2. Distopías (ligeramente) basadas en hechos reales
La Real Academia Española define la distopía como la “representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. Tal vez sea esta una definición que conviene ser revisada ya que si hace algunos años las distopías eran percibidas como algo lejano en el tiempo que nuestra generación no llegaría a ver, hoy en día esta sensación ha cambiado notablemente y dichas distopías se empiezan a erigir como algo tenebrosamente cotidiano y, sobre todo, perteneciente a un presente convulso, confuso y a la espera de un apocalipsis que nunca acaba de llegar, pero siempre parece estar a la vuelta de la esquina.
Varias de las películas proyectadas en el Americana Film Festival este año están ambientadas en estos presentes distópicos y consuetudinarios en los que el odio de la extrema derecha gana terreno inexorablemente y las nuevas tecnologías condicionan hasta los aspectos más triviales de nuestras vidas. La primera de ellas es Dual, tercer largometraje de Riley Stearns, director que ya presentó en este mismo festival la divertidísima The Art of Self-Defense en 2020. En este caso Stearns elige una opción bastante más arriesgada, la de ofrecer un filme a medio camino entre la comedia negra y la ciencia ficción distópica. Una película desconcertante, interpretada de modo un tanto… ¿hierático? ¿inexpresivo? ¿neobressoniano? que reflexiona con ironía sobre el tema de la clonación humana y las posibilidades de que el tema se nos acabe yendo de las manos si nosotros los humanos no definimos bien las reglas del juego. Y es que todo empieza cuando a Sarah, la protagonista del filme, le es diagnosticada por error una enfermedad terminal. Para que sus amigos y familiares no tengan que sufrir su ausencia, Sarah encargará un clon que la reemplace cuando ella muera. El único inconveniente es que Sarah en realidad está sana como una manzana, y su clon, aventajada alumna que acaba por acaparar el cariño y atención de su novio y su madre, no está por la labor de dejar de existir. Y claro, las leyes no permiten que los seres humanos anden por el mundo duplicados, así que la única solución parece ser un duelo a muerte. Un espectáculo público, circo romano del s. XXI, que decidirá cuál de las dos Sarahs merece vivir en un planeta como este.
La segunda de las películas que de algún modo responde a esa necesidad de reinventar el concepto de distopía es El hoyo en la cerca. Tras su ópera prima Maquinaria Panamericana, el director mexicano Joaquín del Paso nos entrega esta vez una suerte de fábula nihilista, oscura, violenta y sin moraleja alguna. Ambientada en un elitista campamento religioso de verano para testosterónicos adolescentes, la historia plantea una crítica –digamos que no muy sutil– a las instituciones religiosas y a esas clases económicas acomodadas que, para llegar más arriba, no tienen reparo alguno en acabar con los más débiles. A medio camino entre el thriller y la película de terror, El hoyo en la cerca logra que la incomodidad del espectador vaya in crescendo, sí, pero es en la parte final donde pierde el control narrativo al intentar llegar a una suerte de clímax que, por desgracia, queda algo desdibujado y precipitado, dejando demasiados cabos sueltos por el camino y al espectador un tanto decepcionado, ya que las expectativas creadas por ese grupo de profesores –perversos agricultores de las semillas del mal– eran tal vez demasiado elevadas.
Mucho mejor parado sale el debut en el largometraje de Beth de Araujo. Soft & Quiet, flamante ganadora de la sección Next, narra a tiempo real y en un impecable plano secuencia la historia de Emily, una profesora de primaria con ideología de extrema derecha que decide crear el “Club de la Hermandad Aria” junto con otras mujeres blancas.
En tan solo hora y media la tensión y el terror crecerán hasta límites insospechados, y lo que empieza como una merienda en el campo con té, pasteles y terapia para mujeres “un pelín fascistas” acaba desembocando en una situación tan incontrolable como rebosante de odio exacerbado. Pero lo más acertado sin duda del guion de Beth de Araújo no es el uso de ese virtuoso plano secuencia de precisión milimétrica, ni el humor negro – estratégicamente colocado en algunos momentos clave del filme–, ni el hábil modo en que la inquietante trama avanza imparable, sino la perturbadora verosimilitud que tienen todos y cada uno de sus personajes. ¿Quién no conoce a mujeres (y hombres) así? ¿Quién no ha escuchado comentarios racistas, homófobos y machistas como los que ellas dicen mientras beben con delicadeza su taza de té y mordisquean su pastel de fresa? Admitámoslo. Los hemos escuchado muchas veces. Demasiadas. Por la calle. En el metro. En la cola del supermercado. En boca de gente conocida e incluso supuestamente amiga. Y hemos preferido no darle demasiada importancia. Probablemente, deberíamos empezar a hacerlo.