Si tuviésemos que hacer otra apresurada recopilación de series-concepto, de esas que resultan casi sobreexplicativas desde su mismísimo título, The Affair acabaría en la lista por méritos propios. Me refiero a aquellas cuya mera enunciación –independientemente de su calidad- no engaña a nadie; a fin de cuentas, Los vigilantes de la playa versaba sobre eso y nada más que eso –cuerpos de atleta corriendo a contraluz, salvadoras recauchutadas, bañistas en aprietos boqueando en la orilla- y The office buscaba ni más ni menos que sublimar la dudosa mitología del puesto de trabajo indoor. ¿De qué va la serie protagonizada por Dominique West y Ruth Wilson? Oh, sí. De un lío.
¿Y la cosa da de verdad para diez horas? Pues sí, además de para una segunda temporada que se estrenará este otoño. Porque The Affair se nos presenta envuelta en un artilugio narrativo que ya conocíamos –desde el Rashomon (1950) de Akira Kurosawa- pero que siempre es capaz de deparar gratas (y perversas) sorpresas: el cómo puede llegar a variar la versión de una misma historia en función de quién te la cuente. En cada episodio y sin tener duraciones necesariamente análogas conoceremos el mismo cuento desde la perspectiva de los dos amantes, Noah y Alison, Alison y Noah. Y aunque seguiremos sin saber cuál fue la dichosa verdad, nos sobrarán argumentos para empezar a sospechar de sus motivaciones… incluso de la honestidad de unos sentimientos amparados en la arrebatadora pasión (¿no será otra cosa que una fuga de sus respectivas (y tóxicas) realidades familiares?).
Noah es un diletante con puesto de trabajo alimenticio –y en el que sospechamos que no halla realización alguna-, pero con un seguro de vida infalible: el resultante de haber pegado un braguetazo sin paliativos a costa de una compañera de estudios perteneciente a un estrato social más pudiente… y que tampoco se engaña a sí misma sobre las razones que tuvo su marido bien parecido para sucumbir a sus encantos. Noah ha asumido su misión en esta vida, su “parte del trato” por llamarlo de algún modo: darle una abundante descendencia (cuatro hijos), criticar al suegro burgués y al mismo tiempo… disfrutar de su piscina y aceptar a regañadientes su dinero, porque ese nivel de vida al que no parece estar dispuesto a renunciar no lo cubre un sueldo de profesor. Ni de coña.
A esta crisis vital a perpetuidad se une el escaso éxito de su primera novela publicada, en contraposición a la brillante carrera bestsellera del padre de su mujer. La amargura parece ser el destino de nuestro guaperas, convencido de que su talento nunca hallará reconocimiento: ya sea por su inconstancia o por su sometimiento a unas convenciones sociales que le aseguran el sustento pero le niegan la dichosa trascendencia. (Un drama prácticamente incomprensible para quien no habite en el primer mundo, efectivamente).
Sea por despecho o, repito, por simples ganas de disfrutar de un verano más movidito que el de costumbre, el escritor frustrado comienza un tórrido romance con otra persona también casada y con una crisis de conciencia (¿de valores, incluso?) pareja a la suya. Hace un par de años Alison perdió a su hijo, ahogado entre esas olas espumosas y amenazantes que abren cada capítulo. A partir de ahí, su matrimonio con Cole (¡el Peter Bishop de Fringe (2008-2013)!) ha quedado reducido a una tensa guerra fría de reproches nunca verbalizados del todo (¿murió el chico por un descuido de Cole?). Para completar el opresivo panorama, su trabajo como camarera la mantiene anclada de manera insana a su poco memorable adolescencia, teniendo que rendirle cuentas a un patrón que por ende ejerce de ex rencoroso y mostagán.
La mecha está encendida y el propio entorno (una hija con la edad del pavo y una afilada crueldad de pija prepotente, una madre hippie que no sobrevivió al new age) conspirará para que de su inopinado encuentro acaben saltando chispas: la serie se regocijará en unas escenas de sexo falsamente explícitas cuyo goce –o percepción del mismo- variará en función de cuál de los dos sea el narrador. ¿Y qué nos hace falta para rematar el show? Pues una investigación policial, cómo no.
Porque el valor añadido a tanto revolcón y cambio de sábanas es un fiambre, oye. Un crimen del que por no saber no sabemos ni la identidad de la víctima… pero en el que, de alguna manera, sospechamos que ambos estuvieron implicados. Tendremos diez episodios para determinar en qué grado y medida. A través de sus declaraciones –a través de sus mentiras- completaremos el microcosmos de este pueblo costero que vive del turismo y que quiere seguir presumiendo de independiente y valores comunitarios (aunque su independencia parezca reducirse al poder entrar en las mansiones de los ricachones de Nueva York coincidiendo con alguna gala o celebración… como personal del servicio, ejerciendo sus ocupaciones de temporada).
No, no os incomodéis. Esto no va sobre la lucha de clases, aunque se adivine que la doble moral o los amantes de larga duración son privativos de los estratos más acomodados, mientras por abajo prima el sentimiento de culpa y la incertidumbre a perpetuidad. El lujo de poder disfrutar del ahora frente a un post coito trufado de dudas. Esa maldición del “y mañana, ¿qué?”, tan de clase media.
The Affair esquiva con donaire el anecdotario habitual del cuelgue sexual (revisitado periódicamente por el cine o la televisión desde Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981)) y se adentra en un territorio, si me permitís la boutade, más rohmeriano. Ella luce espléndida en sus remembranzas, mientras desde su punto de vista la descubrimos desaliñada cuando no simplemente deprimida. El polvo del siglo a ojos de ella no es más que un apresurado encuentro que concluye con una eyaculación demasiado temprana. El marido violento (para él), quizás no sea otra cosa que un romántico desencantado y muy atormentado (a los ojos de ella). Las elevadas motivaciones del uno se nos aparecen como bajas pasiones desde la perspectiva del otro. La admiración quizás sea envidia. El negocio familiar, puede que una tapadera para asuntos turbios. La víctima desamparada, quizás un verdugo sofisticado y taimado. El dolor, una forma de canalizar la indiferencia. La necesidad de reconocimiento, una indisimulada voluntad de saborear el más banal de los éxitos. ¿Es el amor veraniego y adúltero un antídoto con fecha de caducidad a la tan temida mediocridad?
Y el affair –ya puestos a elucubrar- una forma retorcida de llevar a cabo planes criminales. Sin mujeres fatales, sin hombres exultantes de testosterona. Pero con un resultado que parece haber favorecido a las dos partes… un sospechoso “ganamos todos” de libro.
Nos queda una segunda temporada para comprobar si Alison y Noah sobreviven a la pasión. Y si se pasaron o no de listos.