo tiempo poético. Sabe que se está exponiendo hasta lo indecible y a cambio sólo pide que no nos regodeemos en sus descalabros (ese Adam Driver que al final de la película le ladra al público, harto de ser mirado, de ver estudiado hasta el más mínimo de sus tics de actor superdotado). Los amantes del Pont Neuf ya no son dos descastados: 30 años después son dos burgueses especializados en darse muerte frente a un público culto o pretendidamente moderno. Pero el destino es exactamente el mismo: correr en direcciones contrarias, quererse hasta hacerse desaparecer, ciegos de amor, ansiedad y tragedia.
La representación concluye. Los actores se regodean en su condición de chamanes, de objetos parlantes que quizás hayan servido para mitigar el hastío existencial de su pagador. Quién sabe. Lo único cierto es que Annette, la superviviente a pesar de sus progenitores, acabará siendo de carne y hueso sólo cuando los irresponsables que la trajeron a este mundo reconozcan su parte de culpa. El perdón volverá de carne y hueso a quien creíamos otro objeto tallado por el cincel de nuestras obsesiones.
Carax, tantísimo tiempo después, ha hecho su parte. Y uno sólo puede descubrirse ante su valentía. Sea gentil o villano.