Tras cinco ediciones, el Festival de Cinema Independent Nord-Americà de Barcelona (Americana de aquí en adelante) no necesita presentación. Así que no la haré: el cine más premiado en los festivales de Tribeca, Sundance, Chicago, Toronto o el SXSW como epílogo contestatario (al menos en el calendario) a unos Oscars que apenas representan el sentir y el parecer de la cinefilia. El indie más premiado, el indie más indie (como ellos mismos subtitulan su sección Next) y los documentales más prestigiosos. Sin olvidar la visita de Alex Ross Perry, autor de una filmografía plagada de gente normal despertando a esa dura realidad… la de saberse normales, vamos.
Ha sido una edición sin grandes sorpresas, sin películas verdaderamente memorables. De la docena y media de filmes visionados, nos quedamos con Lucky, Weirdos, Patti Cake$ y Don’t Think Twice. Las cuatro bastante clásicas, sin grandes atrevimientos formales y con sobrados merecimientos para ser estrenadas en España.
Por lo demás, la cosecha de este año nos permite reabrir la polémica sobre los indicadores de “calidad” standards (en realidad, ¿qué significa que una cinta haya sido premiada en un festival? ¿Cuándo sirvió este criterio para separar lo indie de la paja?), agrupar un puñado de películas que buscan reformular el sueño americano a través de la figura del antihéroe, cuestionarnos la sobrevalorada realidad y abogar por un retorno a un cine alejado del vocerío, con personajes sencillos haciendo cosas muy, muy ordinarias.
Desde Sundance sin amor
Beach Rats (Eliza Hittman, 2017) sería la perfecta personificación de las limitaciones que se autoimpone desde hace lustros el “método” Sundance. A saber: voluntad realista, problemática social, distanciamiento pretendidamente objetivo y una querencia por las moralejas revestidas de fatalismo. Sí, para recibir uno de los premios gordos dispensados por esta poderosa franquicia es necesario tirar de fórmula y contentar las ansias de “humanismo” de sus aleccionados jurados.
Beach Rats nos devuelve al pie de la Wonder Wheel de Woody Allen, esta vez en época contemporánea. Allí conoceremos a Frankie, un chico que lucha contra lo inefable: el reconocimiento de su tendencia sexual en un entorno embrutecedor y alienante. Una relación de conveniencia y unas amistades peligrosas que se arriman a él por sus aptitudes para agenciarse drogas (mangándolas de la farmacopea de su padre agonizante) completan el desalentador cuadro.
Hay pulso tras la cámara, hay escenas hermosas porque sí. Es innegable. Pero a la historia le falta punch, lastrada por un protagonista incapaz de transmitirnos su desazón, quedándose la cosa en un juego de contrarios entre sus deseos y sus actos.
Algo parecido ocurre con Gook (Justin Cho, 2017), sobrecargada de buenas intenciones y homenajes. La idea no está nada mal: 24 horas en los arrabales de Los Ángeles antes e inmediatamente después de que arranquen los disturbios derivados del “fallo” por el caso Rodney King. Un espacio para el drama (la zapatería regentada por dos norteamericanos de ascendencia coreana), una superviviente nata (Kamilla), un entorno brutal y muchas, muchas ganas de pagarlo con alguien.
Look noventero (no podía ser de otra manera) y una relectura algo naif del cine de Spike Lee. Iniciación, conflicto racial, vena romántica… ¿no hubiese sido mejor abarcar menos para apretar un poco más?
Otro tanto podríamos decir de la última película del homenajeado Ross Perry. Por muy nominada que estuviese al Gran Premio del Jurado de Sundance, lo cierto es que Golden Exits (Alex Ross Perry, 2017) es una versión triste y sin fuelle de Maridos y mujeres (Woody Allen, 1992). Definitivamente el bueno de Alex no debe de ganar para antidepresivos: su cine destila apatía sin atisbo alguno de conmiseración. Vamos, que se regodea en la miseria de sus propias criaturas, hasta el punto de llevarnos a preguntarnos si tan siquiera le importan.
Dos matrimonios en crisis por la llegada de una joven estudiante de postgrado. Una clase media-alta (forzosamente, viviendo en los barrios de Nueva York en los que viven) enfrentados al dilema felliniano: el aburrimiento máximo. Y una incapacidad manifiesta (en unos y en otros) para comunicar sentimientos, para bajar sus defensas y hablar de otra cosa que no sea… de ellos mismos.
Antihéroes en prácticas
Ingrid Goes West (Matt Spicer, 2017) nos parecería a todos mucho más brillante de no existir cierto capítulo de la tercera temporada de Black Mirror que supo llevar mucho más lejos los previsibles desmanes ocasionados por nuestro cuelgue de las redes sociales. Pero aunque no se decante por el camino más deseable (ir a saco, vamos), sería injusto pasar de puntillas por su crónica –más que crítica- de este tiempo de miseria y poserío.
La Ingrid del título padece un trastorno del comportamiento que nos afecta a todos, pero que sólo tachamos de “adicción” en los demás: le gusta pasar horas muertas en la red. Saltar de una cosa a otra. Dar su visto bueno a fotos fabulosas de gente maravillosa. Asomarse a las vidas de los otros, tan plenas y envidiables en comparación con la suya. Su nueva heroína / víctima vive en el exclusivo Venice Beach, tiene un marido pluscuamperfecto y ha logrado hacer de cualquier cosa que toque o mire, un evento.
Matt Spicer no quiere regalarnos una comedia alocada ni deslumbrarnos con su comprensión de la naturaleza humana. Se conforma con ponernos ante el espejo de nuestras propias miserias, obligándonos a medir nuestras palabras tachando a nadie de… ¿patética? ¿Seguro?
Patti Cake$ (Geremy Jasper, 2017) también apuesta por el sueño americano, aunque se logre inopinadamente, elevándose por encima de la cochambre. Y es que la buena de Patti es una blanquita que sólo quiere rapear como su idolatrado O.Z., rodeándose para ello de un equipo sin parangón en la escena local: indio sin badulaque propio, satanista metido a ingeniero de sonido y abuela terminal. Sí, son los PBNJ y no hacen prisioneros.
Funcionan las letras, el ritmo y hasta el optimismo moderado. O al menos, se le perdona: Patti Cake$ es simpática, directa, fresca e inverosímil.
Quizás la más redonda de esta triada de filmes que se regodean en el (aparente) fracaso sea Don’t Think Twice (Mike Birbiglia, 2016). El microuniverso de los comediantes tuvo la temporada pasada una aportación notable por parte de Jim Carrey (en labores de productor) en la serie Morir de pie. Comparten ambas una voluntad por describir grupos humanos aparentemente cohesionados, pero en realidad al borde mismo del desastre.
La improvisación teatral y sus últimos paladines sirven para reflexionar sobre el verdadero éxito vital, sobre la divergencia existente entre lo deseable y lo realmente envidiable. Esa genialidad sin recompensa, ese amateurismo perpetuo que –practicado en conciencia- debería de bastar por sí mismo (lástima que haya que comer y pagar el alquiler, sí).
La realidad no existe: propuestas de reinterpretación
The Endless (Justin Benson, Aaron Moorhead, 2017) se inscribiría en la misma línea de filmes como Cube, Primer y Take Shelter, en los que el fantástico se refugia en el bajo presupuesto con la loable intención de reinventarse.
La trama se repliega sobre sí misma (esa cinta de Moebius que tantas veces hemos visto puesta en imágenes) y nuestros protagonistas y hombres orquesta (los directores son también los intérpretes de su historia) juegan con fuego: en este caso, con el retorno a ese retiro campestre y aparentemente idílico que apesta a secta destructiva.
The Endless se resiente sobretodo por su binomio actoral, poco dotado para la interpretación. El plantel de secundarios (los que pululan por los alrededores, los encargados de jugar con el espectador a base de pequeñas píldoras que deberían de incrementar el desasosiego) tampoco es tan fascinante como se pretende. Pero no se le puede negar lo evidente: logran auténtico oro partiendo de bien poquita cosa.
World of Tomorrow (Don Hertzfeldt, 2015) es un ejercicio deprimente y sutil, una reflexión fatalista (y sin embargo, bastante verosímil) sobre el posible devenir de la humanidad. Con una animación minimalista y un guión espléndido, nos presenta el panorama de clones y decadencia intelectual (por muchos discos duros virtuales en los que pretendamos almacenar nuestro ser) al que nos veremos abocados en un futuro forzosamente distópico. Quizás nos sobrase esa continuación (World of Tomorrow II) que repite situaciones y trabalenguas espacio-temporales.
Y hablando de realidades alternativas… ¿cómo no mentar a Sylvio (Kentucker Audley, Albert Birney, 2017)? Posiblemente el perro verde más absoluto de esta edición y también el filme más económico –povera, más bien- de todos los vistos.
Sylvio es un simio que se pasea sin provocar estupor alguno por entre los integrantes de una sociedad con deudas pendientes y programas de televisión local que lo petan. Tiene un hobby muy sano: recrear lo más banal de la existencia humana a través de un espectáculo de marionetas fuera de escala. Una especie de “Teo se va de…” con espíritu dadá. Una tomadura de pelo totalmente desprejuiciada.
Brigsby Bear (Dave McCary, 2017) posee un punto de partida tan potente que tras su enunciación completa –a los 15 minutos de arrancado el filme- este forzosamente emprende la cuesta abajo. Y es una pena, porque escuchad, escuchad qué bueno: un chaval vive durante 25 años encerrado y alienado, consumiendo un extraño programa de televisión que sus captores pergeñan para él, convirtiéndolo en único espectador y eterno fan de un hit imaginativo aunque con múltiples “préstamos” extraídos de la cultura popular.
Así que imaginaos el shock cuando es liberado de sus secuestradores y descubre que no puede hablar con nadie en absoluto de lo que más le apasiona en este mundo (como cuando empezáis a ver cierta serie de Netflix por recomendación del amigo del amigo con el que compartís clave). Imposible deshacerse de tamaño bagaje emocional: la cochina realidad deberá de hacerle un hueco a sus expectativas infantiles, salpicándola con una postrera aventura del dichoso oso Brigsby.
Peñazos con aspiraciones épicas
Que no, que uno venera a sus mayores. Y que el señor Frederick Wiseman es muy grande y no creo que sea necesario convencer a nadie a estas alturas de ello. Su corpus documental representa una verdadera odisea de la historia que ya abarca cinco décadas de mirar pacientemente, seguir con discreción a unos protagonistas que se creían anónimos y montar. Montar sin que prime la intención, pero logrando que acabe aflorando la emoción.
Pues bien, en Ex Libris: The New York Public Library (2017) se le ha ido la mano. Le ha faltado tijera (o quizás tiempo): sobran diatribas ombliguistas de los burócratas y se echa de menos más interacción con los usuarios, más selección de clases magistrales. Da la impresión de que en esta ocasión el seguimiento –la radiografía institucional que tanto le gusta- no ha sido lo suficientemente concienzuda. El filme navega a la deriva durante más de tres horas, saltando de sede en sede de la biblioteca y sin aplicar el foco sobre ningún tema en concreto. Un picoteo intelectual con momentos estimulantes, pero muy desequilibrado en su conjunto.
Siempre odié el high concept. Sí, aquella obsesión ochentera por espectacularizar la nada, rodando las historias más inanes del modo más llamativo posible. Cuanto más insultante fuese el guión, más helicópteros tenía que haber filmando a coches levantando nubes de polvo en el desierto.
Pienso en thrillers de Ridley Scott (La sombra del testigo (1987), Black Rain (1989)) pero también en el noir de qualité a lo Robert Benton (Bajo sospecha (1982), Al caer el sol (1998)). Envoltorios dorados con papas y hamburguesas dentro.
Este prólogo viene a cuento de la muy llamativa –a nivel visual- Gemini (Aaron Katz, 2017). Un juguetito muy resultón, sí, pero vacío hasta la exasperación.
Hay fama. Hay un crimen. Hay muchos sospechosos. Hay una falsa culpable (o no). Y todo está contado como si nos fuese a ser revelado el tercer misterio de Fátima: mirada divina, paleta de colores contrastada, el skyline de Los Ángeles como único testigo…
Terminando el recorrido por la tríada más aburrida de lo visto en esta edición, toca hablar de la clausura. Porque The Rider (Chloé Zhao, 2017) resultó ser un anuncio de Marlboro con generosas dosis de pornografía emocional, un espectáculo casi sádico a costa de la maldición paleta del medio Oeste americano.
Está claro que Chloé se lo apuesta todo a la epifanía final y que está contando algo que posiblemente le afecte en lo personal. Pero lo cierto es que su vaquero escaso de luces y falto de horizontes cabalga hacia el ocaso despertando los instintos criminales de un espectador dispuesto a aplaudir su sacrificio. Con tal de que todo acabe.
¿Alguien en contra de las películas amables?
Llegados a este punto, debo haceros una confesión: me empiezan a gustar otra vez las películas amables, bienintencionadas, nostálgicas, casi babosillas. Pueden verlo todo oscuro e incluso no renunciar a cierto grado de amargura… pero se gustan, no apelan a un feísmo convertido en argumento mainstream.
¿Peritas en dulce sin mordida? Discrepo. Las dos mejores películas del festival fueron dos demostraciones mayúsculas de sensibilidad, ese palabro que hace que la mayoría se pongan en guardia o empiecen a afilar sus cuchillos. Hiperventilad, que me explico.
Weirdos (Bruce McDonald, 2016) es poco más que un fin de semana por las carreteras del norte de Nueva Escocia, allá por el Canadá. No hay nada que no hayamos visto antes: road movie, brecha generacional, necesidad de reivindicar la propia diferencia. Y sin embargo, la pareja protagonista resulta genuina y entrañable, secundada en su viaje iniciático por una reencarnación de Andy Warhol dispuesta a hacer de coro griego de la diferencia.
Y funciona. Funciona porque respeta sus premisas de partida: nostalgia en blanco y negro, arquetipos entrañables y ausencia de respuestas facilonas.
Lucky (John Carroll Lynch, 2017) es una carta de amor a Harry Dean Stanton. También podría ser una elegía a la propia muerte, ese “asunto” que tan poco preocupa a los jóvenes (como tiene que ser) y tanto acaba obsesionando a los adultos con algo de imaginación.
Lucky vive en un pueblecillo fronterizo y podría ser un superviviente de las películas de Peckinpah, uno de aquellos secundarios que normalmente acababan desangrados en la cuneta. Alguien que vio e hizo cosas y terminó a solas con sus fantasmas, rumiándolo todo.
Los días se suceden y el octogenario se aferra a sus rutinas. El ejercicio matutino. El peregrinar del café a la tienda de proximidad donde abastecerse de leche. Ver los concursos del mediodía. Ah, y tener impagables charlas vespertinas con David Lynch, haciendo aquí de vecino compungido por la desaparición de su tortuga (perdón, quise decir galápago).
En definitiva: rehuir cualquier amago de sofisticación. Acercarse a la historia que uno quiere contar con humildad y tremendo respeto por las criaturas en que uno fija su mirada. Regodearse en lo pequeño. Hacer cine prescindiendo de etiquetas.