Si esto hubiese sido una película estadounidense -un Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979) al uso- no nos hubiésemos ido de la sala sin saber quién era el malo, cuál de los dos era más egotista; sin el imprescindible reparto de culpas, vamos. Si esto hubiese sido una película de divorcios catárticos -y ahora estoy pensando en Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019) -, no nos hubiese quedado duda alguna de que el tema era ese y ningún otro: la ruptura y la náusea que le precede.
Escojo dos películas -¿debo de especificar lo de “a mi entender”?- superiores a la francesa Anatomía de una caída para contraponer dos formas de trabajar que no aseguran la excelencia, ni ninguna supremacía moral a resultas de la exposición de argumentos. Simplemente afirmo que la sutileza -que puede confundirse con dispersión temática, con ambivalencia- cotiza en contra de un cine que opta por una aproximación más realista, menos espectacularizada… ¿menos “cinematográfica”?
Nos encontramos ante una muerte inopinada -¿violenta?-, de esas que dan pie a miniserie de ocho episodios y cuatro giros argumentales en la recta final (incluso a algún guiño traicionero tras los créditos finales, para dejarlo todo abierto de cara a una segunda entrega). Alguien a quien no conocemos -tampoco habrá flashbacks especialmente reveladores que arrojen luz sobre su persona, más allá de una tensa discusión inmortalizada por un audio grabado a traición- yace inerte sobre la nieve. ¿Testigos? Ninguno. ¿Pruebas de delito? Meramente circunstanciales.
Pero en ese chalet a medio terminar próximo a Grenoble donde se ha producido la tragedia habitan también su mujer y su hijo. La una es una escritora de relativo éxito, independiente y sin ganas de sentirse culpable por su buena fortuna. El hijo tiene afectado el nervio óptico a resultas de un accidente… pero posiblemente sea el que mejor vea a sus progenitores. A pesar de los secretos que le esconden (los propios de una pareja, nada del otro mundo). A pesar de lo difícil que resulta entender a los adultos heridos.
¿Cómo y desde dónde se precipitó al vacío Samuel, artista también en plena crisis (creativa o espiritual)? ¿Fue un accidente, un suicidio, un asesinato? ¿Tenía su pareja suficientes razones, suficientes rencores acumulados como para empujarle? ¿Y tenía él suficientes problemas como para tomar dicha decisión de motu proprio?
Volvemos a las diferencias abismales que existen entre el cine de lo obvio (algo pornográfico en la exposición de sentimientos obscenamente complejos, con pánico a manejar esa gama de grises que no permiten al espectador tomar partida de manera inmediata) y el cine que respeta la frontera entre lo verídico y lo verosímil. Sí, habrá el inevitable juicio y saldrá decepcionado todo aquél que crea que esta escenificación de nuestra incertidumbre nos acercará de alguna manera a la Verdad. No: fiscal y defensor vendrán cargados de razones, haciendo desfilar a la habitual legión de entendidos (esos expertos que en un drama televisivo te revelan quién lo hizo con cuatro PowerPoints, dos fórmulas matemáticas, el estudio de una trayectoria y un puntero láser), pero ninguno podrá arrojar luz sobre la zona oscura por antonomasia: lo que realmente sucede dentro de una relación que, como todas, es asimétrica, cruel, desencantada, agónica. Incomprensible, en suma, para quién no la esté padeciendo.
La “caída” del título es indudablemente el final de dicha relación. Un cúmulo de reproches que terminan por hacer rebosar el vaso, ante el estupor de un chaval y su perro acostumbrados a escapadas peripatéticas cuando la marejada en casa se hace insoportable. Eso que ocurre ahí -y que solo conoceremos a través de una escena capital- pertenece al emporio del fuera de campo, de las conclusiones a gusto del consumidor. Y es ahí donde Anatomía de una caída se descubre un vehículo potente: revelando de manera inmisericorde nuestros propios prejuicios, que indudablemente tienen que ver con nuestra formación, nuestro género, nuestra religión, nuestra predisposición a creer a quién más se nos parece.
No hay objetividad posible y la directora lo sabe. La protagonista es bisexual y su rol subvierte el reparto clásico de atribuciones… y eso, de una manera u otra, condicionará la apreciación del personaje por parte del espectador, por muy librepensador que este se considere. No es tanto un “dime lo que votas y te diré de parte de quién te pondrás” como un continuo jugar con las expectativas, con la necesidad patológica de encasillar actitudes y comportamiento ajenos. Se nos pide ejercer de tribunal ecuánime, para descubrir horrorizados que no somos mucho mejores que la turba linchadora que en estos casos podría esperar a la acusada a la salida del tribunal.
La película avanza y todavía no acabamos de decidirnos. ¿Se nos apremia a tomar partido o surge de nosotros mismos ese imperativo? Quizás esa necesidad que siente el chico -zaherido por emociones, intuiciones y designios del Estado-, se traspase a lo que uno aguarda de una “película de juicios”: sentencia, castigo. ¿Pero no implica eso la existencia de un crimen?
Es posible que nuestro constructor de hogares aislados se sintiese lo suficientemente frustrado como para saltar por la ventana y castigar así a la culpable de todas sus penas (remachando así un planteamiento infantil, capaz efectivamente de caer en el ridículo de una muerte por despecho). Pero también es posible que ella, Sandra, tuviese un arranque de locura a consecuencia del numerito previo de Samuel. ¿Quién sometía a quién? ¿Quién hacía pagar al otro sus grandezas / miserias? ¿Quién se percibía -y eso es lo importante en cualquier ligazón- en inferioridad de condiciones?
No lo sabemos. Tampoco el hijo de ambos. El desconocerlo no es óbice para que echemos la vista atrás y creamos entender el significado profundo de ciertos gestos, de ciertas conversaciones que cobran nuevo sentido tras el fatal acontecimiento. Un clavo ardiendo emocional que, casi por eliminación, le lleva -tirando de acto de fe y de agudo sexto sentido- a absolver a la madre y apuntalar así un relato para consumo propio que no justifica nada: sencillamente, mira al futuro.
Sandra no necesita de ningún perdón. Ha sido sometida a una observancia denigratoria, a un escrutinio del que ninguno de nosotros saldría incólume. Porque no hay pareja (en el cénit de la relación o a diez minutos de la separación definitiva) ecuánime, sana, perfecta en su reparto de anhelos y cargas.
Con todo, la última escena nos habla de una penitencia. La que se asocia a tener que dormir en el sofá, grotesco refugio al que se acude tras cualquier disputa parejil enconada. Y lo hará junto al único ser vivo incondicional en sus querencias, un perro que guía, calla, puede ser intoxicado a sentimiento y que, aun así… reparte consuelo a espuertas.
Exactamente lo que no sabemos hacer los seres humanos… ni con quienes más queremos.