Terminamos nuestras crónicas del Americana Film Festival de Barcelona con esta tercera entrega en la que destacamos dos films de corte fantástico vistos en el festival.
3. La ciencia ficción como excusa
Durante muchos años, la ciencia ficción –tanto en el cine como en la literatura– ha sido considerada poco más que un reducto de nerds, a menudo infravalorada por la crítica supuestamente especializada. Al menos, por esa parte de la crítica que no es consciente de la increíble capacidad y versatilidad del género para reflexionar sobre los aspectos más importantes de nuestras vidas. Por suerte, con el paso de los años los prejuicios han ido menguando y el género ha ido ganando en popularidad y respetabilidad, ofreciéndonos grandes títulos que, además, han tenido el favor tanto de la crítica como del público.
La primera secuencia de Biosphere nos muestra a Ray y Billy haciendo ejercicio en un espacio cerrado. Corren dando vueltas para mantenerse en forma mientras hablan de temas aparentemente banales. Esta será una de sus muchas rutinas dentro del pequeño ecosistema hermético y autosuficiente en el que viven. Sin ver la luz del sol, sin respirar aire fresco. Un espacio cerrado con su generador de oxígeno, con su tanque de peces y su pequeño huerto. Con todo lo necesario para pasar ahí el resto de sus días. Pero, ¿por qué viven ahí? ¿Por qué nunca salen de ese lugar y se relacionan con otras personas? ¿Será acaso que ya no quedan otras personas? ¿Por qué el cielo que se ve a través de los cristales siempre está oscuro? ¿Qué hechos los han llevado hasta esta inédita situación? ¿Por qué ellos y no otros? De hecho… ¿quiénes son en realidad Ray y Billy? Parecen dos hombres cualesquiera, pero… ¿qué pasaría si no lo fueran?
Si atendemos exclusivamente a la sinopsis argumental, el film de Mel Slyne podría ser etiquetado como una película de ciencia ficción low-cost postapocalíptica, pero una vez vista también podríamos decir que se trata de una particular buddy movie de desenlace inesperado. Un film cuyas mayores virtudes son, por un lado, la frescura de su divertido guion y, por otro, la innegable química entre los dos protagonistas, de carácter diametralmente opuesto. El film, escrito al alimón por la propia Slyne y Mark Duplass (que interpreta al personaje de Billy), ridiculiza con humor los clichés de la masculinidad más estereotípica y las convenciones de los roles de género, ofreciendo al mismo tiempo un interesante retrato de la amistad en condiciones extremas. Un ejemplo de que, para hacer cine de ciencia ficción, no son necesarios numerosos efectos especiales ni grandes presupuestos. Basta con algo de ingenio y una acechante luz de color verde e incierto significado.
El rara avis de este año en el festival ha sido sin duda One Man Dies a Million Times, film de Jessica Oreck inspirado en hechos reales, ambientado en el Instituto de Recursos Fitogenéticos de un Leningrado postapocalíptico y protagonizado por un grupo de científicos encargados de cuidar y conservar el gran banco de semillas que permitirá la supervivencia de la especie humana.
¿Qué sucede con las historias de amor cuando el mundo parece llegar a su fin? ¿Tienen derecho a seguir existiendo si el planeta parece estar devorándose a sí mismo? Esta es una de las preguntas que, como espectadores, nos podemos hacer al ver por primera vez One Man Dies a Million Times. Un film en blanco y negro con una cuidada –cuidadísima– fotografía de Sean Price Williams, plagado de secuencias de innegable belleza. Un film sobre la guerra tremendamente oportuno –que no oportunista–; una obra de calado lento pero profundo, con lejanas reminiscencias a Andréi Tarkovski o incluso al cine de Béla Tarr. Un retrato de la decadencia, el apocalipsis, el hambre y el dolor que reinterpreta la historia conectando ese pasado que no queremos recordar con un futuro que podría suceder. Una experiencia única que, por deseo expreso de la directora y, en consideración a los riesgos que corrieron los protagonistas de la historia en la vida real, solo puede ser vista –y vivida– en pantalla grande.